Por Iván Garcia.
Había una escalada por parte de los servicios especiales en contra de la disidencia pacífica y periodistas libres. En 2002, Castro convocó un referéndum para blindar el socialismo verde olivo. Fue su respuesta a la petición del Proyecto Varela presentada a la Asamblea Nacional por el opositor Oswaldo Payá Sardiñas, que respaldada con más de diez mil firmas y amparándose en la Carta Magna, solicitaba a la legislatura hacer reformas constitucionales.
Ya en 1999 Fidel Castro había promulgado la Ley 88, un fárrago jurídico que aprobaba condenas de más de 20 años a los disidentes y periodistas independientes, bajo el pretexto de desestabilizar el status quo.
Fidel Castro en persona se presentaba en los estudios de televisión y leía una lista con nombres de opositores que supuestamente tenían contacto con diplomáticos de Estados Unidos o la República Checa.
Se vislumbraba que algo se cocinaba en las alcantarillas del poder. Los ataques mediáticos del régimen eran mísiles especialmente dirigidos a los líderes opositores Oswaldo Payá Sardiñas, Martha Beatriz Roque, Oscar Elías Biscet y el poeta y periodista Raúl Rivero.
Meses antes de la razia contra la disidencia, en un acto en el teatro Karl Marx, un furioso Fidel Castro amenazaba a la oposición. “Después no digan que no se les advirtió. No permitiremos que los mercenarios hagan su labor impunemente. Aunque no vamos a matar mariposas a cañonazos”, expresó.
Cuando el 18, 19 y 20 de marzo de 2003, los operativos relámpagos irrumpieron violentamente en los hogares de más de 80 disidentes en toda la isla, marcaban el inicio de detenciones quirúrgicas con el afán de destruir a la oposición.
Fue una jugada bien diseñada. Los cintillos de la prensa internacional estaban enfilados en Irak, donde el presagio de guerra era inmediato. Según los cálculos de Castro, la administración de George Bush hijo se iba a empantanar en una costosa y desgastante guerra con el dictador Sadam Husein.
No fue así. En algo más de un mes, las tropas de Estados Unidos y sus aliados, en una fulminante ofensiva, derribaron la estatua del tirano en Bagdad. Y a pesar del fragor de la guerra, en la prensa mundial no pasó inadvertido el encarcelamiento de decenas de opositores en la isla.
La campaña internacional fue formidable. El gobierno de La Habana no esperaba semejante reacción. Algunos amigos de Castro, como el escritor portugués José Saramago o Eduardo Galeano, criticaron las detenciones. Saramago fue drástico: “Hasta aquí he llegado”, afirmó, y abandonó el barco de los compañeros de viajes que apoyaban la causa del barbudo cubano.
En un principio las detenciones llegaron al centenar de disidentes. Luego la lista se quedó en 75. Sacando cuentas como un viejo bodeguero, las conjeturas de Castro se basaban en que la administración de Bush iba a negociar la liberación de ‘sus mercenarios’ y realizar un canje por los 5 espías presos en Estados Unidos.
Para Castro, resultaba un intercambio razonable. A razón de quince ‘gusanos miserables’ por cada espía. Tal vez recordó el año 1961, cuando Kennedy canjeó por compotas y papillas de cereales a más de dos mil soldados anticastristas detenidos en la isla después del fiasco de Bahía de Cochinos.
El tiro salió por la culata. Fue un burdo error político. Los líderes mundiales exigieron la liberación de los disidentes. Y Estados Unidos y la Unión Europea dieron una nueva vuelta de rosca a las sanciones económicas contra Cuba.
Castro huyó hacia adelante. Y aprovechando el caso de tres cubanos que habían secuestrado una embarcación de transporte, decidió enviar un mensaje de miedo a la población que por esos días, en su afán de alcanzar las costas de la Florida, escapaban a como diera lugar. En un juicio sumario condenó a pena de muerte a tres jóvenes negros que residían en barrios pobres de La Habana.
Fue la tapa al pomo. Disidentes y cubanos de a pie pensaron que Castro había enloquecido. Mientras, los disidentes y periodistas independientes vivíamos con la angustia sujetada a su espalda. Yo andaba con una cuchara y un cepillo de dientes en el bolsillo trasero del pantalón.
En cualquier momento mi detención estaba esperando mi detención. Por suerte no aconteció. El teléfono estuvo cortado varios días. Todos teníamos miedo. Aún recuerdo, cómo olvidarlo, una apesadumbrada Blanca Reyes, esposa de Raúl Rivero, describiendo el registro y posterior detención de Rivero.
Las evidencias eran sus poemas crónicas periodísticas y poemas. Una máquina de escribir Olivetti, libros de escritores universales y fotos de sus hijas, familiares y amigos. Lo arrestaron en el apartamento donde residía el matrimonio, en La Victoria. Un barrio duro. Cuna de jineteras, chulos y buscavidas. Gente sin futuro que no aplaude con entusiasmo la cháchara de Castro. Fue en uno de esas barriadas marginales del centro de La Habana donde estallaron los disturbios del 5 de agosto de 1994, conocidos por el maleconazo.
La tarde del jueves 20 de marzo, cuando detuvieron a Raúl Rivero, la calle estaba repleta de vecinos y curiosos. Al montar a Rivero en un auto ruso con las manos esposadas, como si fuese un terrorista, algunos vecinos indignados comenzaron a gritar “abusadores” y “libertad”.
Diez años después de la Primavera Negra, los operativos para destruir a grupos opositores, periodistas independientes y blogueros alternativos se han multiplicado. Quiens desde 1995 hemos apostado por la democracia y la libertad de expresión seguimos adelante. Aquí estamos.
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