jueves, 31 de octubre de 2019

Fidel Castro no tiene estatuas.

Por Luis Cino.

Fidel Castro; Cuba;

Tal vez para impedir que un día sus enemigos  pudieran derribarlas y profanarlas, Fidel Castro nunca quiso que le erigieran estatuas.

En 1959, a pocas semanas del triunfo revolucionario, ordenó retirar de la calle 41, cerca de Columbia, el campamento militar de Marianao,  la estatua que le había hecho el escultor italiano Enzo Gallo y anunció una ley para evitar le rindieran culto a su persona.

Antes de su muerte, ocurrida el 25 de noviembre de 2016, dejó dispuesto que no se le hicieran monumentos y que su nombre no fuese utilizado para bautizar cosa alguna.

En Cuba no hay estatuas de Fidel Castro. Ni falta que hace. No las necesita.  Su rostro barbudo, generalmente con 20 años menos de los 90 que tenía cuando murió, está presente a cada paso en todo el país: en la primera plana de los periódicos, en la TV, en vallas y carteles en las calles, en fotos colocadas en sitios prominentes en oficinas, escuelas, hospitales o cuarteles de la policía. Desde enero de 1959 siempre ha sido así.

Es difícil creer que Fidel Castro se propusiera evitar el culto a la personalidad y que lo endiosaran como a Mao Zedong.

Terco, incansable, Fidel Castro, dando órdenes y opinando de todo, estaba presente en todas partes, lo mismo en los congresos científicos que en los partes meteorológicos del NTV en tiempo de huracanes.

Nadie osaba contradecirlo: sus órdenes, por insólitas que fueran, no se discutían.

Sus discursos duraban horas. Tres, cuatro, más. Y lo mismo hablaba de economía que de política internacional o de ganadería.

Poco antes de su retiro, en el programa televisivo Mesa Redonda, llegó a explicar cómo usar las ollas chinas y a recomendar poner  los frijoles en remojo varias horas antes de cocinarlos.

Siempre era ensalzado, considerado infalible. Era la personificación del Gobierno, el Estado, el Partido; la encarnación de “la Patria, la Revolución y el Socialismo”. A él había que prometerle fidelidad y agradecerle fervientemente  todos y cada uno de “los logros de la revolución”.

En sus últimos diez años, luego que enfermara y legara el poder a su hermano Raúl Castro, no le hizo mucho favor la imagen de un anciano testarudo y frágil que escribía  confusos y deshilvanados  editoriales, aquellas reflexiones que firmaba el Compañero Fidel y que aparecían en la primera plana del periódico Granma,  en las que, abusando del corta y pega, hacía predicciones apocalípticas para la humanidad.

El culto a Fidel Castro volvió a reforzarse con su muerte. El recuento póstumo de sus hechos y discursos fue lo que necesitaba para oxigenarse.  La muerte vino a ser  el segundo aire que, desesperadamente, necesitaba su mito.

Los funerales del Máximo Líder, a lo norcoreano, duraron nueve días. Como mismo no quiso estatua, tampoco quiso que lo embalsamaran como a Lenin.

La roca que guarda sus cenizas en el cementerio santiaguero Santa Ifigenia, cerca de las tumbas de  José Martí, y  Carlos Manuel de Céspedes, tiene guardia de honor permanente y es lugar obligado de peregrinación para los fieles al castrismo.

Ese monolito funerario es una tarea pendiente para los anticastristas acérrimos. Como no tendrán estatuas para derribar,  no se resignarán a la vecindad de Fidel Castro con Martí y Céspedes. Puede que un día, como han hecho en España con Franco, decidan exhumar sus cenizas y trasladarlas a otro lugar, vaya usted a saber a dónde.  Ese día, dada la persistencia de los  mitos, como mismo los franquistas cantaron “De cara al sol”, no dudo que haya nostálgicos que vuelvan a gritar: “Pa´ lo que sea, Fidel, pa´ lo que sea…”
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