Por Gabriel H. Pereyra.
En julio de 1989 el gobierno de Fidel Castro ejecutó al general Arnaldo Ochoa y al coronel Antonio de la Guardia por delitos vinculados al narcotráfico. Hubo consternación y se instaló por un tiempo la discusión sobre la pena de muerte y los alcances de la misericordia y respeto de los de derechos humanos por parte de la revolución cubana, o sea, de la dictadura que lidera Castro.
Ochoa era un héroe de la revolución, había estado con Fidel en Sierra Maestra cuando los barbudos eran unos pocos soñadores contra la dictadura de Fulgencio Batista. Durante el juicio, que fue televisado y que duró más de un mes, el propio Ochoa pidió la pena de muerte por haber traicionado a la revolución y haber traficado con cocaína.
Ya entonces los más desconfiados señalaban que Ochoa se perfilaba como un hombre fuerte dentro del régimen y que podía hacer sombra a los hermanos Castro. Para cualquier analista imparcial el accionar de Ochoa y de otros militares cubanos se presentaba suicida en medio de un régimen policíaco como el cubano y la duda que quedó flotando fue que habían estado recaudando para la corona. En Montevideo aparecieron pintadas bromeando con el hecho de que la revolución y la cocaína se mezclaran: “Ochoa, de tus manos tomamos la jeringa”.
Pasados los años, algunos autores que escribieron sobre la vida de los narcotraficantes colombianos dieron cuenta del estrecho vínculo que estos mafiosos tuvieron con el régimen de Castro.Pero hace unos meses apareció un libro publicado por la editorial Debate en el que Ayda Levy, viuda de Roberto Suárez Gómez. el boliviano conocido como “el rey de la cocaína” en los 80 y 90, cuenta en detalle cómo se dio el vínculo del general Ochoa con los narcos de la región.
Suárez Gómez no tuvo la fama de otros narcos que actuaron de manera más resonante pero jugó un papel central en el inicio del tráfico de cocaína hacia Estados Unidos ya que poseía inmensas propiedades de territorio donde se cultivaba hojas de coca, la materia prima del adictivo polvo blanco.
Suárez Gómez provenía de una familia de multimillonarios con negocios en haciendas, caucho y ganadería y casi puso de rodillas a los pesados capos colombianos que le pedían precios más bajos por la hoja o por la pasta base de cocaína. Suárez Gómez decía que el dinero que entraba por esta vía combatía la pobreza en Bolivia y propuso al gobierno de su país pagar la deuda externa.
En el citado libro su viuda cuenta relatos que lo vinculan con el asesino nazi Klaus Barbie, con el corrupto coronel estadounidense Oliver North y con el banquero de la mafia y vinculado al Vaticano, Roberto Calvi.
En uno de los capítulos Levy cuenta que Suárez Gómez y el narco colombiano Pablo Escobar viajaron a Cuba y se entrevistaron con el mismísimo Fidel Castro para cerrar un negocio: Cuba permitiría pasar por sus cielos y playas a aeronaves que llenaban con cocaína a los Estados Unidos. Los narcotraficantes le pagaban a Fidel un millón de dólares por día.
Levy cuenta que Fidel dispuso que el contacto directo con su marido lo estableciera el general Ochoa. Cuenta Levy que Fidel dijo: “Ochoa, me cuidas a estos señores con tu vida. A partir de hoy, ellos valen más para Cuba que Vasili Kuznetsov y el Sóviet Supremo juntos”. El líder cubano aludía a la decadente ayuda que los soviéticos le daban a Cuba por esos años.
En 1989 algo falló. No se sabe a ciencia cierta por qué, ya que en las dictaduras suele pasar eso, no se sabe casi nada, el gobierno puso a Ochoa y a otros militares en el banquillo. Según lo que ahora se empieza a conocer, Fidel sabía que Ochoa tenía contacto con los traficantes, él se lo había ordenado, a pesar de lo cual lo hizo ejecutar en una madrugada cubana acusándolo de haber violado los principios sagrados de una revolución que en algún momento aspiró a construir "el hombre nuevo".
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