Por Orlando Freire Santana.
Los gobernantes cubanos padecen de una peculiar enfermedad que con frecuencia los hace sentirse el ombligo del mundo. También los lleva a acreditarle a Cuba una representatividad que a todas luces excede la real trascendencia de la isla.
Una situación que se ha manifestado últimamente con la producción de las vacunas contra la pandemia del coronavirus. La propaganda oficialista cubana mucho ha insistido en que Cuba es el primer país de América Latina en tener vacunas propias para combatir esa enfermedad. Hablan de que con Abdala, Soberana 02 y Soberana Plus, concebidas por los científicos del grupo empresarial Bio CubaFarma, el país se ubicaba a la vanguardia de nuestra región, e incluso se ponía en este sentido al nivel de las naciones del primer mundo.
Sin embargo, las vacunas cubanas no han recibido el reconocimiento de las instituciones internacionales de salud. En cambio, hemos conocido que una vacuna AstraZeneca fabricada conjuntamente por México y Argentina fue reconocida recientemente por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), convirtiéndose así en la primera vacuna anti COVID-19 producida en América Latina aprobada por los organismos internacionales.
Mientras eso sucede, las autoridades cubanas siguen insistiendo en la primacía de sus vacunas, pero no acaban de presentar la documentación que exigen las referidas organizaciones para acreditarlas oficialmente.
Y por supuesto que el egocentrismo del castrismo no para ahí. Porque, ¿qué decir de lo que ocurre cada 3 de diciembre al cumplirse un aniversario del nacimiento del médico cubano Carlos J. Finlay? La propaganda oficial califica esa jornada como El Día de la Medicina Latinoamericana. En verdad debía ser el día de la medicina cubana. Pero el castrismo, prepotente a más no poder, se arroga una representatividad que resulta en extremo arbitraria. Una vanidad que de alguna manera se emparenta con ese afán desenfrenado de merecer el Premio Nobel de la Paz por las misiones médicas en el exterior.
Otro caso lo tenemos en el estadio Latinoamericano, la principal plaza beisbolera de Cuba. Antes del advenimiento de Fidel Castro al poder, esa instalación se denominaba Estadio del Cerro, en referencia al barrio habanero donde se halla ubicada. Con el nuevo nombre imaginamos que el castrismo pretende ubicar ese estadio por encima de otras instalaciones similares en países que son potencias beisboleras como Puerto Rico, República Dominicana, Venezuela o México.
Otro tanto presenciamos con el Salón Rosado de la Tropical, la más importante instalación bailable de La Habana. En Cuba se califica como “el más bailable de América Latina”. ¿Qué dirán de ello los salones donde se baila el merengue dominicano, la salsa puertorriqueña, o la samba brasileña?
Mas, el eslogan que como decimos vulgarmente “le pone la tapa al pomo” es el anuncio que emplean varias emisoras radiales de la isla, las que aseguran que Cuba es “el primer territorio libre de América”.
Si acudimos a la historia comprobamos que es exactamente al revés. Cuba fue la última nación de América Latina en liberarse del yugo colonial español. Sin embargo, ya sabemos que el castrismo emplea el adjetivo “libre” para calificar a las naciones que se apartan de las normas de la democracia liberal y abrazan las ideas de la extrema izquierda.
Se trata de una variante del membrete de “progresista” que ellos emplean para denominarse a sí mismos. Porque, ¿a quién que analice la realidad desapasionadamente se le ocurriría calificar de progresista a los regímenes de Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua, o Díaz-Canel en Cuba?