Tomás de Aquino Pérez Pérez quiere hablar con el presidente de Cuba. No tiene miedo a las represalias por decir “la verdad tajante”, como suele repetir cuando, en la soledad de su hogar, habla consigo mismo sobre el caos económico que domina la Isla.
A los 79 años de edad el anciano de perfil quijotesco, estatura pequeña y extensa barba es de las personas cuya sabiduría proviene de lo vivido. Este es el motivo por el que, cuando describe el presente, termina exaltando el pasado con añoranza.
Refugiado en los recuerdos, Aquino vive con su gata en la barriada de San Isidro, en el segundo piso de un edificio célebre por los remiendos de madera que sostienen su estructura.
La escalera de palos para el acceso de los vecinos fue colocada por el Gobierno de Habana Vieja, como única solución al derrumbe parcial de la edificación donde vive Tomás hace más de 60 años.
Cuando abre la puerta de su apartamento la primera visión que nos ofrece Aquino es la de un acumulador compulsivo de objetos. Sin embargo, las botellas vacías que obstruyen el paso por toda la casa forman parte del sustento de este anciano.
“Estoy esperando que Wilfredo se lleve todas esas botellas para venderlas y comprar algo de comer. Están por toda la casa, me tienen asfixiado”, dice Tomás mirando el resto de los objetos dispersos, recogidos en la calle con la esperanza de venderlos.
La ilusión de mejorar el resto de sus días descansa en la afición de colectar monedas que encuentra en la calle. Limpia la corrosión del metal sumando días de paciencia y el sueño de ser recompensado con una venta lucrativa.
“Tengo un grave defecto que me jode; cuando no tengo, no le pido a nadie. Si me tengo que acostar con un vaso de agua en la barriga, lo hago, pero calladito, sin quejarme”, dice convencido por la costumbre.
No siempre fue así.
“En aquella época yo era don Tomás, pero ahora que no tengo dinero me dicen Tomás nada más”. Con esa frase recuerda su propio pasado en San Isidro, cuando “con un centavo se hacían más de tres cosas y en las bodegas lo encontraba todo. A cualquier hora tú llegabas con unos kilos y te vendían lo que pidieras”, dice.
Nada se escapa a la memoria de Tomás, que los vecinos consideran trastornada. Califica de “diabólica” la presencia de la prostitución en San Isidro antes de 1959 y de “seductora” la entrada a La Habana de Fidel Castro con el ejército.
“Esto estaba lleno de bares, bodegas y cafeterías, pero no sentías una mosca zumbar. Ahora queda una bodega sin nada adentro, y hay un escándalo en la calle que no te deja vivir dentro de tu casa”, explica.
La vida no fue ligera para Tomás: más de una vez terminó en el piso cuando trabajó como pintor en las alturas. Los accidentes laborales le dejaron el recuerdo de dos fracturas de cráneo, otra en el pie y varias fisuras en una costilla.
“Estoy de más en la vida, por eso no me arrodillo ante nada, ni nadie”, dice, antes de añadir que lo condenan como loco por decir la verdad tajante.
“Señor presidente…”
Las verdades de Tomás duelen porque están basadas en sus vivencias. Él narra con nostalgia lo que podía hacer con un centavo en sus manos, cuando la moneda cubana tenía valor. Sus relatos sobre el pasado y el presente de Cuba dejan a los actuales gobernantes sin argumentos para la defensa.
“Antes había de todo, si trabajabas podías comprarlo, ahora no; aunque trabajes no te alcanza para lo poco que hay. Entonces, cuando digo las verdades en la calle, la gente se asusta, pero me gusta decir la realidad tajante. La gente me dice que estoy loco, otros quieren llamar a la Policía. Lo que yo digo lo confirmo en el Tribunal Supremo, donde sea. Yo sé que quienes escuchan, mentalmente, me dan la razón, pero se cuidan”.
Tomás Aquino no se conforma con decir la verdad en público o rodeado por la soledad en su casa; insiste en hablar con el presidente. Cuando le pregunté qué le diría si el gobernante le concediera la entrevista, me contestó tajante: “Señor presidente, esto es una mierda”.
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