Por Esteban Fernández.
Todo fue color de rosa para ellos. No tenían ningún mérito en la lucha contra Batista, pero eso fue absolutamente perdonado y ocultado. Habían sido delincuentes comunes o vagos consuetudinarios, pero eso quedaba relegado ante unos gritos y aspavientos de “¡Viva Fidel!”
Todas las injusticias cometidas por ellos eran justificadas ante sus ojos gracias a la envidia y odio por todo el que triunfaba. De delincuentes, de marihuaneros, para sorpresa de todos y de ellos mismos, pasaban a ser policías, soldados, milicianos y hasta comisionados municipales.
De sentirse marginados por la sociedad pasaban a ocupar un puesto gubernamental. De lumpen pasaban a tener un carnet del G2 y una pistola en la cintura.
¿Trabajar? No, no tenían que trabajar, solo actuar como si estuvieran haciendo algo, perseguir a todo el que se rebelaba, chivatear a todo el que les luciera sospechoso de algo, o a quienes desde niño les envidiaban hasta una bicicleta un 6 de enero.
Un alarde de cortar caña, participar en un mitin relámpago en un parque, arrestar a un vecino, poner delante de su fachada un letrero de Comité de Defensa, les otorgaba la distinción de recibir unas migajas más que el resto de la población.
¡Qué insana alegría la de entrar en la casa de un envidiado coterráneo, hacerle un inventario, registrar todo, y abusar de una familia que su único delito era intentar salir de aquel infierno!
Al pariente, al amigo de la familia, al benefactor, que les había dado la oportunidad de laborar en su negocio, ahora les pagaban, alegrándose del robo de la empresa y aceptar con orgullo los cargos de interventores.
De carteristas, expendedores de drogas, jamoneros en las guaguas, pasaban a fajarse por recibir unos pesos más si participaban en las escuadras de fusilamientos, o a ser guardias abusadores en una de las cien mil cárceles que ahogaban a los ciudadanos a base de torturas y bayonetazos.
Con una facilidad que daban ganas de vomitar gritaban “Paredón”, escupían a las monjitas que echaban del país, y derriban las efigies de los Santos en todas las iglesias del país.
Pero un día aciago (aciago para ellos) la URSS se fue a la bancarrota, la nación se vio sumida en la más absoluta miseria, y un grupo pequeño de mayimbes y pinchos quisieron mantener sus grandes privilegios. Y los sacrificaron a ellos.
La salvación, la forma de mantener la piñata, era acudir a aquellos abusados y defecarse en los abusadores. Y los esbirros de quinta categoría quedaron relegados y abandonados a su suerte. Eran absolutamente desechables.
Llegaron a la Isla rozagantes y triunfantes los que ellos habían convertido en parias, en víctimas de miles de abusos.
Con dinero, trayendo divisas, y pudiendo entrar en playas, lugares de diversión, Tropicana, Varadero, la Bodeguita del Medio, paladares, hoteles de lujo, a los cuales ellos no tienen ni derecho a barrer los pisos allí.
Los obligaron a besarles el trasero a los gusanos convertidos en mariposas que ellos habían despedido con gritos de “¡Que se vaya la escoria, no los necesitamos, no los queremos!”
Y recorren todos los pueblos de la isla con las ropas harapientas, pedigüeños, sin recibir ayuda médica, sin tener amigos en el extranjero que los socorra. Y aquel esbirro que tanto daño trató de hacerme les dice a los visitantes: “Dile a Estebita que hizo muy bien en irse”.
Y no se sorprendan con lo que les voy a decir: ¡Ni Hitler le hizo eso a sus tropas de choque ni a su Gestapo!
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