Disculpadme, contrarrevolucionarios lectores, si comienzo mi artículo con una cita de Fidel Castro, pero hay que comenzar por el principio y es obvio que los latinoamericanos que se lanzan hoy a las calles revolucionadas de Latinoamérica le creyeron el cuento a ese elocuente gallego de Birán convertido en leguleyo y demagogo gracias a la movilidad social ascendente y al fabuloso sistema de educación de una república que producía abogados y políticos como si fueran tamales. Esa misma república que nuestro cuentista arruinaría, relegándola a un olvido tan perfecto que quienes oyen hoy el cuento, olvidan que Fidel Castro fue el más extravagante y sofisticado producto de ella.
Nunca sabremos a ciencia cierta si fue el traidor de Jorge Mañach quien escribió esas líneas inmortales o, en un arranque de inspiración, el mismo abogadillo de bufete, nuestro narrador en Jefe, pues cualquiera diría que tan bellas letras han salido de La Edad de Oro:
Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya solo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y el pueblo palpitaba de entusiasmo.
¡Qué belleza, y qué extrañeza! Porque hoy sabemos que un pueblo palpitante es una cosa terrible. Podemos contar siempre con la eficiencia y predictabilidad de la sangre fría, creadora de instituciones estables y felices, como también podemos estar seguros de que nada bueno sale de una época de la que se dice que “palpita de entusiasmo”. A la inmigración irrestricta puede señalársele por lo menos una lacra: la introducción de lo palpitante en las sociedades frías y desalmadas, en las culturas razonables.
Por el contrario, los fríos y calculadores yanquis inocularon a la joven Cuba de 1898, recién salida de la barbarie española, con una saludable dosis de templanza: elecciones cada cuatro años; inspecciones de egresos e ingresos so pena de intervención; instrumentos legales contra el caudillismo; cierre de las plazas de toros y su sustitución inmediata por soberbios y sobrios estadios de pelota.
La Enmienda Platt fue la medicina que nos convirtió en una nación inmunizada, la que nos hizo una cultura excepcional. Ya no hubo más machetes al aire, cabezas de toro en las paredes de los antros, ni homicidios provocados por un jonrón.
Ah, pero, entonces, cuatro décadas más tarde, nuevos españoles con el arma envenená por la cruel derrota de su Guerrita Civil desembarcaron en La Habana y, sin más dilaciones, se conjuraron con los hijos de otros españoles con el arma aún más envenená por haber sufrido en carne propia la destrucción del Imperio. El soviet de Cataluña y el ala radical de la reacción gallega, importados por Batista a la Isla del Ensueño, crearon un ambiente caprichosamente goyesco, desdichadamente ignaciano. Y así comenzaron las protestas que trajeron una dictadura y una pobreza mucho peores que el retraso y la dictablanda de la que habían huido nuestros padres ibéricos.
¡Y qué protestas señores! Al año del golpe de estado batistiano, y sin haber matado Fulgencio ni una mosca, los protestantes asaltaban un cuartel y pasaban por las armas a medio centenar de mulatos beodos. ¡Eso fue solo el comienzo! Hubo noches de cien bombas, viejos, mujeres y niños con extremidades voladas, secuestros, asaltos, huelgas y atracos al por mayor. Los Bayo y los Menoyo, veteranos de la inconclusa contienda peninsular, traían con ellos una roña y una mala leche para las que Cuba, tras medio siglo de modorra excepcionalista, no estaba preparada.
Del intervencionismo yanqui podrán decir lo que quieran: lo prefiero al batallón de argentinos y variados latinoamericanos que desembarcó en nuestras playas una vez que las tropas de protestones, con el gallego leguleyo a la cabeza, alcanzó la victoria (una victoria que sería para siempre). ¿Y qué decir de la desgraciada coincidencia, en la misma plaza y el mismo tiempo, de Guevara, Neruda, Walsh, Benedetti, Rozitchner, Segre, Eguren, William Cooke, Gaggero, Martínez Estrada, Masetti y Viñas? Si en los años cincuenta existió algo llamado la “traición Frondizi”, no es menos cierto que la pobre Cuba padeció la “traición Cortázar”, la traición “Marechal”, la traición “García Márquez”, la traición “Niemayer”, la traición “Guayasamín”, y la traición “Allende”.
¿Acaso no nos deben una reparación los argentinos por haber vulgarizado nuestra dictadura? ¿No fueron los argentinos los autores intelectuales del castrismo, al menos en su versión romántica sudamericana? Ellos, que protestan por todo, ayudaron a acallar cualquier disenso en Cuba -para siempre-. Los que hicieron de la palabra “dictadura” un argentinismo, todavía se niegan a usarla cuando se trata de nuestro país. A quienes pregunten por qué no hay protestas en La Habana, podemos responderles con toda confianza: ¡por culpa de los latinoamericanos!
Es por eso que somos los únicos seres del planeta que desconfiamos de los benditos protestantes latinoamericanos-al menos, de este tipo de hipócrita-. La pregunta es, ¿cómo se consigue pasar en tan corto tiempo de la protesta generalizada a la obediencia absoluta? La respuesta es: por culpa del “palpitante entusiasmo”.
Es curioso que no haya existido entusiasmo por el batistato, por el trujillato, ni por el videlato, mientras que nuestra patria, penetrada por la amargura foránea, palpitó como una perra en celo. Hablo de la ruinera de una nación que necesitó a un gran hombre (“un Tiberio Graco”, lo llamó Martínez Estrada), hablo de un pueblo que reclamó a gritos el latigazo de un comandante. Una cultura que demandó en las plazas el paredón para los ricos. La Cuba batistiana, la de la Constitución del 40, los casinos, los rascacielos y las radionovelas, deseó ser dominada, humillada y sodomizada, y no por los yanquis con su sang froid, sino por la pasión venérea de los gitanos profesionales.
Subida al escenario de la taberna que tiene la bandera española a las puertas, nuestra joven bailaora se entregó a los extranjeros: Cuba es ese deplorable tablado donde José Martí rehusó entrar. Adentro todavía grita una coalición de gallegos eternizados en el poder. Los antiguos protestones, transformados en administradores de protestas, crearon un teatro donde se raciona y coreografía la unanimidad: un Protestódromo.
Había una vez una república… De esas cinco palabrotas debidas a nuestro Cuentista Máximo los latinoamericanos deberían sacar una lección de sobriedad.
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