Por Haroldo Dilla Alfonso.
El pasado discurso del general/presidente Raúl Castro (RC) en la Asamblea Nacional -en que anunció una cruzada contra “…el ambiente de indisciplina que ha arraigado en nuestra sociedad”- es, a primera vista, impertinente y cínico. Pero nada de ello omite que resulte funcional al proceso de transformaciones que los dirigentes cubanos han programado en su “actualización”. O al menos un intento de serlo, pues en este caso, como en otros relacionados con la información y las tecnologías, la élite política cubana anda tropezando a cada paso con la irrealizable quimera de querer cambiar cosas que inevitablemente hay que cambiar, pero evitando sus consecuencias inevitables. Como quien chapotea en un lodazal y aspira a tener los zapatos lustrosos.
Ante todo, debo decir que me parece cuando menos poco congruente que el presidente de un país en situación económica calamitosa y en franco proceso de despoblamiento, dedique un discurso clave en un lugar clave, según la institucionalidad cubana, a quejarse de que los ciudadanos a los que gobierna digan malas palabras, hablen alto, echen basura en las calles y no usen adecuadamente los uniformes escolares. Pero sobre todo me parece totalmente improcedente que lo haga en un momento tan crítico en que la gente vive al borde de la sobrevivencia porque -según confiesa- los proclamados logros económicos de su gobierno no acaban de entrar en los hogares. Eso de vivir subalimentados ya es suficientemente grave como para tener que cargar de paso con el mote de desaliñados.
Pero aunque lamentable, no es sorprendente, porque la élite política cubana siempre ha estado inclinada a socializar sus errores, y hacer descansar las culpas de sus estropicios en las víctimas de ellos. Y ahora RC recurriendo a una frase preferida del Chapulín Colorado, llega a afirmar que “se ha abusado de la nobleza de la revolución”. Y con sus alegatos parece querernos decir que en lo adelante, hay que contar con su “astucia”.
RC nos explica lo que ya sabíamos: que existe un clima generalizado de anomia en la población cubana. Y sabemos que no es una casualidad histórica, ni una herencia de la “república-mediatizada-y-neocolonial”, sino una creación del propio sistema postrevolucionario del que el General/Presidente fue siempre segundo al mando, y primero desde hace siete largos años. La anomia ha sido para la población cubana una reacción cínica a lo que fue una política cínica. En otros casos el contrapeso perfecto para sobrellevar la erosión de los mecanismos sociales de regulación. Y finalmente también un recurso político de simulación para una población a la que se le prohibía organizarse y emprender sus propias acciones colectivas, fuera de las estructuras obligatorias oficiales.
La palabra familia -y la alegoría a ella como mecanismo de control y educación fallido- es mencionada varias veces en el discurso. Pero la erosión de la familia como institución fue una política dictada desde el Palacio de la Revolución, primero cruzándola de conflictos políticos y promoviendo separaciones. Y luego sustrayendo a los hijos de la atención hogareña, y queriendo suplantar esta función con una parafernalia de escuelas en/al campo que disfrazaba de convivencia martiana lo que realmente era aglomeración insalubre y promiscuidad. El General/Presidente tiene derecho a criticar el resultado, pero no parece decoroso que guarde distancia de sus causas.
Lo mismo ocurre, para citar otro caso, con el desorden urbano. Ello es el resultado de lo que fue originalmente un sentimiento visceralmente antiurbano de los nuevos dirigentes cubanos, quienes incluyeron en sus formatos mentales de austeridad plebeya la satanización de la ciudad y en particular de La Habana. Fue la misma élite que fundamentalmente está hoy en el poder, la que organizó ferias ganaderas en los jardines del Capitolio, transformó mansiones de alto valor arquitectónico en cuarterías, y luego se desentendió de las regulaciones urbanísticas que habían estado vigentes desde 1863. Fue ella la que sometió a “crítica destructiva” los primeros proyectos de viviendas populares en el este de La Habana y los sustituyó por ese almacén mal atendido de gente que se llama Alamar, la que destruyó el brioso proyecto del “arquitecto de la familia” de la reprimida Habitat-Cuba, la que arruinó los proyectos comunitarios de los 90s que hubieran dado una nueva vida a la ciudad.
Pero el discurso de RC no está dirigido a producir una autocrítica histórica que hubiera resultado más creíble y políticamente más digna, sino a tratar de remediar una situación que hoy constituye un obstáculo para el proyecto de restauración capitalista, que es en esencia lo que propone la “actualización”. El capitalismo en serio funciona con una masa de población seriamente disciplinada. Y en ese proceso de disciplinamiento el estado tiene una función crucial, por lo que RC ha entendido que tiene que recuperar cuotas significativas de lo que Bauman ha llamado “el temor oficial” para contrarrestar la marejada ingobernable de anomia social.
Con un diagnóstico equivocado, y sin llegar a la raíz de los problemas, dudo que la cruzada funcione, pero aún así me parece positivo que se hable del asunto. Lo que me parece lamentable es que se haga, culpando a las víctimas de este estropicio monumental. Tal y como hacían los hombres necios de Sor Juana Inés de la Cruz: se pasaron la vida pagando por el pecado que condenaban.
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