Por Luis Cino.
Aunque cada vez son menos, asombra que todavía haya en el mundo tercos y obnubilados izquierdistas que consideren el socialismo castrista como un modelo digno de imitar.
La revolución de Fidel Castro, en los años 60, pudo para algunos resultar fotogénica, pintoresca y romántica, con su pretensión de ser un modelo para el Tercer Mundo y su enfrentamiento a los Estados Unidos. Hoy es un régimen ridículamente desfasado y menesteroso, que busca legitimarse con la usura simbólica del legado del difunto Máximo Líder, y que a duras penas se mantiene a flote, en su lento y proceloso viaje hacia el peor de los capitalismos: un capitalismo de estado mercantilista y militarizado.
En realidad, el castrismo, con las improvisaciones voluntaristas y los bandazos de Fidel Castro y el caprichoso régimen sultanístico neo estalinista que instauró, nunca fue un modelo de socialismo.
El castrismo, con su exacerbado nacionalismo antinorteamericano, carente de un cuerpo teórico y de sustancia ideológica, pudo ser un régimen populista como el de Juan Domingo Perón, pero al echar la mano de la retórica socialista, esta le confirió una estatura y densidad teórica que no tenía ni merecía.
Proclamarse comunista le ganó a Fidel Castro la ayuda irrestricta y millonaria de la Unión Soviética y hacerse con un partido único y una ideología que le permitieran el poder absoluto.
Fidel Castro, que probablemente leyó más a Maquiavelo y Mussolini que a Marx, quiso emular a Lenin en innovaciones al marxismo. Así, pasó los 47 años que gobernó, de 1959 a 2006, dando bandazos, en marchas y contramarchas, con sus planes delirantes y sus erráticas políticas económicas, que fueron desde la Ofensiva Revolucionaria de 1968 hasta la implantación de la dualidad monetaria y la llamada “Batalla de Ideas”, pasando por la “Rectificación de errores y tendencias negativas”, a finales de los 80, cuando dijo que “ahora sí vamos a construir el socialismo” y que fue su respuesta a la Perestroika de Gorbachov.
Si los resultados de Fidel Castro fueron calamitosos, con sus sucesores todo ha sido peor.
Como gobernante, en los doce años que ocupó la presidencia, luego de heredar el poder de su hermano en el año 2006, y en los últimos años, como primer secretario del Partido Comunista luego de designar a Miguel Díaz-Canel como presidente, Raúl Castro se ha visto atrapado, más que por sus propios temores y aprensiones, por las presiones del sector más conservador e inmovilista del régimen, a quien no quiere contrariar.
Raúl Castro quiso mantener como pudo, haciendo malabares, los ripios que quedan de un sistema que no tiene arreglo. En vez de los cambios estructurales y las reformas de calado que requería la economía nacional, recurrió a los remiendos de unos zigzagueantes Lineamientos que no acaban de implementarse y un plan de desarrollo a largo plazo (para el año 2030), siempre apostando por el predominio de las ineficientes empresas estatales y por la desastrosa planificación centralizada al estilo soviético.
Las reformas raulistas, o “perfeccionamiento del modelo económico”, como prefieren oficial y eufemísticamente llamarlas, favorecieron a una minoría, en detrimento de los menos beneficiados de la sociedad, que son mayoría.
Las medidas de la llamada “actualización del modelo económico”, en busca de un crecimiento económico artificial, sin sustento real, y poniendo trabas y limitaciones al emprendimiento privado, lo que han conseguido es generar más desigualdad social y miseria.
El régimen, que habla de lograr un “socialismo próspero”, luego de acabar con el igualitarismo paternalista de la era fidelista, no da señales de que tenga interés en implementar políticas públicas que busquen una repartición más equitativa y socializada de los resultados del muy bajo crecimiento económico que logra.
En la nueva Constitución se mantiene anclada la irrevocabilidad del socialismo, pero no se deja traslucir la intención de buscar una distribución más equitativa de la riqueza y el ingreso, y por ende, de la igualdad social, que, teóricamente, se supone sea la condición sine qua non de la sociedad socialista.
Para los mandamases post-fidelistas, el socialismo se limita solo a la retórica que emplean en los discursos, la planificación centralizada, el predominio de la empresa estatal y la prohibición de acumular riquezas a los que no pertenezcan a la elite.
En Cuba, como ocurrió en la Unión Soviética y en países de Europa Oriental, el aparato burocrático acumuló poder, se hizo gigantesco, inamovible y se fundió con el funcionariado, haciendo disfuncionales e incapaces a las instituciones.
La burocracia-funcionariado, reacia a todo intento de reforma, alejada de los intereses populares, es el reservorio de los inmovilistas. Recela de todo, censura, prohíbe, se niega a ceder espacios, a desatar del todo las fuerzas productivas, obstaculizando el desempeño económico autónomo, tanto de los emprendedores privados como de las cooperativas.
Ese cuadro desalentador se ha agudizado con el gobierno de Díaz-Canel, atenazado por las sanciones de la administración Trump y por la crisis ocasionada por la epidemia de COVID-19.
Los mandamases, en su cerrazón ideológica, empeñados en impedir a los cubanos la acumulación de propiedades y riquezas, parecen decididos a condenarnos a perpetuidad a la falta de derechos y libertades, el hambre y la indigencia.
¿Puede alguien en el mundo, por muy de izquierda y anticapitalista que sea, desear algo así para su país?
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