miércoles, 28 de octubre de 2009

Cuba: la transición o el desastre.

Lo que sigue es el texto de la intervención de Carlos Alberto Montaner, hoy, en el V Foro Atlántico “Cuba: de la dictadura a la democracia”, organizado por la Fundación Internacional para la Libertad y Fundación Iberoamerica-Europa.

En 1950, Akiro Kurosawa estrenó Rashomon, una inquietante película ambientaba en el siglo XII, en la que cuatro protagonistas de un horrendo crimen aportaban sus versiones contradictorias sobre lo que realmente había sucedido. Para enfrentarse a la situación cubana actual y a su posible desenlace, tal vez sea un buen procedimiento adoptar la técnica del director japonés e intentar colocarnos en el papel de cada uno de los actores fundamentales de este viejo e inacabable drama.

Fidel Castro, visión y misión.
Comencemos por Fidel Castro. Es el más vistoso, ubicuo e inevitable de todos los cubanos. Le dio sentido y forma a la revolución. Lleva medio siglo instalado en los titulares de toda la prensa y su pintoresca imagen es la más conocida de toda la fauna política planetaria. A sus casi 82 años, agoniza lentamente en La Habana devorado por un cáncer intestinal que hizo metástasis, y del que fue necesario operarlo (sin mucha fortuna) en verano del 2006. En diciembre del 2007, finalmente, aceptó que no podía volver a dirigir el gobierno, pero no se resigna a perder el poder: un poder que ha ejercido sin limitaciones ni contrapesos desde 1959. Ante esta situación, su hermano y heredero, el general Raúl Castro, cuando asumió la presidencia propuso consultarle todos los asuntos fundamentales que debe afrontar el país. Para formalizar el acuerdo, le pidió autorización al parlamento cubano que, de inmediato, se lo concedió, obviamente, por unanimidad.

Pero había (y hay) un problema fundamental. El Comandante no estaba dispuesto a quedarse como un consejero pasivo que ofrece sus recomendaciones humilde e incondicionalmente a sus herederos. Por otra parte, mientras gobernó, Castro jamás fue un líder dedicado a solucionar los problemas cotidianos de la sociedad cubana ?más bien los agravaba con iniciativas enloquecidas como dotar a cada familia con una vaca enana?, sino fue un héroe épico, gallardamente empeñado en arreglar las injusticias del mundo, todas ellas derivadas, según su diagnóstico, del desventurado capitalismo y del comportamiento malvado y codicioso de las potencias capitalistas encabezadas por Estados Unidos, el flagelo de la especie humana.

Como era previsible, de esa visión de sí mismo como un San Jorge tropical derivó la misión que le asignó a su gobierno: luchar en todos los frentes contra su enemigo americano y el resto de los países que se opusieran a su cruzada. A lo largo de su prolongado paso por el poder, Fidel Castro envió sus ejércitos a África , incluida una larga guerra que duró quince años. Mandó una brigada de tanques a las alturas del Golam para enfrentarse a Israel en la guerra de 1973, y, mientras pudo, colaboró con golpes de estado en lugares tan extraños como Zanzíbar y Yemen, al tiempo que adiestraba y remitía guerrillas, terroristas y conspiradores a veinte naciones, convirtiendo a Cuba en un incansable foco subversivo. Su lema era muy claro: “el deber de todo revolucionario era hacer la revolución en cualquier lugar del mundo”.

¿Qué le queda a Fidel Castro de aquellos sueños de conquista planetaria y de su rol como temible factótum del tercer mundo? Le queda una construcción retórica basada en una lectura deliberadamente deformada de la realidad cubana. Según el panglosiano discurso de este Fidel Castro terco y crepuscular, la sociedad cubana es un paradigmático modelo de educación, igualitarismo y salubridad, en el que una población esencialmente culta y satisfecha disfruta de las ventajas del sistema puesto en práctica por él a partir de 1959. Esa sociedad, fundamentalmente feliz, que no desea cambiar nada, que no necesita consumir porque está dotada de una gran fuerza espiritual, además, ha conseguido resistir los embates del imperialismo norteamericano, se sobrepuso al “desmerengamiento” del bloque socialista, y hoy, llena de ilusiones, construye junto a Chávez el socialismo del siglo XXI para prolongar por otras vías la vieja batalla contra el imperialismo y sus podridos agentes y secuaces. Para Castro, pues, la lucha no ha terminado, y la Cuba que le quiere legar a sus herederos es la que él construyó pacientemente: la revolucionaria, deseosa de clonarse incesantemente, la heroica, la que jamás se rendirá ni bajará la guardia. Y, en consecuencia, aunque senil y enfundado en un ridículo atuendo deportivo, ése el mensaje con que tiñe cada una de sus intervenciones y consejos sobre los asuntos de Estado que le llegan a su lecho de enfermo terminal: ¡hasta la victoria siempre!

Raúl Castro o la lucidez inútil
Para su hermano Raúl esto es un problema grave. El general Raúl Castro es otro tipo de persona. Nunca tuvo el menor inconveniente en darle un balazo en la cabeza a un adversario molesto, y jamás le quitó el sueño encerrar a un enemigo en una celda espantosa durante varias décadas (como hizo con Mario Chanes y Huber Matos, sus compañeros de lucha), pero es una persona realista. Fidel lo arrastró a todas las aventuras que le pasaron por la cabeza ?el ataque al Moncada, la Sierra Maestra, la conquista de África?, pero él no es su hermano, y su sentido común y su experiencia le dejan ver con toda claridad que su papel como gobernante no consiste en enderezar los torcidos destinos de la humanidad, sino lograr que la gente en Cuba pueda tomarse un vaso de leche después de sobrepasar la edad de los siete años, peligrosa frontera a partir de la cual la desnutrición parece que está oficialmente autorizada en el país.

En efecto: cuando Raúl Castro mira la realidad cubana, al contrario de su hermano, lo que ve es una sociedad miserable, en la que abunda la prostitución, y en la que casi todas las personas practican el comercio ilícito o el robo para sobrevivir, con graves dificultades para alimentarse o transportarse, hacinada en unas humildes casas despintadas, llenas de goteras y mal iluminadas, que literalmente se están cayendo a pedazos, en las que la electricidad y el agua potable son intermitentes. Raúl Castro sabe que el sistema económico es sádicamente improductivo, que los cubanos perciben como una cruel estafa que les paguen en una moneda devaluada con la que no pueden comprar nada que valga la pena. No ignora que el nivel de infelicidad y desdicha de la población es altísimo, que los jóvenes sólo añoran largarse del país, y que todos viven fingiendo cínicamente unas devociones políticas que realmente no sienten porque las condiciones de vida materiales son espantosas.

Por otra parte, Raúl Castro, supongo que embargado por la melancolía, tampoco desconoce que esa sórdida realidad material ?parece que no toma demasiado en cuenta la emocional?, que no deja espacio a la esperanza, se alivia con medidas extraídas de la economía de mercado: suprimiendo el clientelismo y los subsidios, liquidando la esquizofrenia de las dos monedas, descentralizando y desideologizando la toma de decisiones, reintroduciendo los derechos de propiedad, aceptando la lógica de los precios, permitiendo que los cubanos pongan en marcha empresas privadas, otorgando incentivos de acuerdo con resultados, liquidando el igualitarismo y el paternalismo estatal, dos formas letales de corromper a la población, abriéndose realmente al mercado y a las inversiones extranjeras, aligerando la decrépita, ociosa y lenta burocracia, y poniendo fin al permanente estado de hostilidad entre la Isla y Estados Unidos, el socio natural que tiene Cuba para despegar económicamente en un periodo relativamente breve. Es verdad que todo eso significa el entierro sin gloria de la revolución, pero si la realidad es profunda y testarudamente contrarrevolucionaria, oponerse a ella no es otra cosa que dogmatismo, estupidez y voluntarismo, precisamente las actitudes que han hundido al país en la miseria y se han convertido en las señas de identidad de lo que allí llaman, pomposamente, “el proceso revolucionario”.

Raúl Castro, en fin, que es una persona inteligente, sabe lo que hay que hacer para comenzar a arreglar el inmenso desaguisado provocado por medio siglo de disparates comunistas sumados a las excentricidades de Fidel, pero, al mismo tiempo, se da cuenta, como se dan cuenta todos los cubanos, que sus objetivos y los de su hermano son contradictorios. Fidel insiste en matar el dragón con su lanza. Raúl, además de retener el poder (su objetivo prioritario), quiere que Cuba se convierta en un país normal y deje de ser una fracasada fábrica de utopías, sacrificios y frustraciones, aunque para ello tenga que ponerse de acuerdo con el dragón. Fidel Castro, tras su muerte, quiere dejarle a la humanidad el ejemplo de un país revolucionario que venció a todos sus enemigos y le enseñó a la especie humana el rutilante camino de la felicidad. Raúl Castro, tras su muerte, quiere dejar una sociedad razonablemente esperanzada, sin sobresaltos, capaz de transmitir la autoridad pacíficamente dentro de las estructuras partidistas, para que sus familiares y amigos no corran peligros innecesarios, y puedan, además, tomarse un vaso de leche aunque tengan más de siete años de edad.

Los reformistas silenciosos
Raúl Castro, naturalmente, posee una correa de transmisión para ejercer el mando y, al menos teóricamente, la columna vertebral de ese mecanismo es el Partido Comunista, de donde supuestamente son o deben ser segregadas y supervisadas todas las estructuras del poder. Sin embargo, en la experiencia cubana, a lo largo de medio siglo, ninguna de las instituciones oficiales ha jugado el menor rol en el diseño de las directrices de gobierno. Cuba ha sido una autocracia, un triste sultanato comunista regido por la más repetida de las consignas revolucionarias: “Comandante en Jefe, ordene”. Allí ha mandado Fidel como le ha dado la gana, sin contención ni control, y cada vez que surgió un foco de autoridad remotamente crítico ?la microfracción dentro del Partido, Carlos Aldana dentro del gobierno, el general Arnoldo Ochoa dentro del ejército?, lo ha cercenado de un tajo.

Raúl heredó intacto ese poder, incluso con una variante que le favorece: él mismo controla directamente al gobierno, al partido comunista, a las fuerzas armadas y a los muy extendidos servicios secreto. No obstante, el talón de Aquiles de su régimen está en la sucesión: detrás de él no hay nadie. Él no tiene un Raúl que lo sustituya, como su hermano lo tenía a él. No existe en el país ninguna figura que aglutine al sector oficialista y al inmenso aparato estatal. Sus hombres de confianza ?los generales Abelardo Colomé Ibarra y Julio Casas Regueiro, y el Dr. José Ramón Machado Ventura? son unos viejos y oscuros aparatchicks, competentes y leales, necesariamente provisionales, dada la avanzada edad que tienen, cuestionados por algunas zonas de la estructura de poder y desconocidos por la población, dirigentes, en fin, que no pueden contar con la obediencia del resto de las instituciones del país, y muy especialmente de la Asamblea Nacional del Poder Popular y de los sindicatos, donde los parlamentarios, aunque hoy no se atrevan a abrir públicamente la boca (en privado algunos sí lo hacen), están cansados de ser un afinado coro de papagayos amaestrados, dedicado a cantar alabanzas a sus preclaros gobernantes, mientras los líderes sindicales se avergüenzan de ejercer, en realidad, como los verdugos de las aspiraciones legítimas de los trabajadores.

Por eso Raúl se propone reinstitucionalizar la revolución a toda marcha. Quiere que, tras su desaparición de la escena ?calcula que le quedan unos cuatro o cinco años de vida útil para cumplir con esa tarea?, el Partido, como en China o en Vietnam, pueda asumir la dirección de la vida pública. Pero sucede que ese partido está, como todo el país, profundamente desmoralizado, ya no cree en las premisas ideológicas del marxismo (como no cree en ellas el propio Raúl Castro), y la inmensa mayoría de los cuadros y militantes desea cambios profundos que atentan contra la esencia del discurso revolucionario porque no excluyen la apertura política y el pluripartidismo.

Eso se vio claramente en los miles de debates propiciados por el régimen a lo largo del año 2007: los militantes comunistas, o, simplemente, revolucionarios, quieren libertades. Libertades para viajar, vivir de acuerdo con sus preferencias sexuales, informarse sin controles y manifestar sin miedo sus criterios. Quieren libertades para estudiar lo que desean y trabajar en lo que quieran, incluidas actividades productivas privadas. Están cansados de ser tratados como menores de edad o retardados mentales. Por primera vez, la tolerancia y la aceptación del derecho a la divergencia se hicieron transparentes como un deseo compartido por la ciudadanía, incluidos los comunistas. En el discurso públicamente pronunciado el 2 de abril del 2008 en el Séptimo Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Eusebio Leal lo dijo sin ambages: el país se prepara para una nueva etapa. El país está lleno de expectativas y todas se orientan hacia el deseo de una intensa ampliación del ámbito de las libertades individuales. Sencillamente, el grueso de la militancia comunista está compuesta por reformistas que ansían un cambio profundo y radical, totalmente alejado de la dictadura inmovilista que les quiere dejar Fidel Castro como herencia, y también del exótico modelo chino o vietnamita con que Raúl Castro se entretiene durante sus noches de insomnio.

Los demócratas de la oposición
Los demócratas de la oposición son el cuarto factor importante. Son varios millares dentro de Cuba, con unos doscientos cincuenta encarcelados ?entre ellos veinticinco periodistas independientes?, empeñados en revitalizar la abatida sociedad civil, esparcidos por las principales ciudades del país, aunque el núcleo más voluminoso está en La Habana. Cualquiera pudiera pensar que son pocos para una población de más de once millones de habitantes, pero, con la excepción de Polonia, Cuba es el país comunista con mayor número de opositores conocidos y organizados. Algunos grupos y personas, incluso, han alcanzado una gran notoriedad internacional: las Damas de Blanco, las Bibliotecas Independientes, Oswaldo Payá, Martha Beatriz Roque, Oscar Elías Biscet, Héctor Maseda, Jorge Luis García Pérez (“Antúnez”), René Gómez Manzano, Vladimiro Roca, Oscar Espinosa Chepe y Elizardo Sánchez, entre otros muchos.

Lo que solicitan estos demócratas, y lo que se les niega mediante diversas formas de represión, incluidas la cárcel y las golpizas, es espacio para intercambiar ideas libremente, la posibilidad de hablar y publicar dentro del país, y la autorización para realizar actividades proselitistas. Aspiran, lógicamente, a participar en la vida política de la nación para poder alentar pacíficamente un proceso de transición hacia la democracia, pero hasta ahora sólo han conseguido una victoria parcial, aunque tremendamente importante: que el gobierno no haya podido aplastarlos ni silenciarlos totalmente, como sucedía en las primeras dos décadas de la dictadura. Esta limitación de la represión, en gran medida, se debe al reconocimiento internacional que han recibido los disidentes, apoyo que ha sido posible por las gestiones de los demócratas de la oposición externa, muy activos y eficaces en Estados Unidos y Europa.

La estrategia de la dictadura frente a los demócratas de la oposición interna es la misma que el KGB desplegaba en la URSS frente a los opositores: primero, penetrarlos con decenas de agentes de la contrainteligencia, y, segundo, excluirlos de la vida pública mediante el manido expediente de calumniarlos y calificarlos como agentes pagados por los Estados Unidos para que traicionen a su país. En todo caso, no se trata de un argumento serio que realmente preocupa a la población, sino de una coartada para justificar la marginación y las represalias. A partir de esa premisa, los demócratas, siempre al alcance de una paliza o de la cárcel , no pueden participar como opositores en ninguna institución ?sindicatos, organizaciones de masas, parlamentos, organizaciones estudiantiles o profesionales?, y les está vedada cualquier actividad pública. La consecuencia de esta marginación es obvia: la capacidad real que tienen de impulsar la transición hacia la democracia es muy débil, pero, en su momento, serán muy importantes cuando ese periodo se alcance.

En cuanto a los demócratas de la oposición externa ?que también suelen enfrentar las campañas de calumnias orquestadas por la policía política cubana y sus colaboradores, a veces acompañadas por episodios de estridente vulgaridad y violencia?, están limitados a cinco tareas esenciales que suele realizar con cierta eficacia, pese a los limitados recursos que poseen:
  • Denunciar internacionalmente los atropellos de la dictadura.
  • Ayudar a los demócratas dentro de Cuba proporcionándoles aliento, recursos, análisis e informaciones.
  • Generar apoyo internacional para respaldar el cambio.
  • Impedir que el gobierno cubano pueda normalizar sus relaciones con Estados Unidos o Europa sin antes amnistiar a los presos políticos y respetar los derechos humanos y civiles de los cubanos.
  • Estudiar y explorar las mejores vías para lograr una transición exitosa cuando llegue el momento de los cambios.
La triste mayoría silenciosa
¿Y qué papel desempeña el pueblo llano en todo esto? Quiero decir, los diez millones de personas que no forman parte del partido comunista, ni militan en la oposición, ni son militares, agentes de la Seguridad o dirigentes medios del aparato administrativo: nada menos que esas nueve décimas partes del total del censo cubano que sobrevive como puede en medio de la vorágine nacional.

En realidad, ese pueblo llano, hoy dotado de una mínima pulsión cívica, tiene un escaso peso relativo. Ha aprendido a obedecer, aunque sólo sea aparentemente, como una forma de sobrevivir, adoptando lo que en Cuba llaman “la moral de la yagruma”, una planta cuyas hojas tienen dos caras totalmente diferenciadas. Mientras en la intimidad de los hogares o con los amigos de confianza la inmensa mayoría de ese pueblo llano critica en voz baja al gobierno, y lo califica de corrupto e incompetente, culpándolo de la miseria sin esperanzas que padece, no obstante, aplaude si se lo piden, desfila y grita consignas si lo convocan, y hace la cruz en cualquier boleta electoral que le pongan en la mano, aunque carezca de la menor convicción revolucionaria. Lo hace con la actitud mecánica y conformista, podrida por el oportunismo, de quien, para evitar males mayores, participa en un rito hipócrita vacío de cualquier contenido afectivo.

¿Sabemos lo que realmente desea ese pueblo? Sí, porque al menos ha habido dos encuestas imparciales , aunque celebradas en condiciones muy difíciles, y porque conocemos lo que pretende lograr cualquier población compuesta por seres humanos normales. Los cubanos, simplemente, en el terreno estrictamente material, quieren vivir mejor . ¿Qué es eso? Sencillo: tener viviendas mínimamente habitables, alimentarse razonablemente y con comidas variadas, poder tomar leche, comprar pan, huevos, carne o aceite sin racionamientos o precios prohibitivos, y adquirir zapatos o ropas sin tener que arruinarse. Las mujeres ambicionan cosas tan humildes como toallas sanitarias, ropa interior, sábanas, toallas, colchones, almohadas, pañales infantiles desechables, útiles de cocina. Todos quieren tener libre acceso a papel higiénico, jabones, desodorantes. Anhelan poder arreglar y pintar sus viviendas sin tener que robarse los materiales. Sueñan con ciudades en las que las cucarachas y los ratones no les disputen la vía pública a unos transeúntes que tienen que caminar entre aceras y calles destrozadas, sorteando montones de basura hedionda y pestilentes salideros de las alcantarillas. Quieren poder adquirir automóviles, y si no tienen dinero para ello, al menos poder contar con sistemas de transporte humanos, y no esos vehículos atestados por cientos de pasajeros sudorosos y disgustados por el tiempo perdido a la espera de unos autobuses que parece que no llegan nunca.

¿Qué hace el gobierno para mitigar las infinitas necesidades materiales de una población, en general, sin grupos sociales medios, que vive como los sectores pobres de América Latina? Hace dos cosas: o silencia las quejas y las deficiencias y reitera el cínico discurso contra el consumismo occidental, o le entrega a la población dos sofismas políticos complementarios. Le dice (y ya nadie lo cree) que “la culpa es del bloqueo yanqui”, y le asegura que, pese a los síntomas, los cubanos viven en el mejor de los mundos posibles, porque, si no fuera por la revolución, la sociedad padecería una miseria como la haitiana y la población sería esclavizada por los norteamericanos o por los crueles cubanos exiliados ?la mafia de Miami? que regresarían cuchillo en mano a sojuzgar a sus compatriotas y a echarlos de sus viviendas. Simultáneamente, una y otra vez el gobierno les recuerda a los cubanos que, también gracias a la revolución, hoy el país cuenta con una masa notable de personas educadas y con acceso a un extendido (aunque muy precario) sistema de salud.

El pueblo llano, ¿cree, realmente, estas patrañas? Probablemente no, pero, con toda seguridad, esas campañas propagandísticas, repetidas hasta el cansancio por los medios de comunicación, sí han conseguido elevar el nivel de ansiedad de la población (especialmente entre los mayores de 60 años) ante ese eventual cambio de modelo económico que el país desea ardientemente, pero, al mismo tiempo, teme, porque su realidad material es muy endeble y carece de excedentes para afrontar lo desconocido con un mínimo de seguridad. Esa población, pues, sufre las consecuencias de un gobierno que ha sacrificado tres generaciones de cubanos y ahora se dedica a envenenarle la posibilidad de un futuro mejor. Eso, en parte, explica su parálisis, pero, aún en la mayor incertidumbre, no hay duda de que el pueblo llano anhela unas reformas profundas y definitivas que lo saquen de la miseria en la que vive.

Hugo Chávez forma parte de la ecuación
El venezolano Hugo Chávez también forma parte de la ecuación cubana. En diciembre del 2005 Carlos Lage dijo en Caracas que Cuba tenía dos presidentes, Hugo Chávez y Fidel Castro. Inmediatamente, y sin demasiada discreción, se crearon comisiones para comenzar a dar pasos en la dirección de confederar ambos países ajustando sus legislaciones, pero tuvieron que abandonar esos planes unos meses más tarde cuando el Comandante se enfermó. Ya nadie dice que Cuba tiene dos presidentes, Raúl Castro y Hugo Chávez, y mucho menos que Raúl Castro es también el presidente de Venezuela, pero las relaciones entre los dos países son muy intensas y no hay duda de que gravitan sobre el futuro cubano.

Como suele decirse en los guiones de los cómicos más socorridos, Chávez le trae a Raúl Castro una noticia buena y otra mala. La buena son los algo más de cien mil barriles diarios de petróleo (que acaso le permiten reexportar a Cuba entre quince y veinte mil), más los créditos para adquirir productos venezolanos. ¿Cuánto alcanza ese subsidio disfrazado de intercambio? Probablemente entre tres y cuatro mil millones de dólares anuales, una cantidad inmensa si se toma en cuenta el tamaño de la economía venezolana y el escaso volumen de las exportaciones cubanas.

¿Por qué Chávez ha puesto la tesorería venezolana al alcance de las ilimitadas necesidades de la incompetente economía cubana? Porque la asociación con Cuba le proporciona varios elementos clave para sostenerse en el poder:
  • La colaboración muy eficaz de los servicios cubanos de inteligencia, que lo mantienen informado de lo que sucede en todos los niveles de la estructura del poder y de la oposición en Venezuela.
  • Los médicos y personal sanitario cubano para las misiones, dedicados a reclutar la clientela política del chavismo.
  • La creación de un marco de apoyo internacional al chavismo forjado de acuerdo con la vieja técnica de orquestación mundial de la solidaridad revolucionaria que los cubanos aprendieron cuidadosamente de sus maestros soviéticos.
Sin embargo, la mala noticia para Raúl Castro es que Chávez es el continuador del espasmo imperial tercermundista que afectó a Cuba durante medio siglo. Chávez y Fidel deliran en la misma frecuencia, padecen del mismo tipo de mesianismo, y entre el año 2002 y el 2004 ambos llegaron a la peregrina conclusión ?esbozada por el canciller cubano Felipe Pérez Roque en Caracas en diciembre del 2005? de que el eje Habana-Caracas debía asumir paladinamente la defensa del “socialismo del siglo XXI” y reemplazar al Moscú decadente y traidor que había abandonado el objetivo de liberar a la humanidad de las cadenas del opresor capitalismo occidental acaudillado por Estados Unidos.

Así las cosas, al asumir la relación con Hugo Chávez, Raúl Castro obtiene, por una punta, como activos, los recursos que necesita para aliviar la situación económica del país, pero, por la otra, también debe afrontar un enorme pasivo: el costo que significa continuar atado a un proyecto político delirante, anacrónico y condenado al fracaso, que no es más que una nueva versión, menos sangrienta, del que consumió inútilmente las primeras cuatro décadas de la revolución cubana.

Cuando muera Fidel ?padre putativo de Chávez?, ¿qué va a pesar más en el ánimo de Raúl Castro, el suministrador de petróleo y créditos vitales, o el generador de pleitos inútiles, abanderado de causas absurdas defendidas con ideas equivocadas? Cualquiera de las dos opciones tiene un alto costo y un peligro. Si abandona a Chávez pierde ingentes cantidades de recursos y se expone a que los residuos del fidelismo nostálgico conspiren de la mano del venezolano. Si permanece encadenado al socialismo del siglo XXI y al guirigay tercermundista antioccidental, jamás conseguirá sacar a la Isla de la situación en que se encuentra postrada y no podrá legarles a los cubanos (ni a su familia y partidarios) un país sosegado y normal, como afirman que promete a su círculo más íntimo y sensato cuando les revela sus planes y visión de largo plazo.

Estados Unidos: un asunto de política interna
Qué duda cabe de que Estados Unidos es un elemento muy importante en el acontecer cubano. Así ha sido, al menos desde fines del siglo XVIII, seguramente como consecuencia de la cercanía entre ambos países. En todo caso, lo probable es que la transición cubana comience a ocurrir durante el mandato del cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos, ya sea éste el demócrata Barack Obama o el republicano John McCain, lo que incrementa el peso de Washington en la actual circunstancia cubana.

¿Tiene mucha importancia que gobiernen los demócratas o los republicanos para las relaciones entre los dos países? Tal vez menos de lo que pueda suponerse. La ley Torricelli, que endurecía el embargo, fue firmada en 1992 por el primer George Bush, republicano. Y la ley Helms-Burton, que lo endurecía aún más, fue firmada por el demócrata Bill Clinton en 1996. Durante la campaña electoral, los dos candidatos ya han establecido sus vínculos con los grupos de exiliados y lo probable es que en ningún caso se producirá un brusco viraje estratégico en el diseño de la política estadounidense hacia Cuba. Ninguno de los dos partidos siente la menor urgencia de modificar una política con la que han vivido casi medio siglo. Tanto demócratas como republicanos tienen un objetivo muy claro relacionado con el tema cubano: contentar a la mayoría de los votantes procedentes de esta etnia ?algo muy importante en un estado como Florida, ganado en el año 2000 por los republicanos por 586 votos?, y, si se produjera otro episodio de tensión entre los dos países, evitar el éxodo masivo de cubanos hacia Estados Unidos.

La medida para lograr el objetivo seducir a los votantes cubanoamericanos es muy sencilla, como demuestran todas las encuestas: presentar una política de firmeza frente al gobierno de los Castro, objetivo en el que ambos candidatos coinciden en lo fundamental, aunque puedan discrepar en algunos detalles menores, como sucede con el de la frecuencia de los viajes de los cubanos residentes en Estados Unidos a la Isla. En todo caso, la visión de fondo de los policy makers de los dos partidos también coincide en el diagnóstico sobre qué es lo que le conviene a Estados Unidos que suceda en Cuba: que se produzca una transición ordenada y pacífica hacia la democracia, y que la Isla genere suficientes riquezas para sostener a sus habitantes sin que tengan que recurrir a la emigración.

Afortunadamente, ya son muy pocos los políticos norteamericanos que creen que la mejor manera de defender los intereses de los Estados Unidos es contar con gobiernos de mano dura en el vecindario, lo que hoy los hace rechazar la cínica proposición de aplaudir en Cuba el paso de una dictadura antiamericana a otra más o menos similar, pero con buenas relaciones con Washington, capaz de mantener un fuerte control sobre los cubanos para evitar la emigración clandestina a la Florida o el uso de la Isla como una plataforma para el envío de narcóticos a Estados Unidos.

Una política de apaciguamiento y contemporización con una “dictadura comunista buena” lo único que conseguiría sería aplazar el problema, no resolverlo. La lección aprendida a lo largo del siglo XX es que, precisamente, la estrategia de pactar con “our son of a bitch” (Batista, Somoza, et al), fue lo que provocó la posterior aparición de Castro en Cuba y del sandinismo en Nicaragua, y la causante de innumerables y legítimas críticas a Washington, aunque no deja de ser paradójico que la misma izquierda que antes criticaba a los norteamericanos por tener buenas relaciones con las dictaduras de derecha, ahora los critica por no querer tenerlas con las tiranías comunistas.

¿Qué haría Estados Unidos si Raúl Castro, o quienes le sucedan en el poder, intentaran movilizarse en dirección de un cambio real de sistema? Sin duda, ayudarían, tenderían la mano y favorecerían esta evolución. Harían lo que hizo Ronald Reagan cuando advirtió que Mijail Gorbachov se tomaba en serio la perestroika y el glasnost. Con bastante agilidad, el viejo actor convertido en presidente, quien llegó al poder decidido a enfrentarse al “eje del mal”, desarrolló unas relaciones cordiales son su homólogo soviético, facilitando la distensión y las buenas relaciones entre los dos países, luego perfeccionadas durante la presidencia de George Bush (padre).

En el caso de Cuba, con una economía tan pequeña y frágil como la que tiene el país, y dadas las implicaciones políticas internas que poseen los asuntos cubanos en Estados Unidos, no hay duda de que Washington levantaría el embargo a corto plazo, proporcionaría ayuda copiosa para encarrilar la transición y buscaría el respaldo de otros grandes actores internacionales para facilitar el paso hacia la democracia y la prosperidad. Obviamente, nada de esto tendría sentido si se prolonga la dictadura actual, o si el gobierno cubano trata de adaptar a la Isla el modelo chino o vietnamita para prorrogar la autoridad y los privilegios de la clase dirigente. En ese caso, en Estados Unidos no existen incentivos razonables para contribuir a la consolidación de ese sistema, ni habría el menor estímulo por tratar de cambiar la política norteamericana hacia Cuba.

Nadie puede lograr sus objetivos
La ironía del caso cubano es que ninguno de los factores principales de este drama puede lograr por sí solo sus objetivos.

Fidel Castro no conseguirá, tras su muerte, la supervivencia de su régimen comunista dedicado a la lucha internacional contra Estados Unidos y el capitalismo occidental. Cuba, sencillamente, no puede seguir siendo una reliquia de la guerra fría, dotada de una antiquísima visión soviética de las relaciones internacionales. Cuba no puede ser, con carácter permanente, la excepción marxista-leninista en un planeta en el que esa opción dejó de tener vigencia.

Raúl Castro no podrá transferir su inmenso poder al Partido Comunista, fracasará en su intento de crear un mecanismo estable y predecible para transmitir la autoridad, y le será imposible calcar los modos de producción de China y Vietnam, generando con ello una terrible frustración en una sociedad que posee unas altísimas expectativas de mejorar sus formas de vida bajo su mandato.

Los reformistas dentro del aparato de gobierno, aunque sean la inmensa mayoría, no podrán controlar el poder y hacer los cambios que la sociedad desea para salir de la miseria y la incertidumbre en la que vive el país. Llevan demasiado tiempo arrodillados y aplaudiendo y están dominados por la capacidad de intimidación de la cúpula dirigente.

El pueblo llano ?esos diez millones de cubanos de una población de algo más de once? tampoco es un factor del que podemos esperar una actuación desencadenante de una verdadera transición. El estado anímico que prevalece en el país es una combinación entre la indiferencia, la desesperanza y el “sálvese el que pueda”, es decir, la receta perfecta para la parálisis colectiva. El pueblo llano aprendió a no creer en el gobierno ni en la oposición, y sospecha de todo discurso político y de toda construcción teórica. Su principal objetivo, tal vez su único objetivo, es resolver, vivir mejor. Por eso, su norte suele ser, precisamente, el norte.

Los demócratas de la oposición tienen un peso específico más moral que real. El hecho de que no figuren en ninguna de las instituciones oficiales y de que les esté vedado el contacto con las masas, provoca que no puedan poner en marcha ningún proceso de cambios, aunque la labor que realizan y los inmensos sacrificios que hacen ?en los que a veces pierden la vida? sí fomenta la atmósfera para que, en su momento, llegue la ansiada transición.

Hugo Chávez no parece ser un factor destinado a una larga vida política en América Latina. Su peso internacional depende del precio del petróleo, no de sus virtudes personales ni de su ejemplo como gobernante. La alianza que mantiene con los gobiernos de Bolivia, Ecuador y Nicaragua es muy precaria. Su propia autoridad sobre los venezolanos se debilita progresivamente, como se demostró en el referéndum de diciembre de 2007. Las encuestas reflejan la existencia de un chavismo duro que apenas alcanza el 17% del censo, al que se suma otra zona de apoyo, más blanda, aproximadamente de las mismas proporciones: o sea, apenas lo respalda un tercio de los venezolanos. Su sueño de convertir al eje Caracas-La Habana en el reemplazo de Moscú con el socialismo del siglo XXI se va desmoronando poco a poco. Chávez, además, no tiene influencia en Cuba. Es al revés: él es un prisionero-cliente de los muy eficaces servicios de inteligencia que le proporciona el gobierno cubano.

Estados Unidos tampoco tiene cómo acelerar los cambios en Cuba, pero, a la espera de la circunstancia propicia, lo más prudente sigue siendo mantener la estrategia de contención que ya le dio resultado durante la guerra fría frente a la URSS:
  1. Ayudar a los demócratas de la oposición interna y externa, como en su momento hicieron con los disidentes del bloque del Este, para que no sean barridos por el aparato totalitario y puedan servir al país cuando llegue el momento de la transición.
  2. Mantener las transmisiones de Radio y TV Martí para que la población de la Isla tenga acceso a informaciones objetivas sobre la realidad contemporánea frente a la propaganda incesante del totalitarismo.
  3. Forjar lazos con la Unión Europea y Canadá para presentar un frente común ante la dictadura que presione en dirección de los cambios democráticos y el respeto por los derechos humanos.
  4. Ofrecerles ayuda generosa a los cubanos para cuando llegue la “hora cero”, de manera que la población pueda estar segura de que sus condiciones de vida van a mejorar sustancialmente desde el momento en que comiencen los cambios.
El desenlace
¿Cómo terminará la larga era del castrismo? Mi pronóstico es que, tras la muerte de Fidel, Raúl Castro, o sus sucesores ?dado que Raúl es un anciano de 77 años?, ante el continuado desastre material del país, ya sin legitimidad y carentes del aura protectora que proporcionan los dictadores carismáticos ?desde Franco a Trujillo, pasando por el paraguayo Stroessner?, como sucedió en Europa del Este, y aún en la España post-franquista, se verán obligados a afrontar el inapelable desmantelamiento de un sistema disparatado en el que ya nadie cree. En ese momento, quien ocupe el poder en La Habana tendrá ante sí dos opciones:
  • La primera, abrir el juego democrático ampliando los márgenes de participación a toda la sociedad, incluidos los demócratas de la oposición, como, grosso modo, ocurrió en Europa, aun a sabiendas de que a medio o largo plazo perderán el poder, aunque ya saben que hay vida después del comunismo, como se ha comprobado hasta la saciedad.
  • Y la segunda, hacer eso mismo, pero reservándose el control de las Fuerzas Armadas para tutelar el proceso de cambios, como garantía de que no se producirán revanchas, tal y como sucedió en Nicaragua tras la derrota de los sandinistas o en Chile cuando Pinochet perdió el referéndum.
¿Qué sucedería si no ocurre nada de esto y el gobierno opta por mantener el poder por la fuerza, en medio del descrédito del sistema y de la inconformidad casi total de la población? Tal vez, entonces el desenlace será violento e incontrolable. Un día, probablemente en los cuarteles, un grupo de hombres armados intentará iniciar a tiros los cambios que el gobierno, actuando irracional y cobardemente, se negaba a afrontar. A partir de ese momento, cualquier cosa podrá acaecer, incluido el temido y evitable baño de sangre que no se merecen los pobres cubanos tras tantas décadas de sufrimiento y frustraciones. Esperemos que, al menos por una vez, los cubanos actúen razonablemente.
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