Por Jorge Olivera Castillo.
Un cubano de apellido Fernández aún sigue creyendo que la revolución es algo perfectible, salvable y afín a otros valores cercanos al entusiasmo y a la notoriedad.
Este ciudadano pertenece a esos territorios donde convergen utópicos y cándidos, tontos y dogmáticos. En los referidos señoríos todos coinciden en que el socialismo construido hace más de 50 años en la Isla, cuenta con los méritos para ingresar en la selecta nómina de las maravillas del mundo.
Identifican la larga cadena de fallos como percances remediables, tropezones que pasan inadvertidos en la carrera hacia la excelencia.
Fernández es presuntamente un lector del diario oficialista Granma, preocupado por la proliferación de la vagancia entre la población. En su carta enviada a la dirección del periódico, se centra en las consecuencias del asunto y elude las causas.
En su visión crítica, no aparecen referencias de los culpables. Va por las ramas del problema. Opta por la vía más fácil y menos problemática. Pide, con insistencia, que se corrijan las anomalías a través del uso de la fuerza.
A partir de su enfoque, no cree necesaria la reestructuración de los modos de producción, ni en la urgencia de otras rectificaciones de índole económica, laboral, social para propiciar una dinámica de desarrollo sostenible, que ayude a la paulatina erradicación de conceptos, valores y estilos de vida crecidos y estimulados a partir de la aplicación de políticas obsoletas y comprobadamente ineficaces.
Fernández es un observador parcializado. Puede que no tenga el coraje para abordar el asunto en toda su dimensión. También es posible que haya cumplido una orientación del partido con tal de crear la apariencia de que los ciudadanos de a pie pueden expresarse con cierta libertad sobre temas incómodos o es uno de esos ancianos acostumbrados a una pobreza, más o menos tolerable, y que prefieren convivir con sus rutinas, antes que soportar los efectos de un cambio, en el ocaso de sus vidas.
Lo cierto es que los vagos van a seguir siendo parte de nuestra cotidianidad. ¿Qué joven puede sentir deseos de trabajar con un salario que no sobrepasa los 25 dólares mensuales?
¿Por qué el gobierno no acaba de descentralizar la economía para dar paso al libre ejercicio de la actividad productiva particular con lo que esto representaría en términos de eficiencia, creación de empleos mejor remunerados y notable mejoría en los servicios?
La gente no trabaja en Cuba por obvias razones. El sistema es disfuncional y sólo puede mantenerse a partir de los subsidios externos, la plena competencia de los mecanismos represivos, el racionamiento utilizado como una ilusoria fuente de igualdad, unido al acceso “gratuito” a los servicios de educación y salud carcomidos por la ausencia de personal debidamente calificado y la crónica falta de insumos, entre otras irregularidades que crecen de año en año.
El vago es un producto de este engendro que de socialismo no tiene un pelo. “En Cuba es donde la gente que mejor vive es la que no trabaja”. La frase es ampliamente conocida en intramuros. A Fernández le resulta indignante que esa realidad se conserve intacta.
El detonante para desatar su irritación debería resumirse en el hecho de que los principales responsables continúan en sus puestos defendiendo sus intereses de clase.
A esa gente las absuelve con la omisión. Quizás no los ve. Están en las cumbres del poder, demasiado alto.
Es cierto que desde el diario Granma se hace difícil encontrar el ángulo para una observación impecable, veraz, objetiva.
No obstante, pienso que el tal Fernández es uno de esos cubanos que dice haber descubierto rosas impolutas entre los escombros del socialismo real.
Armados con fábulas y retruécanos, estos personajes quieren salvar a toda costa un proyecto político que, según el epitafio, murió en 1968. El año en que las credenciales del totalitarismo se asomaron a los destinos de la república con el nombre de Ofensiva Revolucionaria.
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