lunes, 12 de octubre de 2020

Iglesias, el mono de las pistolas.

Por Luis Herrero.

Si de lo que se trata es de subastar adjetivos hasta elegir los que mejor califican la conducta política y personal de Pablo Iglesias, ahí van mis dos aportaciones particulares: matasiete y matachín. No los había utilizado en mi vida, pero ambos suenan parecido a otro más popular que le va como anillo al dedo: matón. Lo que pasa es que matón es más serio y califica conductas de hampones que acojonan de verdad. Iglesias, no. Él tiene ese toque kitsch de pendenciero de serie b que le da un aire de fanfarrón engreído. Cuando frunce el ceño y afila la mirada como si fuera un superhéroe a punto de convertir sus globos oculares en reflectores de rayos ultravioleta recuerda más a Maxwell Smart, el superagente 86, que a Lee Van Cleef haciendo de malo. 

Hay algo grotesco en su modo de hundir los hombros y arrugar el gesto cada vez que le dice a los jueces del Supremo que sería inconcebible que le tocaran un pelo del moño o a los diputados de la Oposición que guarden silencio cuando un vicepresidente del Gobierno está en el uso de la palabra. Matasiete es sinónimo de fanfarrón, pero su locución es más chistosa y tengo para mí que añade ese punto de comicidad que tanto irrita a los maulas orgullosos. Con matachín pasa lo mismo. Significa camorrista, pero tiene un aire ridículo que convierte a su destinatario en motivo de burla. Estoy seguro de que a Iglesias no le gustará que se cachondeen de él cuando se pone a modo cuatrero que entra en el Saloon y acalla los murmullos de la clientela. No hay nada más humillante que un pistolero que mueva al pitorreo. 

Y sin embargo, miradle, ahí está él con los brazos en jarra y la chepa enhiesta, las piernas arqueadas y la perilla en punta, dispuesto a desafiar a todo ese hatajo de golpistas indecentes que al ponerle bajo sospecha cometen un delito de lesa democracia. Atacarle a él supone tanto como atacar el movimiento de liberación de los oprimidos. Como símbolo del empoderamiento de los parias, su aforamiento es tan inviolable como el del rey. Ni Supremos, ni gaitas. El hombre no para de desgañitarse la garganta para que su advertencia se escuche del uno al otro confín: “¿Lo habéis entendido, reaccionarios de mierda?” Verle de esa guisa, henchido como un pavo, con el vademécum del comunismo preconciliar en una mano y la foto del Che Guevara en la otra, es peor que sonrojante, sencillamente es patético.

Iglesias no representa un peligro real. Al menos, no más que un histrión en una solemnidad litúrgica (es muy posible que este 12 de octubre le veamos hacer de saltimbanqui ante Felipe VI para que su fe republicana no quede amordazada por los símbolos de la Nación durante la celebración de su fiesta). Ni su presencia en los puestos de cabecera del banco azul es consecuencia de un mandato de las urnas ni la cosecha electoral de su partido —que no ha dejado de empeorar desde que entró en escena— le convierte en el elegido del pueblo. El peligro no es él, sino quien le nombró caprichosamente vicepresidente del Gobierno y quien le permite utilizar su rango para convertir la vida pública en el patio de Monipodio, lugar de solaz del sindicato del hampa. 

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