Por Raúl Rivero.
Lezama vivió la mitad de su vida negándose a abandonar La Habana y la otra mitad obligado a permanecer, por prohibición oficial, en una ciudad que fue como su segunda piel
Cuando el asma, con sus manos de fantasma, quería estrangular al poeta, José Lezama Lima se iba a la bahía, con paso de sonámbulo, entre los árboles y con la boca abierta a recibir primero que el Malecón el aire fresco del mar y de la noche.
Conoció esa medicina desde niño en la casona del Paseo del Prado número 9, donde vivió con sus abuelos. Envejeció con ella porque en 1939 se mudó -solo con su madre- para Trocadero 162, también cerca del trazo blanco de la espuma en los arrecifes que defienden La Habana con sus filos de piedra y sus capas de albardilla verde.
Una de esa noches de ahogo y alivio, el poeta se detuvo en uno de aquellos cafetines del puerto para garabatear en la confusión de los aromas marinos y el humo de un café con leche, unos versos de gratitud por los remedios naturales de la ciudad: Al pie de las murallas/ el aire tartamudo/ desliza sus sirenas./ Plata mansa sin hoy/ mana sus lunares/ entre lunas cansadas.
O, a lo mejor, la plata mansa y la tartamudez de la brisa tenían que ver con unas sirenas reales y otros fenómenos que él, sólo él y el poeta modernista Julián del Casal (nacido en Cuba 10, a unos pasos de allí), pudieron ver en las caminatas de hastío, tristeza y evasión que se vieron obligados a hacer -cada uno en su tiempo- en una misma Habana que quisieron tanto.
Y es que José María Andrés Fernando Lezama Lima nació en diciembre de 1910, en el campamento militar de Columbia, que en esa época estaba en los suburbios de La Habana, pero que unos años después se integró a la zona urbana y, por cierto, más moderna y lujosa de la capital cubana.
Lezama era hijo del coronel de artillería José María Lezama y Rodda y de la señora Rosa Lima. En sus 66 años de vida sólo salió tres veces de Cuba, por espacio de pocos días y con la angustia de volver enseguida. Viajó a Pensacola, Florida, con motivo de la muerte de su padre. Después hizo un viaje relámpago a Jamaica y otro a México.
Ya en los tiempos en que se instaló en la isla el totalitarismo y convertido Lezama en un hombre peligroso, un traidor en potencia, un tipo que no estaba claro en términos políticos, nunca se le permitió salir a honrar invitaciones de universidades y otras instituciones culturales de América y de Europa.
En las decenas de cartas que escribió a su hermana Eloísa, que había salido al exilio, el poeta relata con una mezcla de ironía, resignación y amargura, los rejuegos burocráticos que utilizan los comisarios del comunismo para impedirle que salga al mundo a hablar de su obra y de su vida.
En febrero de 1975, le dice a la hermana: «En la universidad de Madrid me han invitado a un curso sobre el barroco americano, pues va a haber un congreso sobre ese tema. Pero, desde luego, pasará lo de siempre». Unos meses después, es más preciso en la descripción de su estado de animo: «El cuadro no puede ser más sombrío, incierto, aterrador. Te escribo sin querer entristecerte».
Pero él estaba triste. Triste y encerrado en la ciudad que amaba. Una cosa es tomar la decisión personal de no salir de tu casa y otra, bien distinta, es que la policía no te lo permita. Que los funcionarios de una dictadura decidan que en ninguna compañía aérea del mundo hay boletos para ti. Que en ninguno de los miles de aviones que despegan y aterrizan cada minuto habrá nunca un asiento reservado a tu nombre.
José Lezama Lima vivió la mitad de su vida negado a abandonar La Habana y la otra mitad bajo prohibición oficial de que la abandonara. A pesar de eso no la vio como una prisión. Seguía sintiéndose parte de ella y de la otra que tenía en la memoria y en sus crónicas agudas y arduas, dos plazas a donde no puede llegar el gesto demoledor de los fanáticos.
El se mantuvo en ella y la ensanchaba o la modificada a voluntad para que sus personajes se movieran por los quicios queridos que vio crecer en su paseos. Unos pequeños viajes disciplinados a última hora por los rigores de las enfermedades y los nudos del asma.
La Habana y el poeta se querían en silencio, cada uno en el camino de la vejez sin apuntalamientos. Hablo de la ciudad que para el poeta era un círculo de calles que comenzaba y terminaba en el Paseo del Prado, cerca del agua y de las estatuas de dos leones, con la cúpula del Capitolio Nacional a la vista, frente al edificio del Diario de la Marina, al lado de los Aires Libres, donde tocaban Las Anacaonas, una orquesta de mujeres. Un poco más acá, el Parque Central con sus seis palmas reales, el teatro Payret, la acera del Louvre y la fachada del hotel Telégrafo, recostada a la de El Inglaterra como si el tiempo fuera una paloma lenta que no quiere acabar de pasar.
Un planeta muy cerca de su guarida de Trocadero, a dos cuadras del periódico El Mundo y a una del hotel Sevilla. Tres minutos a pie de El Anón de Virtudes, la mejor frutería del Caribe, frente al Teatro Musical, donde el poeta no entraba, pero se podía imaginar a las mulatas con trajes de lentejuelas y a los primeros travestis de la comarca que sudaban debajo de pelucas de soga teñida achicharrados por los reflectores.
Su Habana un poco desordenada para su gusto y sus obligaciones de fundador de revistas y cazador de metáforas encapuchadas y negras en regiones complejas de la lengua española.
Una ciudad que le obligaba a pasar todos los días por un cruce de calles que se llamaba la esquina del pecado. Allí se encuentra el Prado con la calle Neptuno. El obsceno paraíso que cantó en el primer chachachá del mundo el maestro Enrique Jorrín. Un escenario lúdico y agresivo con sus cuadrillas de mirones y autores de piropos que iban a ver pasar las mujeres más lindas y espectaculares de la capital.
Lezama Lima se quedó con esa ciudad en el recuerdo para compensar la de la vida real. La física, la palpable, la habitada por gente que su máquina de escribir no podía ennoblecer. La Habana que tenía que querer porque era su naturaleza y era su espejo.
Fue, como le gustaba decir, un peregrino inmóvil. Un hombre atrapado en la irrealidad de sus mundos invisibles en los que su imaginación y sus evocaciones ponían todas las vidas.
«Por la noche, María Luisa y yo leemos algún libro que nos gusta, como el maravilloso Diario de Paul Klee... Me tengo que quedar en mi casita hasta que Dios quiera», le cuenta a su hermana. «Estoy aburrido y cansado. Escribo a veces algún poemita y eso me tiene todavía en pie».
Hasta que se quedó allá adentro. Con la alternativa de viajar a través del repaso minucioso de otros tiempos. Y de salir a un sistema poético único que edificó en la mesa de trabajo de su casa para él y para todos los hombres del mundo que quieran alguna vez visitarlo, conocerlo con la ayuda de sus claves herméticas.
La Habana está en él. En su obra y en el anecdotario de su vida. Se han unido ahora en el polvo y bajo la hierba del cementerio Cristóbal Colón, que está a medio camino entre el cuartel de Columbia, donde nació, y la casa de Trocadero, donde se murió en el verano de 1976.
Lezama está en La Habana, en esa parte de La Habana por la que se movía de niño, desprevenido, ajeno a su destino. Y después, con sus trajes gastados y fuera de moda, los botones comprimidos en los ojales y el portafolio de cuero ofendido que dejaba ver una papelería llena de contenidos que hubieran vuelto locos a los otros viandantes.
El poeta fue un habanero fiel y extraño que la ciudad necesitaba para neutralizar la superficialidad de la alegría barata. Para darle otra jerarquía a la felicidad. El debía saberlo porque quiso que en la tumba le pusieran estos dos versos suyos que leerán ahora: El mar violeta añora el nacimiento de los dioses/ porque nacer aquí es una fiesta innombrable.
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