Juan Padrón murió, aunque llevaba muriendo hace un tiempo, y eso, junto al olfato imperfecto de los periodistas, siempre obsesionados con tener la última palabra, determinó la escritura de excelentes perfiles y crónicas en su honor, unas más personales que otras. Hasta entonces no conocía nada de su vida, pese a haberlo visto muchas veces por el Palacio de Pioneros del Parque Lenin en aquellos días de la Batalla de Ideas, siendo yo un niño de, digamos, 10 años.
La imagen que guardo es la de un viejo bigotudo, infantil, exageradamente gordo y rosado, inclinado sobre una mesa y enfrentado a una exigente hilera de pioneros. Hacía dibujos con una facilidad pasmosa; era como una máquina de arte, inagotable e incapaz de dejar de sonreírle al chiquillo de turno luego de estamparle su firma cerca de la esquina inferior derecha de la hoja.
Aunque estuve tentado, no me sumé a la fila, fuere por timidez o por agorafobia. O tal vez fue por el poco interés que sentía hacia los autores en esa etapa de mi infancia, en la cual las obras de mi gusto me parecían perfectas en sí mismas e independientes de quien la hubiera creado. Como sea, mucho tiempo después, me arrepentí de aquello.
Juan Padrón murió, pero yo no creo en los obituarios complacientes. La muerte, como cierre definitivo de una historia, obliga a juzgar de manera implacable y sin miramiento alguno, a realizar una exégesis detallada de luces y sombras. La estructura del obituario debe ser la de un oscuro y sucio cuarto de medicina legal donde, una vez terminada la disección, se coloca un punto final de la misma forma en que se sella una lápida. Con Juan Padrón, excepcionalmente, no puede ser así. A fin de cuentas ¿qué caso tiene juzgar la pureza inocente de un extraordinario niño de 73 años?
Juan Padrón murió mientras allá, en Francia, lo hacía Albert Uderzo; y así, de un golpe, quedaron huérfanos Asterix, Obelix, Elpidio, Joseph (Pepe) von Drácula y millones de melancólicas infancias. Además de un oficio y un día para morir, Padrón y Urderzo compartieron los mismos patrones creativos: una sobria esencia nacionalista inmune al desgaste, gracias al humor fino que las envuelve. Salvando todos los abismos, pienso en Shakespeare y Cervantes, y en la sublime belleza que reviste la confluencia esotérica y cabalística de las despedidas de dos genios.
Juan Padrón murió con la seguridad de haber burlado al olvido, que es como debiéramos aspirar a morir todos. Cuanto hizo se vislumbra eterno en las repetidas tandas de animados de la televisión nacional, en el exacto punto medio de la lista de «las 100 mejores películas iberomaericanas del siglo XX», en la colección cinematográfica del MoMA o en cualquier niñez vivida en Cuba. Su obra, a caballo entre el séptimo y el noveno arte, trasciende cualquier público; primero, porque marcó generaciones enteras hasta convertirse en el lugar común de las nostalgias infantiles de este país, y segundo, porque esquivó la naturaleza simple que caracteriza a la producción de cómics y audiovisuales para niños.
Los personajes de Padrón llevan, de una manera muy cubana, la complejidad de Sawyer y Finn. Sus creaciones son orgánicas y espontáneas, íconos de una época que lograron esquivar la tentación del fácil pastiche ideológico y tuvieron la solidez suficiente para sobrevivir a los constantes naufragios de la Revolución sin tener que arroparse en la camisa de fuerza de su estrecha y obcecada política cultural. La Revolución, sea lo que sea esta, le debe más a Juan Padrón que a los ardides oratorios de su líder; donde el último exigía fidelidad a un sistema, el primero contagiaba con la idea de patriotismo más cercana que se pueda concebir.
Juan Padrón murió, pero llegado este punto ya yo había leído mucho sobre él. Incluso, lo había vuelto a ver hacía unos pocos meses, igual de viejo y exageradamente gordo y rosado. En esa ocasión bebía muy gustoso una copa de vino, a la vez que hacía chistes y, muy humilde, admiraba las obras de otro dibujante que colgaban de las paredes. Mientras lo observaba, pensé en algo tan absurdo como que crecimos a la par; que antes, en el Palacio de Pioneros, solo dibujaba como hacían todos los niños en las esquinas de sus libretas y ahora, como yo, disfrutaba del placer del alcohol que permite la adultez. Apenas un día antes se habían marchado de Cuba los Reyes de España y, aunque tuve la oportunidad, me negué rotundamente a sumarme a la larga fila de personas que se peleaban por retratarse con ellos. Recordé en ese instante mi timidez, mi agorafobia, mi dignidad anti-groupie, y también cuánto me había arrepentido de no haberle pedido un dibujo a Juan Padrón. Tal vez por eso le interrumpí y logré una foto a su lado que un día, con algo de tiempo, imprimiré como es debido y pondré en mi escritorio.
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