Cubanos festejando el día de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR).
La delación (chivatería) sigue siendo un episodio triste en el contexto social cubano.
Lo he podido corroborar una vez más en los constantes asedios que hemos soportado mi esposa, Nancy Alfaya y yo, desde agosto hasta el pasado 10 de diciembre, por parte de la policía política y su recua de solícitos colaboradores que no pierden tiempo en recoger información para comunicárselas a los oficiales que “nos atienden”.
Todo comenzó desde que llegaron los barbudos al poder con Fidel Castro, empeñados en convertir a la Isla en su hacienda privada.
Como señala la historia, lograron su propósito, y no solo eso, sino que aun Cuba permanece secuestrada por una casta de burócratas y militares, a poco más de 3 años de su muerte.
De no ser por el encadenamiento de una extensa de red de chivatos, a lo largo y ancho de la Isla, desde la creación de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), a principios de la década del 60 de la pasada centuria, el modelo de reminiscencias estalinistas, implantado por quienes se presentaron como nuestros salvadores, no hubiese prevalecido hasta hoy día.
La única diferencia entre las huestes de soplones de aquella época y las que existen hoy día, es que antes el servicio era por convicción y ahora se ejecuta tras una mezcla de amenazas y chantajes.
El soplón acepta su rol, después de que un interrogador de la policía le expone una serie de acciones cometidas al margen de la ley. Y es que, en Cuba, salvo muy contadas excepciones, la sobrevivencia, depende de las incursiones en el mercado negro o de algún proceder que se sale del marco legal establecido bajo la sombra del partido único. En términos relativos, pocos llegan a escabullirse de esta especie de camisas de fuerzas que condicionan la disponibilidad de contribuir a agriarle la vida a cualquiera con la promesa de recibir un perdón por las faltas cometidas.
Por tanto, lejos de desaparecer, la chivatería mantiene su vigencia y la capacidad de conservar los márgenes de desconfianza en los vecindarios, centros de trabajo e incluso núcleos familiares. Realidad que da pie a los acomodos con el estatus quo para evitar cualquier percance. No siempre los delatores son detectados y un desliz, bien un comentario o una confidencia, pueden resultar catastróficos.
Algunos no se esconden en su labor de vigilancia, como sucede en la cuadra donde vivimos. Otros usan la fachada de una falsa amistad para sacar información.
Como reza el refrán, “estamos rodeados y no solo de agua”.
Alguien nos vigila, apostado tras las rejillas de una ventana o desde algún sitio que no logramos advertir.
No es paranoia, es simplemente una versión caribeña y en tiempo real, de la distopía descrita por George Orwell, en su libro, 1984.
Entrometerse en la vida del otro ha sido una constante en las más de seis décadas de revolución socialista. El chisme y la calumnia son frutos de ese entorno marcado por la falta de ética y de principios morales.
El vigilante de hoy puede ser el vigilado de mañana, lo cual implica que las dudas pueden llegar a convertirse en bastiones infranqueables que impidan el fluir de una verdadera amistad.
La pasividad del cubano promedio ante un escenario abonado para las protestas antigubernamentales, tiene sus razones y una de ellas radica en la creación y permanencia de un estado policial, en el que la condición de ciudadano es pura ficción.
Somos reos de una circunstancia hostil y no menos extravagante, donde la privacidad y la protección legal frente a los abusos de poder, no existen.
La acusación de que quienes viven en la Isla, ven policías y chivatos hasta en la sombra, es desacertada.
Estar bajo el escrutinio de un supuesto amigo, el inquilino colindante o un pariente cercano es algo perfectamente posible dentro de las fronteras de una dictadura que se resiste a un cambio de perspectivas.
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