Por Manuel Cuesta Morúa.
¿Tiene Raúl Castro visión de Estado? La pregunta se impone al analizar sus siete años de gobierno. Quizá poca gente la haya formulado durante los 46 años anteriores porque la mayoría de los observadores dan por sentado que Fidel Castro tenía un gran sentido de Estado. Puesto en perspectiva, no me lo parece. Se puede ser un animal político y carecer de mirada estratégica hacia un país. Pero es cierto que la fibra política requerida para renovarse constantemente en el poder la poseía Fidel Castro.
Mostró la capacidad necesaria para fusionar mito fundacional, sentido de oportunidad y control social. Y todo pareció políticamente perfecto cuando logró esconder detrás de esta fusión la brutalidad de su régimen, su absoluta falta de principios y su incapacidad para una mediana administración de la hacienda. Pero donde se verifica su carencia de visión de Estado es en que no deja nada serio, como legado, en los tres caminos por donde arrancó el mito: el social, el de los valores y en el de la reconquista de la nación. Al final no supo hacer lo que hacen los políticos con testa estratégica: reinventarse.
Y los seguidores de Castro, el largo, podrán decir lo que quieran en su favor, solo demuestran sin embargo que la confusión entre expectativas y resultados sigue siendo una materia fascinante para dos tipos de estudios: la mitología y la psicología clínica. Nada tiene que ver con la realidad.
Se esperaba que quien asumiera en el 2006 se diera ante todo un fuerte baño de realidad. Tan lejos se encuentra Cuba de los sueños revolucionarios que este baño era una exigencia preliminar para entrarle a la tarea con frescura y claridad mental. Los asiáticos saben bastante sobre la relación entre sauna y mente. Y eso parecía haber sucedido cuando Raúl Castro pronunció, en su discurso del 26 de julio de ese año en Camagüey, dos palabras triviales: leche y marabú. Indicaban un retorno limpio a la tierra abandonada y un regreso perfumado a la tierra como metáfora; después de un régimen aéreo fuertemente grasoso, que estaba anclado al mundo solo por la retórica y los subsidios extranjeros.
Pero estratégicamente Castro, el corto, un desastre listo para redactar un manual. Y no me detengo en el inventario de sus reajustes económicos y sus consecuencias sociales. Se ha dicho bien y bastante en relación con el fracaso de las llamadas reformas, a pesar de la obstinación analítica de una serie incombustible de académicos bien situados en los medios de comunicación, que nunca se dieron (dan) cuenta que en materia de reformas en Cuba se trata (ba) de correr, no simplemente de moverse. En este sentido no me interesa juzgar a Raúl Castro por sus propias palabras: medir al hombre por sus resultados, no por sus esfuerzos.
Sí me detengo en dos estaciones para analizar lo que considero una preocupante falta de visión de Estado y de propuesta estratégica. Una es la estación del Mariel y la otra es la estación que viene facilitando la creciente movilidad hacia la Yuma; entendiendo por Yuma lo que entiende el pueblo cubano: todo lo de afuera, sean Brasil, Haití o los mismísimos Estados Unidos.
Muchos ven en la construcción del puerto del Mariel un soberbio paso estratégico. Yo veo una platanización portuaria de la isla, por aquello de las repúblicas bananeras es decir, de plátanos, tal y como nos representaban en la escuela a la mayoría de los países centroamericanos. Un poeta social, que recorrió varios puntos de nuestro archipiélago para sentir su vibración antes de reflejarlos en su poesía, nos supo describir a la altura de estos tiempos con una síntesis poderosa y a la vez depresiva: Cuba, la ruina y el puerto.
No le encuentro ningún sentido estratégico al proyecto de ratificar a Cuba como Estado rentista que vive de un par de maquiladoras y de la presunta conexión portuaria entre una potencia y media, los Estados Unidos; una potencia en ascenso, China y una subpotencia alegre, Brasil. Desaprovechar las posibilidades económicas que brinda la economía del conocimiento, para lo que mejor estamos preparados, en función de la economía ruda del trabajador portuario, explotado y mal pagado, no se acerca mucho a una visión estratégica de Estado y sí a la de un hacendado listo para cobrar peaje y derechos de almacén a todos los que pasen por sus puertos. Sí es que pasan.
Porque, y aquí se completa el círculo de la ilusión, semejante paso supone dos elementos agregados: un conocimiento profundo de la realidad interna de los países implicados, y un control eficaz sobre la tentación de las elites que deciden a fin de que, pese a las circunstancias, no se olviden de que en Cuba hay un nuevo puerto que se llama Mariel. Y a juzgar por lo que nos sucedió con la ex Unión Soviética en 1989 y con Venezuela en 2013 tener información sobre, y formación para procesar, lo que pasa de verdad en los países que nos conciernen, al menos económicamente, no es el fuerte de la elite revolucionaria. La ex potencia socialista se destrozó, Maduro ganó perdiendo, a China solo le interesa el dinero que aquí no pagan y Planalto, la sede donde se sienta Rouseff después de Lula, ha estado temblando por estos días.
Recordemos que la inversión en el Mariel fue la gestión de un socio de aventuras, Lula, que comprometió a un emporio económico brasileño, Odebrecht, en el supuesto de una hipotética apertura de USA hacia Cuba. Es como una novia que se viste para casarse sin tener la seguridad de encontrar al prometido, en este caso exclusivo, que satisfaga su pretensión nupcial. Una novia que, por encima de todo, se comporta como no debería hacerlo quien busca un tipo muy especial de pretendiente: mostrando muy poco de sus posibles atractivos.
Nada tiene de estratégico la conversión de una economía subsidiada a una economía de enclave dentro de las pautas del viejo capitalismo, para un país que exige a gritos, mejor dicho, con buenos modales, una remodernización integral en base a la economía del saber. Si se quiere averiguar por qué el gobierno de Raúl Castro está peleado con esa asignatura que conocemos como estrategia de Estado imaginemos todo lo que se puede hacer desde las potencialidades de Cuba para asegurar la solidez estructural del país, garantizando de paso una gobernabilidad distendida y relegitimida a quienes tendrían que sucederle sin el pedigrí de esas montañas que conocemos como Sierra Maestra. El desarrollo de un puerto no ofrece seguridades en ninguno de los dos sentidos. Coloca a Díaz-Canel en una situación bien precaria frente a dos actores: los sectores rentistas, anclados en corporaciones improductivas, y los ciudadanos, situados al margen de una torta que solo puede crecer aritméticamente, no en términos exponenciales y agregados.
¿Y la estación hacia la Yuma? Bueno aquí es donde quizá mejor se revela el divorcio entre el sentido de hacienda y el sentido de Estado. Ya que la hacienda no da de comer, pues debilitemos las posibilidades de redefinir al Estado posibilitando la estancia en el exterior de lo que el lenguaje utilitarista del economicismo llama capital humano. Realmente me asombra que la reforma migratoria haya tenido tantos aplausos en todo el mundo. Una vez concedidos los 15 minutos de fama por la restitución de un derecho que no tenía que desaparecer, debería haber llegado el análisis serio y sosegado sobre su impacto de mediano y largo plazos sobre las bases del proyecto de nación y de país -que no son la misma cosa.
Se siguen confundiendo dos hechos: como reforma económica, la media reforma migratoria convierte a Cuba en El Salvador del Caribe: a vivir de las remesas. Y como restitución de derecho, destruye las opciones de repensar un modelo económico al exportar las mejores y más jóvenes mentes del país, todo lo que evitó un país como la India. El análisis de los medios ha desenfocado el problema. Concentra la discusión en términos políticos superficiales. Dice que el gobierno cubano coloca la pelota en la cancha del resto del mundo, como si se tratara de un torneo que en realidad no existe entre Estados -todos los países dejan salir a sus ciudadanos y se abrogan el derecho de permitir la entrada de otros ciudadanos- y oscurece el debate principal: el destino de un país, envejecido por demás, que pierde a cuenta gotas o a chorro su gente potencialmente más productiva y creativa, y no reconstruye, por otra parte, su imagen como nación posible. Este es nuestro principal problema de seguridad nacional. Y solo tiene un origen: la concentración de la política en un linaje. Los filósofos de este asunto tienen razón: la política empieza fuera del sofá de la familia.
Tal problema adquiere una nueva luz, más peligrosa en términos de seguridad nacional, con una reforma migratoria hacia los cubanos por parte de los Estados Unidos de mucho más calado que la de Raúl Castro. La concesión de visas múltiples por cinco años a quienes vivimos en la isla concede un derecho a extranjeros mayor que el concedido por un Estado a sus propios nacionales residentes dentro y fuera del país. Esto es algo penoso. Los cubanos de aquí podemos entrar y salir libremente de los Estados Unidos durante mucho más tiempo que el que se le concede a los cubanos para entrar y salir de su país de nacimiento sin renovar el permiso.
Uno de los resultados que tenemos y sobre el que quiero concentrarme es el siguiente: los cubanos nos convertimos, en teoría, en ciudadanos residentes de dos países. Cuba es uno, usted escoge el otro. Un asunto que va más allá de la transnacionalidad de nuestra condición, muy bien analizada por Haroldo Dilla, historiador cubano residente en Dominicana, porque debilita a largo plazo el centro que sirve de eje a la naturaleza global de la ciudadanía. Los cubanos quedaremos en ese mismo plazo en una ambivalencia que debilitará las lealtades hacia una nacionalidad que ya se siente y se vive anémicamente. Una situación extraña y peligrosa para un país sin solidez.
Si el relato dice que la nueva política norteamericana sirve para fomentar las relaciones entre cubanos y norteamericanos, y entre cubanos y cubano-americanos, en realidad vamos a un escenario en el que surgen y se fortalecen por un lado las relaciones entre cubano-americanos de hecho, residentes en la isla, y cubano-americanos de jure, residentes en los Estados Unidos y, por otro, entre norteamericanos y cubanos residentes en ambas orillas. Solo quedará un núcleo minoritario de irreductibles que, independientemente de sus signos ideológicos, se resistirá a partir su nacionalidad en dos, frente a la norteamericana, o la española, como las referencias fuertes. Retornamos así al circuito económico y cultural de los Estados Unidos -de algún modo ya hemos entrado en el español- del que se suponía habíamos salido hace más o menos medio siglo. Sin mencionar otros circuitos menores como los de Jamaica e Italia.
Rendirse ante esta realidad, ocultándose detrás de esa retórica antiimperialista de aquí-no-se-rinde-nadie, que mantiene engrasada y quiere “reparar” unas armas obsoletas, es la evidencia de que la estrategia de Estado nunca ha acompañado a los Castro. ¿Será alguna vez viable nuestro paradigma como nación? La pregunta no es retórica.
0 comments:
Publicar un comentario