miércoles, 22 de enero de 2020

Vendedores de pan en Cuba: un oficio de enfermos y jubilados.

Por Laura Rodríguez Fuentes.


En el borde de la acera al frente de una de las panaderías estatales de Santa Clara se acomodan cerca de diez ancianos dispuestos a dormir allí. Son las dos de la madrugada y el frío que trae una neblina densa y grisácea apenas deja ver las caras ni los cuerpos de estos hombres que se acuestan en fila sobre el pavimento. Mas, el sobresalto de la espera no les deja conciliar un sueño tranquilo. El olor del pan recién sacado del horno deviene la alarma para ponerse en pie y ocupar su turno en la cola. Uno de los panaderos anuncia que va a comenzar la venta de las tres, pide que no se aglomeren, que se le dará la cantidad acostumbrada a cada uno, y los va llamando por sus nombres.

Antonio Reyes se dedica a revender pan en las calles de Santa Clara desde hace más de nueve años. Cuando lo vence el cansancio se amarra con una soga a su triciclo para que no se lo roben y se derrumba ahí mismo tapado con un trozo de sábana que trae de la casa.

“La mayoría de las veces me quedo rendido y los demás me despiertan, porque aquí todos somos solidarios con los otros. Lo que pasa es que la gente más joven que viene aquí tiene mucha ambición y nos quieren meter el pie llevándose más panes”, dice.

El oficio de vendedor ambulante de panes cobró fuerza en Cuba a finales de los noventa y principios de la década sucesiva, a raíz de que la Cadena Cubana del Pan comenzara a elaborar unas teleras de corteza dura y crujiente que se comercializaban a cuatro pesos en estos establecimientos. A pesar del precio, la producción de estas baguetes vino a paliar la carencia de las familias cubanas que antes debían conformarse solamente con la asignación normada por la libreta de abastecimiento.

Aunque la licencia no especifica la reventa del producto, incluye dicho trabajo por cuenta propia en la categoría de “elaborador vendedor de alimentos y bebidas no alcohólicas a domicilio”. La descripción de esta actividad exige entre sus normas el uso de pinzas, tenazas u otros utensilios durante las labores de manipulación y expendio del producto. Además, los llamados “panaderos ambulantes” no están autorizados a permanecer varados en puntos fijos por mucho tiempo porque les sería retirada la patente.

A Mario Sánchez Pérez le falta el brazo izquierdo. Tiene 71 y hace un recorrido diario de más de ocho kilómetros para vender pan desde hace veinte años. Cuenta que perdió la mano el mismo día que trató de vincularse al Movimiento 26 de julio, a causa de un accidente de tránsito en el que murieron dos personas.

“Cada cual vende en su zona. Yo lo hago a pie”, explica el viejo. “A esto se le gana un peso nada más por cada pan. Ahora nos lo tienen racionado, nos dan sesenta nada más, o menos que eso, por la escasez que hay. Nosotros estamos aquí desde las cinco de la tarde y nos vamos a las cuatro de la mañana. Son once horas tirados en la calle haciendo cola. A mí me cansa más la cola que la venta. Además, ahora hay mucha más gente dedicándose al negocio, más competencia. Nada más puedes alcanzar un poco y ganas mucho menos con la venta, sumándole el dinero que tienes que dejar de fondo para volver a comprar al otro día”.

La mayoría de los llamados “panaderos” en Santa Clara tienen más de sesenta años y se dedican a la venta ambulante por la baja remuneración que perciben a través de su chequera mensual. Casi todos contestan que la razón principal para dedicarse a un oficio tan agotador es la baja calidad de vida a la que se exponen: algunos viven solos, en precarias condiciones y sin posibilidad siquiera de comprar los medicamentos que exige su avanzada edad.

Producto de la escasez de harina en el país, dicha empresa redujo la elaboración diaria de panes, causa principal de que estos ancianos tengan que someterse a tantas horas de insomnio para alcanzar una cantidad mínima de mercancía. Tras el aumento de estos vendedores ambulantes, muchos han optado por trasladarse a las zonas rurales de la provincia donde no existen panaderías de este tipo conocidas popularmente como “especiales”.

Oliverio Méndez Águila, de 80 años, dice que tiene dos hijos, pero apunta que cada cual tiene su vida hecha. “Vivo solo, un hombre solo tiene que buscarse la vida con lo que pueda. Mi jubilación es de 122 pesos y tengo que pagarlo todo, hasta quien me lave la ropa y me limpie la casa. Cuando me empezó a faltar el aire tuve que dejar la albañilería. Tenía los pulmones muy malitos y así como estoy vendo pan desde el 2001 en un triciclo. Hace poco me dio un dolor muy grande en la ingle a las tres de la mañana cuando estaba esperando a que estuvieran los panes. Era una aneurisma, dijeron los médicos”. Oliverio también asegura que estuvo cuatro años en la limpia del Escambray y que cumplió misión internacionalista en Vietnam en 1975.

Para mantener los panes calientes estos vendedores confeccionan un cajón a base de poliespuma o aluminio y cinta aislante que adhieren a la parte trasera de sus bicicletas. Cuando el pan se refresca, lo organizan dentro de la caja para evitar que disminuya su tamaño. “La gente no te quiere comprar el pan de bola porque se escacha. Estos panes que están haciendo, cuando pasa una hora, se vuelven nada, una bola de masa que te la puedes tragar de un bocado y no te llena”, apunta Antonio, que se anuncia en las calles mediante un silbato para no tener que pregonar.

La patente que pagan Antonio, Mario y Oliverio les cuesta 40 pesos mensuales. “Como estamos viejos, no pagamos seguridad social”, dicen. “La calle está muy mala y hay cuidarse de los asaltadores o de que te de algo en medio de la noche y no tengas a quien llamar”, agrega Antonio. Casi todas las madrugadas estos viejos recorren varias panaderías de la ciudad para llenar su cajón con la mayor cantidad de panes posible.

“A veces sacan una tanda a las tres y otra a las cinco. Uno se queda esperando, y cogemos un repelón. Calcula tú lo que ganamos, aproximadamente, cincuenta pesos, lo equivalente a un pomo de aceite. Le resolvemos un problema a la gente que vive lejos. Las mismas madres se desvelan esperándonos para comprarle el pan del desayuno y la merienda a los niños. Esto nada más se ve aquí en Cuba. Somos viejos enfermos y mira lo que tenemos que hacer para vivir.”
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