En el otoño de 1983, la sublimación del ridículo alcanzó cotas inesperadas en las esferas del poder en Cuba. Una nota del gobierno redactada al mejor estilo estalinista, expresaba que un grupo de obreros cubanos que trabajaban en la construcción de un aeropuerto internacional en Granada, se abrazaron a la bandera y se inmolaron por la patria.
La cursi misiva oficial fue un Fake News mucho antes que Donald Trump pusiera de moda esa expresión. Recuerdo que la gente lloraba en los ómnibus, en los matutinos escolares y las reuniones del sindicato. Todo fue una burda mentira.
Los constructores nuestros se entregaron a la 82 división aerotransportada de Estados Unidos: de otra manera hubiera sido una matanza inútil. Pedro Tortoló, un militar enviado con urgencia por Fidel Castro para enfrentar con una cuadrilla de amateurs a un ejército entrenado, optó por abandonar la pretendida carnicería que ordenaba el comandante desde La Habana.
Nadie le pidió disculpas al pueblo por tamaña farsa. Como tampoco el régimen castrista se ha propuesto una valoración autocrítica por su antología de disparates, manipulaciones y groseras mentiras.
La revolución que en sus inicios conquistó a una parte considerable de la intelectualidad mundial, pudo ser humanista, democrática y autóctona. Pero Fidel Castro siempre supo a lo que jugaba. Quería el poder. Exportar la subvención y que su nombre se inscribiera en los anales de la historia. No por ser un estadista respetuoso de las leyes internacionales o creador de riqueza. No. Castro ambicionaba emular con Alejandro Magno, Napoleón o Julio César.
La mayoría de sus proyectos económicos fracasaron o cayeron en el olvido. Castro despreciaba la democracia. Desde los primeros meses de 1959 montó auténticos circos judiciales, intentando justificar la pena de muerte a sus opositores. Nunca le interesó gobernar para todos los cubanos. Solo aceptó a sus partidarios, aplaudidores y simuladores. No respetó a las minorías políticas.
Su legado lo mantuvo su hermano Raúl y es una prioridad en el gobierno del mediocre Miguel Díaz-Canel.
Otras dictaduras han sido más creativas. La soviética, cuando falleció Stalin, reconoció los crímenes del georgiano y sus equivocaciones en la conducción del gobierno. Incluso Mao también fue criticado por la dirección del partido comunista chino antes de emprender las reformas económicas en 1978.
La dictadura cubana apuesta por la autocomplacencia. Como si nada pasara. Ese ejercicio de poder pudiera ser fatal en el futuro. No reconocer los errores de Fidel Castro en materia económica, que se pudieran condensar en varios catálogos, más que una irresponsabilidad es una cobardía política.
La Cuba de Díaz-Canel quiere jugar a la amnesia y pasar página. Prefiere seguir con la puesta en escena política y la tramoya. Para «inmortalizar la obra del comandante eterno», las Universidades de La Habana y de Santiago han creado Cátedras Honoríficas dedicadas al estudio de su pensamiento. Antes de que finalice el año 2019, en la capital cubana debe quedar inaugurado el Centro de Estudios del Pensamiento de Fidel Castro.
La personalidad carismática de Castro I nunca la tuvo su hermano Raúl, tampoco la tienen los actuales dirigentes cubanos. Son funcionarios grises de escasa creatividad y sin dotes de estadista. Esteban Lazo, presidente del monocorde Parlamento y ahora también del Consejo de Estado, es una vergüenza pública. Sufre para leer una simple nota. Es el ejemplo perfecto de que en Cuba se prioriza la incondicionalidad política antes que el talento.
Las puestas en escena funcionaron en un determinado período. Probablemente hasta finales de la década de 1980, cuando una parte significativa de la población todavía apoyaba a los Castro. Una etapa donde no existía internet, no había teléfonos móviles y el régimen controlaba la información con puño de hierro.
Pero luego las cosas cambiaron. Con la llegada del Período Especial, una cruenta crisis económica que provocó un retroceso mayúsculo en educación, deporte y salud pública, las tres joyas de la corona de la revolución, paulatinamente los cubanos de a pie han dejado de creer en el sistema.
No se guie usted por las votaciones favorables y marchas multitudinarias de supuesto apoyo al régimen. A 60 años de la instauración de un gobierno revolucionario el 1 de enero de 1959, un porcentaje significativo de la población hoy forma parte del teatro bufo que aparenta apoyar a las instituciones gobernantes.
Puro espejismo. Si lo burócratas y ministros caminaran por los barrios de la Isla, verían que los números no cuadran con las opiniones de la gente en la calle. Y comprobarían que se mantiene la indiferencia y la simulación.
Seis décadas después, muchos ya no confían en el Estado. Lo ven como un adversario. Los cubanos que desayunan café sin leche, no creen que el gobierno pueda construir cien mil viviendas en diez años, mejorar la producción y distribución de alimentos, el transporte público y el abasto de agua.
La mayoría de los cubanos son conscientes de que detrás del discurso de patria o muerte, sacrificio y ahorro hay una casta de altos funcionarios del partido comunista que viven como burgueses en residencias situadas en zonas elitistas de la ciudad, se mueven en autos a los cuales nunca les falta combustible y sus hijos o nietos pueden estudiar y vacacionar en el extranjero.
A diferencia de otras naciones, cuyos ciudadanos optan por hacer huelgas y protestas públicas, los cubanos han optado por esperar a ver qué pasa. Meter cabeza, a ver si les cae un buen negocio, legal o ilegal, que les permita sobrevivir en las duras condiciones del socialismo verde olivo. Y en última instancia emigrar.
La revolución, con sus consignas y promesas conforman el atrezzo. Díaz-Canel nunca engañó a nadie, a quienes lo vieron o imaginaron como un reformista, desde el principio afirmó que su línea de trabajo era la continuidad.
En su último discurso fue claro. Retomando una frase de Fidel Castro, expresó que la revolución no es una lucha por el presente, si no por el futuro. Lo fue siempre y lo es ahora. La gente en la calle captó el mensaje. La revolución, a fin de cuentas, es ciencia ficción.
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