Por Iván García.
El 28 de septiembre de 1960, entre bombas caseras y petardos que detonaban sus opositores políticos, un enojado Fidel Castro creó los Comités de Defensa de la Revolución (CDR). En el balcón del ala norte del Palacio Presidencial, el comandante guerrillero, recién llegado de una gira por Nueva York, argumentó la necesidad de vigilar en todas las cuadras del país a "los gusanos y desafectos" al proceso revolucionario.
Fue un paso más dentro del rumbo autocrático por el que ya navegaba la naciente revolución. Otra estocada a fondo hacia la creación de un Estado totalitario.
Desde el mismo 1959, Castro había encajado un golpe mortal a la libertad de prensa cuando, metódicamente, entre pachangas y amenazas, fue cerrando los principales diarios de Cuba. Eliminó el derecho de huelga y el habeas corpus. Las garantías jurídicas para quienes se oponían a su régimen eran casi nulas. Concentró el poder. Y tomaba decisiones políticas, económicas o sociales por su cuenta, sin previa consulta ministerial.
El proceso de erigirse como el sumo pontífice de verde olivo culminó en 1961, con la radicalización de la revolución y el estrangulamiento de los bolsones de ciudadanos discrepantes contra su gobierno.
Los CDR son, y han sido, una de las armas más efectivas para colectivizar la sociedad y recabar apoyo incondicional a las peregrinas teorías castristas. Y una manera de administrar la nación. También fueron abanderados a la hora de gritar improperios, tirar piedras y dar trompadas a los cubanos que pensaban diferente o decidían marcharse de su patria.
Los CDR son una versión de las camisas pardas de Mussolini. O de uno de esos engendros colectivos creados por Adolfo Hitler. Más o menos. Más de 5 millones de personas integran las filas de los CDR en toda la isla.
Su ingreso no es obligatorio. Pero forma parte de los reflejos condicionados instaurados dentro de una sociedad diseñada para genuflexiones, aplausos y loas a los 'líderes'.
Al igual que mucha gente va sin deseos a actos y marchas revolucionarias, o como si fueran a un safari asisten a los actos de repudio contra las Damas de Blanco y disidentes contestatarios, de forma mecánica al cumplir 14 años, la mayoría de niños cubanos ingresan en los CDR.
Forma parte del mecanismo engrasado y funcional de los mandarines criollos. Una sociedad colectiva, donde lo bueno y malo debe proporcionarlo el régimen.
Hace dos décadas, con un bono estatal podías comprar un auto ruso, una nevera, un televisor en blanco y negro y hasta un reloj despertador, si sobrecumplías en los cortes de caña, demostrabas lealtad a la causa fidelista o eras 'cuadro' del partido o la juventud comunista.
Los otros, aquéllos que reprendían el caudillismo de Fidel Castro, además de asediados y amenazados por sus servicios especiales, no tenían derecho ni siquiera al trabajo.
Los CDR cumplieron un triste papel en los años duros de los 80. Fueron protagonistas en los vergonzosos linchamientos verbales y físicos contra los que decidían marcharse de Cuba.
No se puede olvidar. El gentío azuzado por la propaganda del régimen, estudiantes de primaria y secundaria, empleados y cederistas, lanzando huevos y tomates contra las casas de "la escoria", al compás de "pin pon fuera, abajo la gusanera" o "yanqui, te vendes por un pitusa".
Dentro de las manchas negras de la revolución personal de Fidel Castro, los actos de repudio ocupan el primer lugar. Además de vigilar y agredir verbalmente a los opositores, los CDR realizan tareas de contenido social.
Recogen materia prima. Ayudan a repartir vacunas antipolio. Y, de vez en cuando, cada vez menos, hacen círculos de estudio donde analizan y levantando las manos aprueban un texto político o una intervención de los hermanos Castro.
Ese manojo de siglas generadas por el sui géneris sistema socialista cubano, CTC, FMC, MTT, UJC y FEU, entre otras, son las 'veneradas organizaciones no gubernamentales'. Según el discurso oficial, las que a capa y espada apoyan al régimen.
En este siglo 21, los CDR, como la revolución misma, ha perdido fuelle. Ya sus aniversarios y fiestas son escasas. Las guardias nocturnas son un avis rara. Pero todavía cederistas de corta clava se mantienen operativos.
Son los ojos y oídos de los servicios de inteligencia. Soplones puros y duros. En un CDR a tiro de piedra de la Plaza Roja de la Víbora (que no es plaza ni está pintada de rojo), quedan algunos de esa especie.
Ya uno murió. Un viejo solitario y sin hijos, obrero de una fábrica, que se destacaba por sus informes cotidianos sobre "las actividades de los contrarrevolucionarios en la cuadra".
Activos quedan dos. Se han granjeado la antipatía del vecindario por su intransigencia. Todos los que disienten públicamente en Cuba, saben que siempre hay un par de ojos que vigilan tus pasos y luego informan por teléfono a la Seguridad del Estado.
Con el tiempo, uno se acostumbra a sus torpes maniobras de chequeos e injerencias en tu vida privada. Llegan a revisarte la basura, para ver qué comes o si te bañas con jabones comprados en la 'shopping'. A ratos dan risa. Casi siempre dan lástima.
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