Por Luis Cino.
Casey fue un tipo “raro” para los comisarios del castrismo: fascinado por la muerte, que tartamudeaba su homosexualidad a los cuatro vientos y que se fue de Cuba huyendo de la homofobia de Estado.
Se cumplen (no se sabe a ciencia cierta si en 1923 o 1924) cien años del nacimiento en Baltimore, Estados Unidos, del escritor Calvert Casey. Tan avanzada edad de Casey resultaría increíble para su colega y amigo Guillermo Cabrera Infante, que lo recordaba como aquel joven flaco, pálido, medio calvo, con gruesos espejuelos de miope, tímido, con varios tics nerviosos y amanerado al que apodaban “La Gaguita”.
Pero tanto Cabrera Infante como Casey están muertos, y en la cultura oficial se refieren a ellos lo menos posible: Cabrera Infante porque fue un acérrimo crítico del castrismo; Calvert Casey porque es más cómodo para los comisarios mantener discretamente oculto al escritor cubanoamericano, un tipo “raro” para sus parámetros, fascinado por la muerte, que tartamudeaba su homosexualidad a los cuatro vientos y que se fue de Cuba huyendo de la homofobia de Estado.
Casey fue aceptado a regañadientes. Resultaba demasiado perturbador alguien capaz de escribir cosas como estas: “En la última hora, madre mía, padre San Isidro, sublime maricón desdentado, deposítame tumefacto y podrido en las aguas que te han asignado en la vieja bahía, para poder lamer mucho tiempo tu viejo costado purulento, con los detritus y con los peces muertos.”
Calvert Casey, de padre norteamericano y madre cubana, se radicó en Cuba en 1957. Seducido por la revolución de Fidel Castro, trabajó en Lunes de Revolución, muy próximo a su director Cabrera Infante, hasta su cierre en 1961. Luego, trabajó en la Casa de las Américas hasta 1966, cuando se fue al exilio en Italia, espantado por la persecución a los homosexuales y la instauración de los campamentos de trabajo forzado de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).
Cuentan los que lo conocieron que era muy inteligente; le gustaba pasear por los cementerios de Colón y Guanabacoa; era muy amigo de Virgilio Pinera y Antón Arrufat, que eran sus confidentes, y que vivía en la calle Oficios, en La Habana Vieja, con un amante mulato y babalawo que lo inició en la santería.
La obra de Calvert Casey fue corta, pero intensa. Nunca se sintió conforme con los cuentos y ensayos que escribió. Sólo terminó una novela, Notas de un simulador. En Cuba solo le publicaron (en Ediciones R) el libro de relatos El regreso.
De Gianni, Gianni, la novela que estaba escribiendo cuando murió, sólo quedó un capítulo, titulado “Piazza Morgana”, porque lanzó a la corriente del río Tíber el manuscrito inconcluso de la novela tras una pelea pasional con Gianni, su amante italiano.
En Piazza Morgana, que, según afirmaba Antón Arrufat, era “uno de los mejores textos que un cubano ha escrito sobre el amor”, Calvert Casey describía cómo imaginaba su viaje por el organismo de Gianni: “Pudiera escribir interminablemente acerca de mi paseo…las más extrañas criaturas, mitad animal, mitad vegetales, que se abren y se cierran, degeneran y regeneran, se destripan en suicidios masivos sólo para trocar sus fragmentos y reunirse segundos más tarde…Me dejo abrazar por el billón de criaturas que pululan a través de mí, que se aglomeran en el espeso jugo por el que nado en silencio. Escogí una al azar, tal vez la más atractiva, tal vez la más horrenda y dejé que me atrapara y me tragara, como un corpúsculo devorado por un glóbulo blanco. Qué infinita quietud, que paz…No hay otra palabra. La he encontrado en lo más hondo. Esto anula y borra años de exhaustiva e inútil búsqueda. Soy feliz. ¡Al fin!”
Gianni, como la revolución de Fidel Castro, también decepcionó a Calvert Casey. Y ya no soportó más decepciones. Al escritor cubanoamericano lo encontraron muerto por una sobredosis de barbitúricos el 17 de mayo de 1969 en su apartamento romano de la calle Gesú e María. Sus restos descansan en un osario de Campo Verano, en las afueras de la capital italiana.