¿Quién criticaría hoy la acción de haber sacado a Hitler, Pol Pot o Mao de circulación antes de la ejecución de sus reinos de terror? La libertad tiene un precio y requiere voluntad para defenderla. Es hora de que se vea la importancia de utilizar medidas preventivas para evitar males mayores después. La idea de ajusticiar a asesinos en posiciones políticas claves es meritoria, justa y beneficiosa.
El último año de la segúnda década del siglo XXI empezó impartiendo justicia a gran escala. Drones estadounidenses dieron fin a la vida sanguinaria de Qasem Soleimani. Después del ayatolá Ruhollah Khomeini, fundador del régimen dictatorial que tomó el poder en Irán en 1979, nadie ha contribuido más al sostenimiento del fundamentalismo chiita y de su yihadismo en el globo, que el comandante ajusticiado. Cuando tomamos en cuenta que la mayor parte de los actos terroristas perpetuados o respaldados por un Estado en el mundo desde 1979, han contado con la colaboración de algún tipo de la República Islámica de Irán, la neutralización de Soleimani le da al mundo libre razones de sobra para celebrar.
El papel de Soleimani como comandante de la Fuerza Quds, esa estructura élite de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica, le otorgó a éste cuatro funciones de dirigencia importantes: (1) aplastar a todo vestigio de oposición interna por cualquier modo necesario; (2) formular alianzas estratégicas y colaboraciones proactivas con el comunismo internacional, con el narcotráfico, con facciones del fundamentalismo suní como al Qaeda y Hamás; (3) sustentar a regímenes dictatoriales amenos; (4) coordinar y dirigir milicias y cuerpos terroristas internacionales armados.
América Latina entera ha sido penetrada por comandos de Hezbolá, peones tácticos de Irán, que respondían directamente a las órdenes de Soleimani. De forma muy particular, Cuba, Venezuela, Colombia, Argentina, México, Bolivia, Nicaragua, Surinam, Ecuador, Brasil, Perú, Antigua y Barbados, República Dominicana y El Salvador han padecido de la presencia del radicalismo islámico chiita en colusión con actores socialistas y del narcotráfico. El cerebro de esta trama liberticida era el general iraní que las FF AA norteamericanas se encargaron de extinguir.
El genocidio cometido en Siria en gran medida y el rescate y la preservación del régimen tiránico de Bashar al-Assad, reposa integralmente sobre la estrategia diseñada por el líder extinto de las Fuerza Quds. Adicionalmente, fue Soleimani el arquitecto de la ofensiva coordinada con Rusia, otro gran aliado de la dictadura de los mulá, que cambió, lamentablemente, el curso de la guerra en Siria y posicionó a Putin en la región.
En Irak y Afganistán las FF AA de los EE UU han visto la partida de más de 600 seres y la mutilación de miles más, atribuidas no al combate militar abierto y frontal, sino a consecuencia de los siniestros artefactos explosivos improvisados, arma cobarde que bajo la dirección de Soleimani alcanzó grados de perfeccionamiento funestos. La facilitación logística que éste prestó para ingresar en Irak, a cuerpos armadas islamistas de todo el orbe para enfrentar a las tropas de Irak y los EE UU, fue abismal.
Israel, la única democracia estable y confiable en el Medio Oriente, y todos los judíos a través del planeta, no ha tenido un enemigo más comprometido con su destrucción en la era modera que la República Islámica de Irán, exceptuando Adolfo Hitler y su régimen nazi. Soleimani fue un ingeniero monumental en la maquinaria de terror para llevar a cabo esa guerra sucia. El acto terrorista contra el centro judío AMIA en Buenos Aires en 1994, para dar otro ejemplo, tiene la huellas de este arquitecto del mal mancilladas en esa barbarie.
Los enemigos del presidente Trump, como era de esperar, no han dejado de atacarlo salvajemente. Lo cierto es, sin embargo, que han tenido la misma precisión en sus argumentos y diatribas que las que tuvo el régimen dictatorial iraní en su reacción bélica al ajusticiamiento de Soleimani: no han podido darle en el blanco ni remotamente. Cargados de histeria para promover un pánico popular y contando con un arsenal abultado de desinformación, han mentido descaradamente sobre la legalidad de la medida ordenada por Trump, así como blanqueado la realidad empírica que avala el historial del expirado asesino en masa y el régimen que servía.
El Acto de Poderes de Guerra (1973), una ley federal diseñada a limitar la capacitación de la rama ejecutiva de enviar tropas estadounidenses al extranjero por determinado tiempo (90 días) sin autorización del congreso, no aplica a la acción tomada contra el general iraní, igual que no aplicó cuando Bill Clinton envió bombarderos a Kosovo en 1999 u Obama intervino militarmente en Libia en 2011 y Siria en 2013. El amparo legal al cual recurrieron los dos expresidentes mencionados encuentra mayor lógica y base en lo ocurrido recientemente en Irak contra el terrorista iraní. Esto es el caso, sobre todo, cuando se toma en cuenta que las órdenes de Trump estaban vinculadas a la premisa declarada por el mandatario de que no iba a permitir la impunidad del asesinato de uno de sus ciudadanos, Nawres Waleed Hamid, el contratista iraquí naturalizado que fue asesinado por el mísil de Hezbolá y del intento de penetrar la embajada de EE UU en Bagdad por milicias del Kataeb Hezbolá.
Trump no estaba dispuesto a repetir la desvergüenza nacional que fue la toma de embajadas estadounidenses por subversivos islámicos, tolerado por Jimmy Carter en Teherán (1979) y Obama en Bengasi (2012). La única razón por el alboroto crítico en el caso de Trump, es simplemente porque el que actuó fue Trump.
Es hora de que se vea la importancia de utilizar medidas preventivas para evitar males mayores después. La idea de ajusticiar a asesinos en posiciones políticas claves es meritoria, justa y beneficiosa. ¿Quién criticaría hoy la acción de haber sacado a Hitler, Pol Pot o Mao de circulación antes de la ejecución de sus reinos de terror? La libertad tiene un precio y requiere voluntad para defenderla.
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