Por Jesús María Barrajón.
Casa Museo José Lezama Lima. Lo dice un moderno cartel sin gracia alguna clavado en la acera de la Calle Trocadero, en su número 162, en la puerta de la que fue desde 1929 la casa en la que vivió el escritor cubano. La calle, como tantas otras de Centro Habana, muestra la desolación de las ruinas y la alegría de la vida inapagable que bulle en las caras de los hombres y mujeres que caminan hacia Prado o hacia el corazón de ese barrio popular y ruidoso que es Centro Habana. Ángel Rodríguez Abad, que conoce la ciudad mejor que quienes allí hemos estado, nos había prohibido, entre mil prohiciones y mil consejos y encargos más, volver a España sin haber visitado la casa de Lezama. Yo había leído algo de la poesía de Lezama y, aunque de vez en cuando algún verso me apresaba con su luz, reconozco que no había sido capaz de desentrañar ese sistema lírico ni de comprenderlo. Había intentado también la lectura de Paradiso muchos años atrás y no había podido con más de treinta páginas que me dejaron derrotado y fuera de una belleza y de una sabiduría que yo intuía pero en la que no era capaz de entrar. Bien sabía yo, sin embargo, quién era Lezama y su significado para la cultura hispanoamericana y su influjo intelectual en autores que yo apreciaba como José Ángel Valente o Pere Gimferrer. Visitar su casa era, por tanto, entrar en la de un maestro al que, aunque yo no lo comprendiera, muchos tenían como un verdadero mito y del que hablaban con la misma unción con la que lo hace el protagonista de la película Fresa y chocolate, cuando no consigue comprender que el chico al que trata de seducir no sepa quién es Lezama. Yo sí lo sabía; algo es algo.
El poeta Federico Leal, nuestro común amigo cubano Julio Velázquez y yo, entramos -era julio de 1999- en una salita en la que unos desvencijados sillones, unas paredes desconchadas y los pocos cuadros de una exposición temporal, nos dieron la bienvenida. Desde esa sala enseguida se pasa al patio interior en el que se oye la algarabía de quienes hablan con el vecino, y en el que se hace presente el olor de los diversos cocimientos y frituras. Mirar hacia arriba en ese pequeño patio es encontrarse con un cielo de sábanas tendidas por el que a veces caen objetos diversos, como algunas pinzas de ropa o restos de comida y papeles. Pensé que era en un ambiente así en el que se había escrito Paradiso; allí, entre esos rumores, habían visto la luz los versos de Dador o La fijeza. Sin saber bien todavía por qué, la palabra ³verdad² fue abriéndose paso entre mis pensamientos. Pensé en la literatura difícil, hermética y deliberadamente aristocratizante de Lezama, y la contrasté con el lugar en el que fue creada, tan alejado de los rincones silenciosos en los que, en el Vedado o en Miramar, residió la alta burguesía habanera hasta 1960. De las pocas páginas que yo había leído de Paradiso había extraído la identidad Lezama/Cemí y el orgullo familiar de ambos. De algún modo, entrar en la casa de Lezama me acercaba a la idea de aquel que construye su propio reino de sabiduría y belleza más allá de la realidad que lo circunda, aunque sin olvidarla, porque como confesaba a Félix Guerra (Para leer debajo de un sicómoro. Entrevistas con José Lezama Lima, Letras Cubanas, La Habana, p. 132), ³la salita me ha sido útil. En esta pequeña jaula aprendí a amar los encierros. Si me decantan del Lezama que he sido sobre todo entre estas cuatro flamantes paredes, apenas quedaría un esmirriado José amputado de sus diálogos.
La casa, tal y como hoy la contempla el visitante, favorece el surgimiento de esa idea de verdad porque, por desinterés oficial e innegable falta de medios, es esta una institución que sobrevive medio olvidada, sin otra ayuda que una máquina de escribir y un teléfono, sin apenas fondos, aunque, eso sí, con la riqueza que le regalan el entusiasmo y la ilusión de los que allí trabajan. Uno de ellos, el museólogo Israel Díaz Mantilla, fue el que nos introdujo en esa casa y el que contribuyó de modo decisivo a que esa sensación de verdad se acrecentara. Con lentitud y sabiduría cubanas nos introdujo en las diversas salas, el despacho, el salón, el dormitorio, el baño; nos habló de los numerosos cuadros colgados de las paredes -los retratos de Lezama de Jorge Arche (1938) y de Mariano (1941 y 1945), la caricatura de Juan David-; nos mostró los objetos que acompañaron a Lezama durante su vida y que aparecen descritos en las páginas de Paradiso, tales como el biscuit de Baudry y la limosnera argelina (cap. VI), o el Cupido sin arco y el gamo de madera (cap. XI).
A la casa le falta lo que fue lo más importante de ella, los libros. Guardados en una vitrina se exponen algunos de los que la dirección ha considerado pueden interesar más al visitante, pero la mayoría están depositados -creo- en la Biblioteca Nacional. Aun sin la atmósfera libresca, y aun con otros cambios que se han hecho, la casa no sugiere esa sensación de falsedad que con tanta frecuencia transmiten las de otras personalidades, excesivamente restauradas y desprovistas del aliento y del olor y del sabor de quien algún día las habitó. Al contrario, la casa de Lezama es la de alguien que parece vivo, de alguien que podría llegar en cualquier momento precedido del olor de un cigarro encendido. Ojalá tiempos mejores doten a esa casa de más medios para modernizar sus instalaciones y para favorecer la difusión de la obra de Lezama; ojalá y nunca, sin embargo, deje de comunicar esa verdad que los que la visitan sienten: ³el brutal aguarrás del tiempo
(Paradiso, cap. IV) y lo que éste trae consigo no ha conseguido esta vez su mortal objetivo.
Tras cuarenta y cinco minutos de explicación -qué espléndida introducción al mundo de Lezama y a su época-, Israel Díaz Mantilla nos invitó a café en una de las salitas. Nuestra sorpresa -la de Federico Leal y la mía- fue grande: el tiempo aquí era definitivamente otra cosa y la realidad quedaba como atrapada en ese círculo lezamiano en el que el museólogo nos había introducido y en el que cabía la cortesía y la deferencia de un café para continuar la plática e iniciar una amistad, del mismo modo en que sucedía en esa casa algunos años atrás con Lezama y con cada uno de los artistas y amigos que lo visitaban.
La casa de Lezama me haría entrar finalmente en Paradiso, que se abría a mí por la gracia de su atmósfera. Además del sabor de La Habana y de la Calle Prado, donde se desarrolla la mayor parte de la novela, esa casa me había prestado el calor humano necesario para comprender que debía entrar en la obra de Lezama como en una catedral, mirando a lo alto, mirando al significado verdadero que se esconde tras de las piedras/palabras. Fronesis, Foción, Licario, el arte y el conocimiento o el deseo de la sabiduría, claro que todo eso es esencial; pero debajo de esa construcción artística e intelectual, la casa me permitió entrar en el corazón de una novela que se escribe -no puedo dejar de pensarlo- como homenaje a la madre que le decía: no rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil (...) También yo intenté lo más difícil (...) Algunos impostores pensarán que yo nunca dije estas palabras, que tú las has invencionado, pero cuando tú des la respuesta por el testimonio, tú y yo sabremos que sí las dije y que las diré mientras viva y que tú las seguirás diciendo después que me haya muerto (Cáp. IX). La figura de la madre y la importancia de su presencia están vivas en Paradiso como una sabiduría más alta que la que el pensamiento y al arte proporcionan: ³Se sonrió; cuando levantó los ojos se encontró de nuevo con la mirada de su madre. Era esa la forma de sabiduría que deseaba que lo acompañase siempre (Cáp. X). Esas sonrisas y esas miradas están presentes todavía en su casa.
Salir a la calle es volver al bullicio de la ciudad; no dejó de estar presente, pero durante el tiempo de la visita, uno parece transportado a otro lugar y a otro tiempo que conviven con este lugar y este tiempo. Uno siente esa especie de magia a la que lo conduce la casa, Lezama y su ámbito familiar, el propio calor y olor de una ciudad tan bella y contradictoria como La Habana. Salir a la calle es también el deseo de abrir los libros de Lezama Lima y entrar en ellos para sentir esa mezcla de sabiduría y verdad que uno percibe en esa casa destartalada y medio olvidada desde la que su habitante construyó una catedral para poder respirar y mirar más profundo y más alto.
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