Juan Carlos Hevia se dedicaba al hueco. Y no me refiero al hueco como algo emocional, bueno, también, ya que todos los cubanos hemos estado o seguimos estando en algún tipo de «huequito» o «fundidera». Algún tipo de tristeza. Juan Carlos Hevia se dedicaba al hueco: cavaba huecos. Desde chiquito.
Juan Carlos vivía en una zona oriental de la isla que tenía un mineral especial y todo el mundo en su pueblo, y en el poblado de al lado, vivía de eso. Primero, Juan Carlos fue contratado para abrir túneles antiaéreos ya que una invasión yanqui siempre ha sido inminente. Todos los días de su vida los pasaba, de seis a seis, metido en la oscuridad. Sin ver la luz. Ya cuando salía estaba tan fundido que ni se enteraba de lo que pasaba a su alrededor. Como un zombi se sentaba frente al televisor, a esperar a que su mujer le trajera el plato de comida y los locutores le tiraran una serie de noticias bien locas. Para mi amigo Juan Carlos la realidad era algo que le contaba yo, o su mujer, o la televisión. No tenía manera de saber si le mentíamos o si la vida de afuera era realmente así. En un momento, una empresa canadiense empezó a excavar en la zona para buscar el preciado mineral y entonces el flaco Juan Carlos mejoró. Pasó de cavar huecos para el Estado y empezó a cavar para una empresa de afuera. El salario mejoró, mas su realidad diaria siguió siendo la misma. De seis a seis, metido en un hueco. En la oscuridad. Sin tener referente de lo que pasaba afuera. Sin saber quién era Nicole Kidman ni Roberto Bolaño. En pandemia. Sin baranda.
Pero este no es mi cuento. Mi cuento empieza cuando Juan Carlos deja a su mujer y viene para acá, para La Habana, con mucho dinero ahorrado. Después de estar tanto tiempo en la oscuridad, el flaco se había hecho un plan: iba a buscar la luz, iba a saber la verdad, iba a vivir como la gente de verdad, como los blancos de las telenovelas brasileñas. Iba a viajar el mundo. Y para eso se buscaría una extranjera que lo sacara de toda esta mierda.
Domitille era una francesita hippie que había venido a La Habana en busca de tranquilidad para su vida. Después de dar mil vueltas y tropezar con diez mil piedras, se montó un negocio de alquiler de bicicletas.
Durante una fiesta en mi casa, Domitille y Juan Carlos comenzaron a hablar. El cubano se hizo el gracioso. Le apartó el pelo de la frente. Besito en el cuello. Baile suavecito. Y candela al jarro. La francesita se murió con el guajiro cubano y a los pocos meses se lo llevó para Toulouse.
Lo bueno empieza ahora. Juan Carlos acaba de regresar de Francia y después de mucho tiempo sin verlo hemos quedado en el bar Mamá Inés para que me haga todos los cuentos. Para mi sorpresa, lo encuentro flaco y demacrado. Le pregunto qué coño fue lo que le pasó.
El cuento de Juan Carlos es comiquísimo, pero como lo hace él. A mí nunca me va a quedar así. La cosa es que el flaco llega a Francia como lo que es: un cavernícola al que han montado en una máquina del tiempo. Un Homo erectus que llega al mundo de los Homo sapiens. Y en Europa, afuera, en el mundo capitalista, la gente como Domitille está de vuelta de todo. Y Juan Carlos, como en realidad todos nosotros, ha estado encerrado toda su vida. Con ganas de ser parte de aquello. Con ganas de salir de esta cueva, de este huequito. Pero el timing es de pinga. Cuba, los cubanos, nos estamos «abriendo al mundo» (?) en un momento que el mundo de verdad, la gente de afuera, quiere volver a la cueva.
Cuando Juan Carlos se sienta a la mesa de los padres de Domitille y no ve un pedazo de carne por todo aquello, el bárbaro se funde y le dice: «No mamita, a mí hay que darme vaca».
Cuando Juan Carlos va a una discoteca, donde tocaba un grupo de chilenos exiliados que parecían salidos de un cuento de Bolaño (apellido que JC nunca ha oído), y ve que la farándula se mueve de allá para acá, entonces el Juanca quiere probar la cocaína, el LSD… Pero los otros, esa Otredad, ya viene de vuelta de eso. Y ya no se meten nada, porque es perjudicial para la salud y para el planeta.
Cuando Juan Carlos baila y se le pega a una blanca holandesa de dos metros, y le agarra la mano y se la lleva a su entrepierna, la blanca entra en pánico y le empieza a gritar de violador pa`lante.
Cuando Juan Carlos quiere manejar un Ferrari, no encuentra un puñetero Ferrari… La gente anda en bicicleta. «En bicicleta, mano, como aquí en el Periodo Especial».
Y lo peor de todo vino una fría mañana de invierno, cuando Domitille lo despertó con las botas de agua en la mano, porque su piquete se había fundido del neoliberalismo y la globalización y todos se iban a vivir a una cueva, a una mata.
«¿A una cueva?», me dice Juan Carlos. «Imagínate eso mulato. Yo que me he pasado toda la vida en una cueva. Montarme en un avión, dejar a mi madre atrás, para llegar a un lugar donde lo hay todo y no lo puedes tener. ¿Por qué? Porque el mundo se está acabando. Los poderosos y el resto de los humanos hemos acabado con los animalitos, con las planticas, con la naturaleza… Y ahora quedan solo días para que se acabe el mundo y lo mejor es volver a la cueva».
Entonces, sin poder encontrar su lugar, mi amigo, el troglodita (tan troglodita como yo), se funde. Se le rompe el coco en dos. Y decide volver. Y ahí sí que no hay solución.
Estamos en el Mama Inés y nos sirven par de rones más. Miro a mi amigo y me voy en un viaje yo solo. Miro a las mesas de al lado y en una hay dos jovencitas de 18 o 19 años tirándose fotos para Instagram. Ponen las boquitas de pato. Bajan la cabeza en un ángulo perfecto. Sacan la lengua. En otra mesa hay una pareja hablando de lo bien que está hecha la última película cubana (que no es una película es un teleplay). Un poco más allá dos cocineras hablan de que Trump tiene un inodoro de oro (sin percatarse del millón de problemas internos que tenemos). Trump. Trump es el culpable de todo. Y así… Podría seguir mirando para afuera.
No sé por qué, pero en ese momento pienso lo mal que estamos los cubanos. Hemos sido bombardeados tantos años con una inmensa cantidad de discursos, palabrejas raras, conceptos, ideas…
Pienso en la abuela de mi abuela, en la madre de mi abuela, en mi abuela, en mi madre, en mí, en mis hijos, en los hijos de mis hijos, en mis bisnietos…
Y pienso que nadie, ni las chicas del Instagram, ni mi madre, ni Juan Carlos, ni yo tendremos un refugio.
Somos un daño colateral más. Como los amigos de Burundi, del Congo, de Irak…
Y hemos llegado tarde a la fiesta. Tan tarde, que la fiesta se acabó. Ya no nos toca enamorarnos en un puente de Paris. Ya no nos toca una simple ensaladilla rusa en un bar de Madrid. Estamos a punto de salir de la cueva y la gente de afuera, en la entrada, nos dice: «Vuelvan para adentro que Corea del Norte y Estados Unidos nos han matado a bombas».
De repente, Juan Carlos me interrumpe y me pregunta: «¿Mano qué fue lo que pasó con Amaury Pérez?» Me rio para no llorar. No sé qué decirle. Prendemos par de tabacos y vemos el humo subir. Miro mi tabaco.
Vuelvo a irme. Pienso en un tabaco Cohiba. Pienso en la palabra Cubanacan. Hamaca. Barbacoa. Sangre. Mondongo. Congo. Bolo. Explotación. Manigua. Sudor. Sangre. Azúcar. Martí. Maceo. 1902. Carta Magna. Partido Revolucionario Cubano Auténtico. Batista. Cigarros malos. Ron barato. Bronca. Reverbero. Luz Brillante. Gritería. Muerto. Baile. Sexo. Sangre. Bajanda. Y la gente pariendo y pariendo. Los buenos, los honrados, agachaditos, callados, escondidos, buscando un refugio.
Un refugio hasta que pase el huracán, la bomba, la candela.
Juan Carlos ya está sabroso y se para dirigiéndose a la dependienta: «Mi vida, por favor, ¿puedes poner una musiquita?»
La muchacha se ríe y prende la grabadora Sanyo. Suena «Estación de sol» de Habana Abierta. Muevo la cabeza como un borracho más. Miguel Collazo. Zumbado. Paticruzado. Aguja. Corazón.
«recorrí el vacío… mi alma se ha perdido… perdido en la lluvia… desgarrándome… quién dará calor… para tu estación de sol…»
Dios mío, pinga, recojones… ¿Cuándo va a acabar de aparecer la Virgen de la Caridad del Cobre? No tiene que hacer mucho. Solo aparecer y abrazarnos… calmarnos… la mano que tranquiliza…
Juan Carlos pide la cuenta. Tiene 200 fulas que quiere derretir. Es noche entre semana y no hay a donde ir. La calle está vacía.
Acabamos en el Tocororo. Dos italianos rojos como camarones. Una muchacha trabajando. Un trovador. Juan Carlos se acerca a la muchacha y negocian. Miro el fondo de mi vaso. Extraño a Sonia. Bailar con Sonia. El olor de su pelo. Su tatuaje minúsculo. La manera en que desayunábamos, mientras fumábamos con un disco volador de queso. ¿Dónde está Sonia? Seguro que tiene hijos, es vegetariana, corre en las mañanas para tener una vida saludable. O no. Quizá Sonia ya está en alguna cueva o mata de Irlanda, España, Italia, ¿Ecuador?
Meto un pasillo solo. Los italianos se burlan de mí. Y entonces empiezo a cantar:
«me esconde esa bruma… no duermo tranquilo… tranquilo de culpas… tranquilo de culpas».
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