miércoles, 10 de julio de 2013

Cuba sin Chávez.

Por Alcibíades Hidalgo.

Cuba se encuentra ya frente al temido escenario de un mundo sin Hugo Chávez. En La Habana, afirman las crónicas, los más pesimistas acumulan velas para enfrentar los venideros cortes de energía que traerían -quizás tan pronto como en el próximo verano- los insoportables “apagones” que junto a la “Opción Cero” y otros términos de la neolengua revolucionaria identificaron el “Período Especial en Tiempo de Paz” que siguió a la disolución de la Unión Soviética dos décadas atrás.

La amenaza de las vacas flacas, la desaparición del transporte y el regreso a la era de las bicicletas y las neuropatías, del fin del subsidio venezolano que constituye un secreto a voces incluso en una isla de información muy racionada, subyace en las expresiones de dolor, sinceras o a tono con la propaganda oficial, con las que el cubano de a pie se refiere a la muerte de un líder extranjero demasiado presente en su vida pero de bolsillo profundo y generoso.

Por su parte y de cerrado duelo, el gobierno de Raúl Castro hace lo suyo para alimentar la imagen de este nuevo Che Guevara, que no murió asesinado en La Higuera, sino de cáncer y demasiada pasión por la Revolución Bolivariana. El discurso gubernamental asegura también que Cuba, pese a las circunstancias, resistirá todos los embates y continuará navegando por el mar de la felicidad que Chávez pidió en algún momento para su pueblo.

Lo que está en juego en la relación Cuba-Venezuela es la más fuerte alianza política del continente, sobre la cual descansa el complejo entramado de unos 300 acuerdos firmados a lo largo de los muchos años de poder chavista y que constituyen la base económica de la supervivencia del régimen cubano. En ellos se incluyen, además del esencial suministro de combustible a precios insólitamente preferenciales, proyectos por más de 1.300 millones de dólares anuales en intercambios en educación, deporte, agricultura, comunicaciones, administración de puertos, cooperación en materia militar y de inteligencia y una infinita lista de etcéteras.

La Habana es a las claras el socio beneficiado por términos comerciales de excepcional holgura que, al estilo de la relación con los soviéticos en su momento, pero todavía menor en volumen, mantienen a flote una economía atada al capricho político de Fidel Castro durante medio siglo, que ahora su hermano menor intenta reconstruir sin éxito notable.

Venezuela es por mucho el primer socio comercial de Cuba, con cifras oficiales de intercambio por encima de los seis mil millones de dólares por año desde 2010, muy superiores a las de China, Canadá, España, Brasil y Estados Unidos que ocupan los siguientes puestos. La primera fuente de divisas para el país es la venta de servicios profesionales, de los que Caracas aparece como principal cliente, en particular por la presencia de unos cincuenta mil profesionales de la salud que garantizan la asistencia médica en los barrios pobres de las ciudades venezolanas, en el llamado programa Barrio Adentro, uno de los pilares de la política social del chavismo, que hasta Henrique Capriles Radonski prometió respetar durante su campaña electoral.

La masiva presencia médica -que ha reducido sustancialmente el nivel de atención en la propia Isla- paga solo en parte el suministro de unos 92.000 barriles diarios de crudo venezolano, que cubren aproximadamente la mitad del consumo cubano con un valor de 3.200 millones de dólares anuales. La diferencia se remite a créditos a 25 años con un 1 % de interés, que pese a su generosidad correrán seguramente la suerte de la multimillonaria deuda de Cuba con la ahora disuelta Unión Soviética, que La Habana ni siquiera reconoce con exactitud.

Los ingresos por remesas familiares, turismo, exportación de níquel y otros que la economía cubana ofrece en discutibles estadísticas, no cubrirían siquiera los gastos energéticos a precios del mercado. La desaparición del segundo mecenas histórico de la revolución cubana, sería por tanto y solo a causa de este rubro, la ruina definitiva de la economía insular.

Es ante todo a estas millonarias cifras que forman parte privilegiada del despilfarro del tesoro nacional de Venezuela que Hugo Chávez se lleva a la tumba, a las que se refieren quienes apuestan por la continuidad del castrismo si se mantiene la ayuda o los que aguardan su desaparición si cesa bruscamente.

En realidad, el pronóstico del futuro inmediato de la Isla puede que esté a medio camino entre ambas opciones. La marea roja que colmó Caracas y el funeral del Comandante Presidente, convertido de hecho en el apoteósico inicio de campaña electoral de su sucesor designado Nicolás Maduro, indican cuán difícil será para la semiparalizada oposición venezolana arrebatar el poder a los herederos de Chávez, beneficiarios de su carismático legado político y financiero.

A un lado han quedado las fricciones nada imaginarias entre las facciones chavistas, ante el objetivo prioritario de conservar el poder. Con respecto a Cuba ni siquiera el discurso opositor que logró el voto de casi la mitad de los venezolanos en las recientes elecciones presidenciales en las que finalmente se impuso Hugo Chávez, se atrevió a incluir en su programa de gobierno la salida de las decenas de miles de cubanos que constituyen parte esencial de la alianza forjada entre ambos países a lo largo de casi tres lustros de poder chavista.

Pese a las presiones por revertir la cada vez más precaria economía interna, aún con el precio del barril de petróleo por encima de los cien dólares, a Nicolás Maduro, le sobrarían razones y ganas en el caso de resultar electo para prolongar la relación de excepción con el gobierno de los Castro, aunque solo fuera por el simbolismo de seguir el camino señalado por el Chávez que con su solo dedo lo hizo presidente de Venezuela.

Más adelante se impondrán las realidades económicas del legado chavista, la inflación cifrada ahora oficialmente en un 22 %, la escasez de dólares para las importaciones de productos básicos de la vida cotidiana, los recordatorios de Pekín sobre la necesidad de honrar la deuda millonaria de los ricos venezolanos con los hermanos chinos, los resultados de la sistemática depauperación de la industria del petróleo, la crisis social que ha convertido a Caracas en una ciudad más peligrosa que Bagdad y sobre todo la evidencia de la diferencia de carisma entre el gris heredero y el presidente más procaz que recuerde América Latina, ahora embalsamado en un panteón socialista.

Sólo entonces, podrán entrar en discusión los subsidios a Cuba, pero por ahora, al iniciarse el último período de cinco años de su gobierno si Raúl Castro cumple su palabra, el escenario es todavía el de un mundo sin Hugo Chávez, pero no sin Venezuela y su apoyo millonario, al menos por el momento.

Pero si Raúl Castro puede encontrar algún alivio en la esperanza de que el variopinto oficialismo venezolano repetirá a corto plazo una barrida electoral como la ocurrida en las últimas elecciones para gobernaciones y alcaldías, en las que el voto popular fue hábilmente manipulado para enviar un mensaje de aliento al enfermo terminal de Miraflores, en La Habana hay otro Castro francamente desconsolado.

Si logra interpretar la magnitud de lo ocurrido, Fidel Castro debe con seguridad estar llorando con lacerante dolor, como apunta el comunicado oficial cubano sobre la muerte de Hugo Chávez, la desaparición de su más entrañable heredero político, o mejor aún de su verdadero hijo, como también lo identificó la prensa oficial.

El carisma, como Raúl Castro aprendió en carne propia, no es transferible. Ante la falta de vocación por la revolución continental de su hermano -más preocupado por el vaso de leche que no logra llevar a la mesa de los niños cubanos pese a las tempranas promesas- el mayor de los Castro halló casi veinte años atrás en el derrotado teniente coronel golpista un regalo del cielo, un soñador tan creyente en el mito castrista como dilapidador de los fondos nacionales, con la tenacidad propia de un militante y la irresponsabilidad de un nuevo rico.

Con Chávez se va la esperanza del Socialismo del Siglo XXI, esa entelequia que sustituyó a las variantes europeas de las ideas de Carlos Marx y que jamás han encontrado sustento práctico en ninguna de las regiones del planeta. Nicolás Maduro no parece calzar las botas para ese otro reemplazo y Rafael Correa no logra la bendición de La Habana, no se sabe si por falta de fondos o de fe en el modelo cubano que Chávez asimiló como dogma.

Cuando regrese de Caracas Raúl Castro tendrá nuevas razones para preocuparse. En Venezuela se despedirá de un nuevo aliado, el preferido de La Habana, que tras vencer el reto electoral, deberá probar ante los suyos que es capaz de imponerse sobre las diferentes corrientes del chavismo, tan corruptas como interesadas en prolongar el saqueo del botín, antes que garantizar la supervivencia del experimento cubano.

En la Isla, para el menor de los Castro lo suyo es una apuesta contra el tiempo en busca de los cambios imprescindibles que otorguen la eficiencia imposible a un modelo que ni siquiera logra definirse. Las pocas y tímidas reformas económicas decretadas en cinco años no logran romper el letargo de la corrupción generalizada, la burocracia oficial y la indiferencia popular. La lealtad al legado de la revolución no asoma ya en los jóvenes más preocupados por huir del paraíso prometido que en lograr inútiles títulos universitarios. Su logro más notable, el permiso casi libre para entrar y salir del país adquiere ante el fallecimiento de Chávez (bien previsible para el gobierno cubano) la sospechosa condición de una estampida migratoria de nuevo tipo como las que Fidel Castro endilgó a tres administraciones demócratas en otras tantas décadas.

Por si fuera poco, Raúl deberá continuar muy atento a la evolución ideológica de su presunto heredero Miguel Díaz-Canel, nacido cuando ya los hermanos Castro desbarataban sin piedad el orden anterior, no vaya a ser cosa que ese pequeño Gorbachov que muchos líderes socialistas llevan dentro aparezca cuando ya sea demasiado tarde. Algo que ni la previsiblemente milagrosa momia del Presidente Comandante podrá impedir.
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