Por Iván García.
Es probable que la saga de un gobierno de cinco décadas y media protagonizada por los hermanos Castro esté corriendo su último rollo. Por favor, siéntese en las lunetas, si desea ver el final de la película.
Fidel Castro y su revolución despiertan sentimientos encontrados. Para sus seguidores, Castro es un ícono de rebeldía y el estadista más notable del siglo XX.
Sus enemigos están convencidos que es un autócrata de libro. Un caudillo iluminado que ha destruido las estructuras económicas e institucionales de Cuba.
El concepto de democracia moderna es un galimatías en la isla. Castro instauró a mediados de los años 70 un parlamento de corte popular que en apariencia gobernaría el país.
Los poderes populares tuvieron a la provincia de Matanzas como balón de ensayo. Luego, en los años 80, comenzó aplicarse a lo largo de todo el país. El régimen de La Habana lo considera un método auténticamente democrático.
Está conformado por delegados de barrios que eligen a mano alzada los vecinos de un distrito. Estos delegados se integran a un comité municipal. Luego una comisión elige a los representantes con ‘mayores meritos revolucionarios’ para integrar el futuro Parlamento Nacional. Y elecciones generales ratifican a los futuros parlamentarios.
Estos diputados son los que votan de forma secreta al Consejo de Estado y el presidente. En la práctica, los poderes populares no han demostrado eficacia a la hora de gestionar los problemas de su comunidad.
Tampoco muchos ciudadanos se ven representados en timoratos diputados que no plantean en las Asambleas Legislativas muchas de las inquietudes del cubano de a pie. El Parlamento Nacional es un coro monocorde que controla y manipula los hermanos Castro. Todas las leyes o regulaciones se aprueban por unanimidad.
Y es el gobierno quien decide qué se debe hacer. Los diputados retocan una frase de algún proyecto de Ley. Pero al final, es Raúl Castro quien marca el rumbo a seguir por el país.
Cuba ha sido gobernada durante 54 años por los hermanos Castro. Muchos opinan que sus administraciones son idénticas como dos gotas de agua. No lo creo. Mientras Fidel ignoraba olímpicamente los estatutos y se consideraba por encima de cualquier ordenanza, el General Raúl Castro, intenta crear un ambiente de respeto a las instituciones y las normas.
Las primeras medidas de Castro II fue barrer la casa. Cambió todos los muebles posibles. Los hombres leales a su hermano fueron jubilados o cayeron en desgracia. Raúl cerró ministerios corruptos e ineficaces. Levantó prohibiciones absurdas como la venta de casa y autos. Permitió que los cubanos pudieran hacer turismo en su propio país, tener celulares y reformó la rígida ley migratoria cubana de la época de guerra fría.
No lo hace por instinto demócrata. No. Si no hacía cambios de corte moderno, el descontento y la indignación popular podría volverse inmanejable.
El General no miente cuando en su discurso del 24 de febrero, en la clausura de la octava asamblea del Parlamento cubano, expresó que a él no le entregaron el gobierno para destruir el socialismo.
Entiéndase por socialismo a grupos de empresarios militares y hombres de confianza del régimen, que de un mordisco controlan el 90% de los sectores estratégicos de la economía nacional.
En Cuba funciona un formidable aparato de capitalismo de Estado mezclado con un discurso de corte socialista. Aunque se ha ido desmontado un segmento importante de subsidios, el gobierno garantiza la salud pública y educación gratuitas, ambas en franco retroceso cualitativo.
La misión de Castro II es llevar a la revolución de su hermano Fidel a puerto seguro. Perpetuar su obra. En pos de que el socialismo criollo sea irrevocable, el gobierno actual está abocado a un proyecto de reformas económicas que permita soltar lastre al abultado aparato estatal.
Aunque las optimistas cifras macroeconómicas no acaban de aterrizar en la mesa de comer de los cubanos. El gran problema de las tímidas reformas raulistas es su génesis. Las leyes al trabajo particular ponen demasiado contrapeso para que las personas no acumulen mucho dinero.
No puede ser efectiva una reforma económica donde se ve como delincuentes a quienes generan riquezas. Los cambios en Cuba son lentos. Manejados por el régimen para no perder el control de la situación social y política.
Las reformas son como un cuartucho sobre un pantano. Algunas cosas han cambiado en estos cinco años. Pero no tanto como se quisiera y se necesita. Hay más libertades individuales sobre la propiedad. Y la gente puede intentar vivir trabajando fuera del aparato estatal.
Pero en esencia, la autocracia es la misma. La oposición es ilegal. Y los críticos abiertos del statu quo son vigilados por la policía política y reciben andanadas de insultos en los medios oficiales.
La nueva Asamblea Nacional, conformada por 612 diputados, trajo caras nuevas, un mayor número de mujeres y negros, pero se mantienen el estilo de ordeno y mando y la unanimidad en la toma de decisiones.
Es un legislativo de attrezzo. La noticia es que el General Raúl Castro gobierna en su último mandato. Y ha elegido a su delfín: Miguel Díaz-Canel, a partir de ahora el primer vicepresidente de la nación, en sustitución de Machado Ventura.
La suerte de Cuba invariablemente va a cambiar. Habrá que ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Cinco años en política es mucho tiempo. Los líderes históricos de la revolución sueñan con diseñar una sucesión que se extienda por 100 años.
En la isla ya creen que están viviendo el final de la película. Otros solo piensan en largarse, mientras más lejos mejor. Para unos, la democracia está al doblar de la esquina… después de los funerales de Fidel Castro.
No son pocos los que consideran que en el 2059 estarán aplaudiendo en la Plaza de la Revolución a un heredero del castrismo. Pronosticar en política es arriesgado. Pero usted también puede hacer sus apuestas.
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