El censo más reciente indica que tres de cada 10 cubanos son negros, mulatos o mestizos.
Entre los criterios que escucho y que me hacen sentir preocupado respecto al futuro de la nación cubana, están los relacionados con el racismo. Ese mal, y las formas de reaccionar a él, cada vez se hacen más agudos.
Asombra cuán fracturada sienten algunos la nación cubana. Por incompleta y excluyente, muchos no pueden identificarla como propia.
La historia oficial, la de los vencedores, la dominante, es cuestionada, sobre todo por los afrodescendientes. He escuchado a algunos que proclaman a los cimarrones, y no a los mambises, como los primeros cubanos que lucharon por la libertad. A quienes consideran que la verdadera intención de Carlos Manuel de Céspedes al liberar a sus esclavos fue utilizarlos como carne de cañón. Los que preguntan por qué la quema de Bayamo tiene necesariamente que ser más importante que la conspiración de Aponte.
Hay quienes quieren que bajen, por racistas, del pedestal de bronce, a los generales del Ejército Libertador que impidieron que llegaran expediciones con armas a occidente para que Antonio Maceo quedara atrapado en una ratonera, a merced de las tropas españolas. Comparan el temor a los negros de esos generales mambises con el miedo enfermizo a que se produjera en Cuba otro Haití que sintieron los patricios criollos de inicios del siglo XIX (Arango y Parreño, Saco, Del Monte, Luz Caballero).
Hay los que no olvidan que la bandera cubana vino en una expedición anexionista. A algunos les disgusta el himno de Bayamo por parecerles demasiado bélico, regionalista y plagiado de Mozart.
Están los que no perdonan la masacre de miles de negros por el ejército de la república, en 1912.
No hay que aguzar demasiado el oído para sentir un No tan sordo resquemor por las burlas -aun las aparentemente más inocentes- y vejámenes que han tenido que soportar los negros bajo una revolución que se proclama marxista-leninista, fidelista, martiana, guevarista, y que dio por resuelto el problema del racismo.
La mayoritaria población negra de los barrios marginales, los solares y las cárceles, los jóvenes en su mayoría negros condenados por la ley de peligrosidad social predelictiva, perciben como racista a la sociedad cubana.
También la perciben así mestizos que por el color de su piel pudieran pasar por blancos, que son parte de parejas interraciales, personas que uno supone que no han sentido en toda su crudeza los embates de la discriminación. Pero la sufren. Y mucho. Sólo hay que oírlos hablar para comprender la magnitud del problema. Y no son poses de víctimas. ¡Cuán humilladas y vejadas tienen que haberse sentido durante todas sus vidas para hablar con ese dolor!
Pero los mandamases, que dan por resuelto el problema gracias a la revolución, se niegan a escuchar. ¿Qué van a escuchar ellos, si hay ciertos Tío Tom, que de tan sumisos, ni se han enterado de que los discriminan?
Se entenderían mejor a sí mismos los negros que niegan su identidad, los que se desrizan el pelo y quieren “adelantar la raza”, los que se dejan dividir por su fenotipo, los que se dicen blancos a la hora de declarar la raza en los censos de población, los que se esfuerzan por diluirse en un mestizaje blanqueado, sexy, falsamente postrracial.
Están los que piensan que el problema racial en Cuba -si aceptan que existe- se resolverá simplemente con la democracia y la implementación de leyes justas. ¡Como si fuera tan fácil!
Todavía para los cubanos, especialmente los cubanos blancos o que dicen serlo, sigue siendo un tema incómodo el de la discriminación racial. Los castristas dicen que discutir al respecto socava “la unidad frente al enemigo imperialista”. En la oposición y la sociedad civil contestataria hay muchos que consideran que la lucha por la reivindicación de los negros crea desunión entre los que luchan por la democracia, y en contra de un régimen que pisotea los derechos tanto de los negros como de los blancos.
Argumentos tales como que “ser cubano es más que ser blanco o ser negro”, han sido repetidos desde los tiempos de la Guerra de Independencia, empezando por José Martí. Pero no por ello nuestra nación ha sido más inclusiva. Convenientemente manipulados, esos argumentos han servido para neutralizar a los discriminados y encima de eso, hacerlos sentir culpables cuando se quejan.
Después que Fidel Castro declarara el fin del racismo, se hizo impensable que un negro pudiera estar en contra de la revolución. Debían estar eternamente agradecidos, ya que según aquella frasecita rabiosamente racista, “ la revolución les había cortado la cola, los había bajado de los árboles y los había hecho personas”.
No se asombre por esa frasecita. Cualquier cubano conoce los chistecitos y refranes de negros. Como ese de que “si no la hacen a la entrada, la hacen a la salida”.
También están los mitos sexuales, los prejuicios, los clichés (los negros sólo sirven para la música y el deporte y para atraer turistas con el folklore y la brujería). Y la mala fama: que si son chusmas, vagos, problemáticos, propensos a delinquir, etc. Pregúntele a los agentes de la Policía Nacional Revolucionaria.
Y que nadie niegue la existencia del racismo basado en la cantidad de parejas interraciales y el mestizaje resultante, porque al respecto está aquello de “los piolos”, “los blancos y las blancas sucias”, lo de “adelantar la raza” y las quejas de las madres y abuelas que se aterran ante la posibilidad de tener que “peinar trencitas”.
Hoy, algunos altos dirigentes y los Tío Tom con permiso oficial para opinar al respecto, reconocen la persistencia del problema racial, pero explican que se trata básicamente de un problema cultural. Y tienen razón. Solo que con tales admisiones no basta para desarraigar los prejuicios raciales que impregnan el imaginario colectivo de los cubanos.
Pese al creciente mestizaje que se observa, en la población cubana, según los datos del último censo de población, predominan los blancos. Recordemos que en los censos, las personas, si no tienen rasgos ostensiblemente negroides, suelen declararse blancos.
Y las muchachas y muchachos que no son blancos, se esfuerzan en aparentarlo, que para eso están el desriz, la keratina y el recurso de no coger demasiado sol y pelarse bien rebajado, para que “la pasa por pelo pase”. Ojalá pusieran en otros asuntos el mismo empeño que ponen en negar o disfrazar su identidad.
No quiero dramatizar con el tema del racismo. Cuba no es la Alabama de hace 60 años ni la Sudáfrica del Apartheid. Doy la razón a los que se oponen a crear más divisiones de las que ya hay en la oposición y desviar la atención del objetivo principal, el fin de la dictadura. En democracia iremos resolviendo los demás problemas, dicen. De acuerdo. Pero es que se están acumulando muchos, demasiados problemas. Y el racial no es el menor de ellos.
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