Por Carlos Alberto Montaner.
Zulema Rosales ha creado en La Habana una guardería para la élite. Se llama Dulces sueños, cuesta 85 CUC mensuales y está en uno de los repartos exclusivos de la capital cubana. Aparentemente, la propietaria es hija del general Ulises Rosales del Toro, un hombre cercano a Raúl Castro con una larga e inútil historia de batallas africanas y una pésima experiencia como gerente de la industria azucarera.
La anécdota de Zulema Rosales me parece un dato esperanzador que liquida dos mitos importantes.
El primero es que el Estado cubano -ese bodrio ineficiente y totalitario- se reservaba en exclusiva la función de educar a los niños. Tímidamente, comienza a asomarse la educación privada. No sé si esta golondrina anuncia la primavera, pero ojalá que así sea. Supongo que Raúl Castro añora los tiempos republicanos en que, junto a los buenos institutos públicos, que los había, existían Ruston, Baldor, Belén, Edison, Candler, La Salle, y otras docenas de excelentes instituciones privadas a lo largo de toda la Isla. Una buena parte de la clase dirigente cubana -comenzando por los Castro y sus hermanas- se educaron en ellas. Todas las sociedades necesitan la variedad que ofrece la educación privada. Hay pocas cosas más empobrecedora que la voz monocorde del Estado repitiendo siempre la misma letanía y forzando a una artificial y chata unanimidad.
El segundo mito que entierra esta experiencia es el mismo que irradia cualquier empresa privada: en Cuba se van acabando por asfixia la superstición marxista de la plusvalía y las (inexistentes) ventajas del colectivismo. La señora Rosales hoy posee un pequeño negocio de servicios educativos, y cuenta con empleados de cuyo trabajo vive, pero si hay suerte, si hace las cosas bien y si no le cambian las reglas del juego, obtendrá beneficios, ahorrará, aumentará su capital e invertirá en nuevas instalaciones. Así crecieron casi todas las instituciones educativas privadas en Cuba. La lógica del capitalismo es ésa. Me imagino que su parvulario, además de instruir y cuidar a los niños, también sirve para educar a los adultos del gobierno en la buena manera de desarrollar a una sociedad. Hasta ahora no han hecho más que estupideces.
Tengo una amiga en Miami que hace cinco años comenzó con un parvulario de élite dentro de la tradición pedagógica Reggio Emilia, parecida a Montessori, y ya cuenta con cuatro, ha creado una franquicia, y piensa crecer hasta donde se lo permitan sus fuerzas. Ha generado un magnífico sistema de adiestramiento de maestros y control de calidad. Mi apuesta es que, antes de una década, tendrá o dirigirá cien parvularios.
La joven disidente cubana Thais Pujol, expulsada de la Isla en los noventa, a base de talento y esfuerzo ha creado en Valladolid, España, una academia para mejorar el nivel de los estudiantes, y hace maravillas. No sé si Ulises Rosales y su jefe Raúl Castro ya se han dado cuenta, pero no hay sustituto para el fuego creativo de los emprendedores. Hace 54 años que en Cuba los Castro secuestraron la facultad de crear actividades lucrativas y así le va al país: escombros y desilusión total moteados por la leyenda de vacas enanas y la promesa de fabulosos cultivos de moringa.
Supongo que hay que referirse al agravio comparativo. ¿La señora Zulema Rosales logró poner en marcha su escuela por ser la hija de un general? ¿Cómo obtuvo los permisos? ¿Por qué lo que ella ha hecho, que es positivo, no está al alcance de cualquier cubano? ¿Estamos en presencia de un privilegio?
Ese es un mal camino para lograr superar la miseria y dejar atrás esta etapa de bobería, horror y destrucción de riqueza que ha sido el socialismo. Los países prósperos y democráticos tienen leyes y reglas neutras para que los ciudadanos puedan competir y perseguir sus sueños libremente. La relación de fuerzas es muy fácil de entender: las sociedades felices del planeta son aquellas en las que el Estado vive del esfuerzo, desvelos y creatividad de los ciudadanos libres. Las sociedades tristes y pobres son aquellas que viven del Estado y de las arbitrarias decisiones de sus comisarios.
A ver si Raúl y sus amigos lo entienden de una vez.
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