Cola para comprar manzanas en el mercado Isla de Cuba.
La crisis económica, en vías de escalar hasta no se sabe dónde, tiene cientos de partidarios entre ese pueblo que habita en los barrios donde proliferan los tugurios y una pobreza que golpea directo al mentón día tras día.
En la capital del país es donde se observa, con mayor nitidez, el accionar de esa gente que tiene que ingeniárselas para sacarle un tramo de ventaja a la miseria, que incluye la falta de salarios dignos, viviendas mínimamente confortables, servicios básicos ausentes desde hace mucho tiempo y alimentación, a menudo restringida a los dictados de la inflación, que aleja las posibilidades de comer tres veces al día como Dios manda.
Esos cubanos que se levantan temprano para ocupar varios puestos en las largas filas que crecen en las afueras de los centros comerciales o los agromercados con el fin de ofertarlos al mejor postor son un producto neto de una economía que rememora el hundimiento del Titanic.
El llamado de “sálvese él que pueda” cobra mayor notoriedad en estos tiempos, en que los máximos dirigentes continúan aferrados a sus caprichos de anteponer los códigos de la ideología marxista a la lógica del mercado.
Los coleros, que es cómo se les conoce, no son una novedad, se trata de un empleo que surgió aparejado al racionamiento, entre otros fenómenos provocados por el control estatal de la economía, con sus déficits permanentes, corruptelas y un sinfín de efectos que lastran las posibilidades de articular un entorno favorable para cada familia en cuanto a nivel de vida se refiere.
Por otro lado, el paulatino recrudecimiento del embargo estadounidense a partir de la implementación “a rajatabla” de la ley Helms-Burton y el anuncio de un posible bloqueo naval al régimen venezolano, como último recurso para obligar a Maduro a abandonar el poder que detenta -gracias al uso de la fuerza y la manipulación mediática- son indicadores de una situación muy compleja y que amenaza con acentuar los niveles de pobreza dentro de la Isla, lo cual podría ser el detonante del caos.
Al constatar los serios problemas financieros que impiden saldar las deudas con importantes acreedores foráneos, como el Club de París, y un cese de los suministros de hidrocarburos desde Venezuela debido al cerco que se baraja en Washington y otras capitales de naciones latinoamericanas, no queda más remedio que prepararse para peores escenarios, signados por el reforzamiento de las penurias.
La combinación de factores adversos dan a pie a que la cultura de supervivencia amplíe sus límites, algo que se ve simple vista en los exteriores de los comercios subsidiados por el Estado, donde el desabastecimiento es más riguroso, o en las Tiendas Recaudadoras de Divisas (TRD), donde se aglomeran cientos de personas, entre las que no faltan los coleros y los acaparadores.
Acopiar mercancías deficitarias para su venta a mayor precio en el mercado negro es otro de los procedimientos en auge y que evidencian los síntomas de una sociedad en las postrimerías de su total descomposición.
El año apenas comienza y los niveles de agobios existenciales vuelven a poner a prueba la paciencia del cubano de a pie.
Los más astutos se las ingenian para sacarle partido a las anomalías en detrimento de otros.
La venta de turnos en largas filas que casi siempre terminan en riñas tumultuarias son incidencias recurrentes, incluso en comercios alejados de las zonas más castigadas por el huracán socialista, donde malviven miles de personas en cuarterías insalubres e inmuebles en peligro de derrumbe.
Asimismo, los acaparadores no pierden tiempo para llevarse su botín. No aceptan rebajas. La escasez les facilita jugosas ganancias.
Aquí el sosiego es una remota ilusión. Hay que prepararse para nuevas batallas, mientras se idean estrategias de escape. Vivir en Cuba es un suplicio.
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