Por Néstor Díaz de Villegas.
Hotel Saratoga.
Hay accidentes que son como mensajes secretos, y no tan accidentales si los consideramos metafísicamente. Así, el incendio de Notre Dame en París, o el del templo del Pabellón Dorado en Kioto. Quizás no sea demasiado pronto para preguntarnos por el significado de la explosión del hotel Saratoga en La Habana. Qué descubre, qué delata, qué nos revela acerca del alma de Cuba, si es que así pudiera llamarse la esencia de una nación zombificada.
El antiguo Saratoga, del que solo quedaba un cascarón, fue remozado y transfigurado por las sórdidas compañías hoteleras españolas, empresas mixtas de gallegos y británicos que negocian con los generales del grupo empresarial Castro e Hijos. En 2010, el arquitecto inglés Stephen Purvis, asociado a Coral Capital, planeaba la recuperación del exquisito inmueble que comenzó sus días en 1879 como el almacén del empresario santanderino Gregorio Palacios para luego ser reconvertido, en los años treinta del siglo XX, en un depósito de tabaco, antes de degenerar en cuartería socialista durante la edad oscura del abandono revolucionario.
El Saratoga esperó otro medio siglo por el retorno de los gallegos y por la invasión de los turistas: Beyoncé, Casa Chanel, Madonna y Mick Jagger le otorgaron reputación cinco estrellas. Para 2015, era el más vistoso trompe l’oeil de la dictadura; allá, en lo profundo de sus sótanos, se agazapaba el generalísimo Luis Alberto López-Calleja, usurpador y esbirro.
Toda la gloria hospitalaria y la belleza fake de la Cuba turística se alza sobre un bilongo, una cazuela que carga con los huesos de los muertos que habitaron las instalaciones robadas, los palacios mal habidos, los hoteles expropiados. Un campanazo del reloj histórico podría hacer que los lacayos vuelvan a ser sapos y ratones. Cada vez que explota una olla de presión en alguna parte de La Habana, los usurpadores temen que ha llegado la hora de su metempsicosis.
La onda expansiva de la explosión golpeó una escuela primaria, dejó en ruinas un antiguo templo bautista e hizo añicos una parte de la venerable cristalera del Capitolio. La fachada del Saratoga, remanente de una época marcada por el ímpetu constructivista de honrados emigrantes peninsulares, fue borrada de la faz de La Habana. Lo que queda en pie es la mueca castrista, la infraestructura que sostenía la ilusión decimonónica que Gaesa vendió a Karl Lagerfeld y comparsa.
En la mañana del 6 de mayo del 2022, el Saratoga vino a ser como cualquiera de los edificios condenados a muerte en Cuba. La explosión demostró la imposibilidad de ocultar la dictadura detrás de la fachada de una bella época y unas amenidades burguesas aniquiladas por los matones que hoy se presentan ante el mundo como restauradores.
Después de todo, el generalísimo López-Calleja iba desnudo. El sapo negro del castrismo saltó del sótano, porque el escombro define al castrismo universalmente. Una bala de gas ha causado más daño real a la ciudad que todas las invasiones anunciadas. El hotel desmoronado ha comenzado a mimetizar el modesto hábitat del cubano de a pie y a parecerse a sí mismo en la época previa a la intervención quirúrgica gallega, como cualquiera de los edificios desdeñados por los inversionistas extranjeros, esos que suelen caerle encima a los niños que pasan bajo sus cornisas.
La misma naturaleza del régimen precluye cualquier garantía y la seguridad laboral no es un asunto que el Estado o sus socios extranjeros se tomen demasiado en serio. Lo mismo si cruza la calle que si atraviesa el Estrecho de la Florida, la vida del cubano depende del albur: «Patria o Muerte» significa sálvese quien pueda. Nadie tomó las debidas precauciones, nadie notó el escape de gas en una ciudad que apesta a metano y a mentira. La criminal negligencia castrista quedaba expuesta a la vista del mundo con la explosión más grande que haya visto la ciudad desde La Coubre.
Esta vez, el gobierno de Díaz-Canel se apresuró a aclarar que no se trataba de un atentado, y el pueblo, casi automáticamente, echó de menos la presencia de un Fidel vivo que lo hubiera atribuido de inmediato a la mafia de Miami. Se extrañaron las certezas del castrismo clásico, las soluciones simples y las respuestas mañosas. De hecho, los primeros rumores que corrieron por las redes sociales hablaban de sabotaje. Aun sin haber recibido la orden de arriba, la reacción pavloviana no se hizo esperar.
Recordé entonces la escena clave de la película "El matrimonio de Maria Braun" (1978), de Rainer Werner Fassbinder, en que la pareja de Maria y el exconvicto Hermann cree haberse asentado finalmente en la conformidad hogareña. Es el momento en que Maria prende un cigarrillo sin acordarse de que había dejado abierta la llave del gas. La película comienza con un matrimonio a la carrera y explosiones de bombas en el Berlín asediado, y termina con una ridícula detonación casera. El gas es el elemento vinculante de la alegoría: el encuentro político del crematorio y el hogar.
También la explosión del Saratoga podría entenderse como el reflejo del estallido social de julio del 2021. El malestar generalizado se aprovecha de la negligencia del régimen para manifestarse y llegar a formular, inequívocamente, las condiciones históricas. El Saratoga actualiza una situación política real, aunque omitida: la guerra de la oligarquía raulista contra un pueblo indefenso, al que le ha sido negada, incluso, la participación en la salvaguarda de su propia existencia.