Por Huber Matos Araluce.
Si alguna duda hubiera sobre el rechazo de Fidel Castro para hacer cambios en Cuba, qué mejor prueba que los tres años que han pasado desde el 2006, cuando por razones de salud tuvo que apartarse del mando y, como un verdadero monarca, lo delegó temporalmente en su hermano.
Raúl Castro creyó realmente que había heredado el poder. Hizo críticas sobre la realidad cubana, e invitó a la población a expresarse.
Incluso tomaron relevancia los consejos de algunos economistas de la nomenklatura castrista sobre la necesidad de hacer cambios estructurales.
Se generaron expectativas entre los cubanos. Las agencias noticiosas internacionales, siempre prestas a dar crédito al castrismo, pronosticaron el triunfo del pragmatismo sobre el dogmatismo.
A golpe de editoriales, artículos y notas periodísticas en la prensa internacional, la era de Raúl Castro había comenzado.
Pasó el tiempo y las reformas esperadas se esfumaron.
Tres años se perdieron en medio de una seria crisis económica y política, agravada por la inacción, los huracanes y, luego, acentuada por la recesión mundial.
¿Qué sucedía? El enigma se empezó a descifrar cuando se supo que el viejo dictador había superado la gravedad, y desde su convalecencia frenaba los cambios.
La verdad salió a la superficie.
En abril del 2009 Raúl Castro, respondiendo a una iniciativa de Obama, dijo le había enviado al gobierno norteamericano el mensaje de que estaba dispuesto a conversar de todo con Washington.
Fidel Castro, desde su reclusión, reaccionó “aclarando” lo que había querido decir su hermano Raúl e indicando que el sistema político de Cuba no era negociable.
La oferta de Raúl Castro a Obama no necesitaba ninguna clarificación: había sido simple y concreta: Raúl Castro, el presidente designado, estaba dispuesto a conversar de todo con Barak Obama: “derechos humanos, libertad de prensa y presos políticos”.
En una oferta así está implícita la disposición de negociar.
No se puede entender en todo su alcance la descalificación de Fidel Castroa la propuesta de su hermano a Obama si no se tiene en cuenta la crisis por la que atravesaba Cuba.
Deficiencias graves en el sistema de salud, crisis en el sector de la vivienda, el transporte, y los suministros alimentarios, sumadas a una infraestructura obsoleta y deteriorada, la corrupción y los privilegios.
Problemas que no tienen nada que ver con el embargo estadounidense, sino con la ineficiencia de la economía cubana y un sistema político que la población rechaza.
Tampoco es comprensible la conducta de Fidel Castro si no se relaciona con la de otros dictadores, como Mao Tse-Tung o Adolfo Hitler, por ejemplo: individuos obsesionados por su rol histórico, su influencia mundial y su poder total. Personalidades patológicas, que usaron las ideas y los pueblos que pretendieron defender como simples instrumentos en su afán de gloria personal.
Bajo ninguna fórmula Fidel Castro se quedaría sin el enemigo yanqui. Tener enemigos es parte intrínseca de la ecuación totalitaria; sin enemigos no hay guerras, y sin estas no hay gloria.
El enemigo justifica el monopolio del poder y también sus excesos. Aún al borde de su tumba, Fidel Castro tiene que culpar a los Estados Unidos de la gran catástrofe que es Cuba; cualquiera es culpable menos él mismo, el verdadero responsable.
Los dictadores son especialistas en inventar enemigos.
Aun si se levantara el embargo, Castro no daría tregua al imperialismo yanqui, ni al capitalismo explotador.
Tampoco dejaría de perseguir a la oposición democrática, contra la que usa los más insultantes peyorativos.
Fidel Castro, siempre en busca de acentuar la maldad de los Estados Unidos, ha lanzado una campaña temática para convertir en héroes a cinco cubanos condenados como espías en los Estados Unidos. Ignora, a la vez, a los miembros de esa Red Avispa que cooperaron con el gobierno de EEUU a cambio de reducir sus sentencias.
Negociar el levantamiento del embargo con Fidel Castro ha sido imposible, porque solo estaba dispuesto a negociar la rendición incondicional de los Estados Unidos a todas sus exigencias y condiciones. En la dialéctica totalitaria, el contrario no es un opositor político al que se le gana espacio, sino un enemigo. Y los enemigos se combaten para destruirlos. Así de sencillo.
Raúl Castro y sus acólitos han heredado un poder en decadencia.
Además, ante el pueblo, ellos han sido cómplices de los abusos y el fracaso. Como la dictadura depende de Hugo Chávez y del petróleo venezolano, los herederos del poder se preguntaran con frecuencia: ¿Cuánto durará Chávez? ¿Se repetirá otro colapso como el de URSS?
Raúl Castro y sus socios no son demócratas, ni les interesa la democracia. Son millonarios, y están viejos, pero firmemente aferrados a los restos del naufragio. Dicen que están dispuestos a hablar de todo con Obama.
El deterioro de la vida de la población precedió por muchos años a la enfermedad de Castro y su decadencia mental.
Hace tiempo el pueblo sabe que no puede vestirse, curarse o alimentarse con promesas incumplidas.
Cada vez más, los cubanos comprenden que el embargo no es la razón de sus desgracias.
El pueblo responsabiliza a Fidel Castro con el fracaso, lo sabe y lo sufre.
Los cubanos están al tanto de que Raúl Castro es alcohólico y de que no lo respetan ni en las altas instancias del régimen.
Carlos Lage (ex vicepresidente) y Felipe Pérez Roque (ex ministro de relaciones exteriores) fueron removidos de sus cargos hace unos meses por burlarse de la incompetencia de los Castro.
El pueblo cubano no es ajeno a los privilegios con que viven las familias de Fidel y Raúl Castro y los principales generales.
El hermano heredero y sus asociados viven con temor de que el colapso de la URSS pueda repetirse en Venezuela.
Según “The Economist”, Cuba está en la quiebra, a pesar de los miles de millones de dólares de subsidio venezolano.
Sin Chávez la economía colapsaría, y el pueblo podría salir a las calles a exigir ropa, transporte, vivienda, medicina y alimentos.
Una vez en la calle, los más decididos pueden toman el control de las cosas. Si la dictadura saca a la policía política vestida de civil a dar golpes – con varillas de construcción (cabillas) dentro de periódicos - o manda los tanques, el desenlace es imprevisible.
Como en Cuba no hay raulistas, sino un grupo en el poder, atemorizado y sin capacidad para resolver la crisis, la oferta pública de Raúl Castro, de hablar de todo con Obama, no se puede tomar a la ligera. Después de medio siglo de “triunfo socialista” y lucha contra la democracia (a la que llamaban pluriporquería), han llegado a la conclusión de que tienen que tomar otra vereda, otro camino, u otro atajo.
Conscientes de la magnitud de los problemas, los castristas pueden intentar hacer cambios para quedarse en el poder, mimetizando el sistema con eso que ha definido el politólogo Fernando Mires como una “hibridrocracia”.
Algo más complejo y peligroso que una dictadura con disfraz de democracia. O tal vez los herederos intenten quedarse en el poder, pero si la situación se complica, quieran parecer desde ahora dando pasos hacia una transición democrática de la que reclamarían autoría.
Cuando vamos a comenzar una negociación cualquiera, preguntémonos:
¿Se nos ocurriría, como primer paso, cederle incondicionalmente a la otra parte lo que quiere?
Si así lo hiciéramos, seríamos incautos. Lo indicado y lo usual es plantear lo que queremos y de ahí en adelante negociar, asegurándonos de no ceder en lo fundamental.
La negociación entre la administración de Barak Obama y la dictadura castrista ha comenzado, aunque las partes lo oculten y lo nieguen.
Y no es una negociación en la que participa el pueblo cubano.
¿Qué querrán Raúl Castro y sus socios, qué querrá Washington?
¿Lo mejor para el pueblo cubano? Lo dudo, de ambas partes.
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