miércoles, 28 de octubre de 2009

Algún 1 de enero, en La Habana.

Por Federico Jiménez Losantos.

Algún día, algún primero de enero como éste, me despertaré en La Habana. Será en algún hotel o en la casa de un amigo cubano, pero el sol vendrá del mismo sitio y como acostumbra: turbulento, estrepitoso, apabullante desde el amanecer. Desayunaré jugo de fruta, siempre digna de ver en el Caribe, tomaré un aguachirle para mojar bizcocho y luego una coladita con los demás. Porque en esa mesa no estaré solo. Seguramente alguien bendecirá la mesa y guardaremos un minuto de silencio por los que no hayan llegado a ver ese día. Y si yo no estuviera allí, que alguien me recuerde, porque no quisiera morirme del todo sin despertar algún 1 de Enero en La Habana.

Por supuesto, desayunaré junto a los Montaner, con quienes a solas o familiarmente acompañados hemos declarado tantas guerras de papel, hemos promovido infinitos manifiestos y denuncias. Habrán pasado más de treinta años desde que conocí a Carlos Alberto en Las Palmas, pidiendo la libertad para Padilla. Heberto ya no podrá ver esa mañana, pero de algún modo la verá. También estará y no estará, abacialmente sentado, el gran Lezama Lima, a quien nunca llegué a ver. Y a poco que alguien se descuide, Severo Sarduy se sentará en sus rodillas. Han muerto tantos ya, esperando ese día. En España, por ejemplo, Xavier Domingo, que tantas cosas hizo por la causa cubana, la única causa, la de la libertad. Y tantos que no recuerdo. Y tantos que no conozco, pero sé que son, que han sido y estarán ahí. Leía sus esquelas en Diario de América o El Nuevo Herald y recuerdo sus tumbas, en el cementerio de Miami. Y siempre, españoles al fin, recordando su pueblo natal. Julio Estorino me regaló hace tiempo una guía de la rememoración municipal que llevaré ese día para identificarlos.

Me gustaría ver la escuela donde hizo las prácticas como maestra Celia Cruz. Y la casa de Lezama, y el cuchitril primigenio de Orígenes, y el piano impecablemente negro de Bola de Nieve, y un atril de la orquesta que acompañaba a Benny Moré. No iré a Tropicana si no actúan Gloria Stefan, Willy Chirino y Albita. ¡Qué culpa tengo yo de no haber nacido en Cuba!

Pero eso será por la noche. Esta mañana, en la mesa de al lado veo desayunar a los Mestre, Ramón y Carmina, con su familia y sus amigos, tantos de ellos presos políticos durante décadas en las cárceles de Castro. Había que llegar a ese día y llegaron. Unos, vivos; otros, en las vidas que iluminaron con las suyas. Veo a otros que conocí al llegar desde la cárcel a Madrid, al piso de los Montaner en la casa y calle de Cervantes: Valladares, Menoyo, Jorge Valls... Son tantos que apenas recuerdo pero recuerdo muy bien. Eran la dignidad rescatada, porque sólo al rescatar la suya merecíamos la nuestra. Algunos habrán demostrado que la libertad abarata las cosas y también a las personas. Pero nadie debería pagar tan alto precio para comprobarlo.

Sin embargo, esa mañana del 1 de Enero, en La Habana, se habrán pagado todas las deudas, se habrá arruinado la ruina, habrá perdido la vileza su pretensión de eternidad, siquiera por un día. Después de desayunar vamos a rendir homenaje a los mártires de la libertad y hay que prepararse: termos, sombreros, gorras, ventiladores de pilas, calzado cómodo, paraguas, sombrillas... todo lo bebible y sudable será pronto pasto del sol. Después del desayuno y antes de la manifestación habrá que atender a los periodistas. A las radios cubanas de Miami (ah, WQBO, La Cubanísima de los años 90, qué recuerdos). A Libertad Digital, por supuesto. Y ni una sola palabra a una sola periorrata de las que durante más de cincuenta años defendieron a la más cruel, estúpida y criminal dictadura de Ambos Siglos. Ah, que no se nos olvide el espray para los mosquitos. Y la crema solar. Y la pena. Y la alegría. Y la memoria. Habrá pasado el tiempo, demasiado tiempo, pero, por fin, el 1 de Enero de algún año estaremos en La Habana.
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