miércoles, 28 de octubre de 2009

Gabriel García Márquez: a la sombra del patriarca.

Muchos años después, frente a la redacción de sus memorias, Gabriel García Márquez había de recordar la tarde remota en que su abuelo le puso en el regazo un diccionario y le dijo: “Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.” “¿Cuántas palabras tiene?”, le preguntó el niño. “Todas.”

En cualquier lugar del mundo, si un abuelo regala a su pequeño nieto un diccionario le está dando el instrumento del saber. Pero Colombia no era cualquier lugar: era una república de gramáticos. Durante la juventud del abuelo, el coronel Nicolás Márquez Mejía (1864-1936), no menos de cuatro presidentes de la república, un vicepresidente y otros magistrados –todos del bando conservador– habían publicado compendios, tratados (en prosa y verso) sobre la ortología, ortografía, filología, lexicografía, prosodia y gramática del idioma castellano. Malcolm Deas, el historiador oxoniense especialista en Colombia que ha estudiado el singular fenómeno, aduce que la obsesiva preocupación por el idioma que revelaba el cultivo de estas ciencias (“sus practicantes –acota Deas– insistían en llamarlas ‘ciencias’”) tenía su origen en una vocación de continuidad con el tronco cultural español. Al hacer suya “la eternidad de España en el idioma” buscaban asegurar, por decirlo así, el monopolio legítimo de sus tradiciones, su historia, sus autores clásicos, sus raíces latinas. Esta apropiación, precedida por la fundación en 1871 de la Academia Colombiana de la Lengua correspondiente a la Española (la primera en América), fue una de las sorprendentes claves en la larga hegemonía conservadora en la historia política de Colombia (1886-1930).

El abuelo de García Márquez, figura de sus primeras novelas (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba), no fue ajeno a esta historia político-gramatical. El coronel Márquez Mejía había militado en las filas del legendario general liberal Rafael Uribe Uribe (1859-1914), uno de los pocos caudillos de la historia colombiana, y cuya trayectoria inspiró a su vez el personaje del coronel Aureliano Buendía. Incansable e infortunado combatiente de tres guerras civiles, abogado, pedagogo, librero, periodista, diplomático, Uribe Uribe había sido también, previsiblemente, un esforzado gramático. Era la forma cívica de disputar el poder a los conservadores. Aprovechó una de sus estancias en prisión para traducir a Herbert Spencer y escribir un Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de lenguaje (1887) que tuvo, al parecer, regular suerte. En 1896 se batió solo en el Parlamento contra sesenta senadores conservadores. A fin de cuentas, la aplastante mayoría no le dejó otro camino que darle –según su propia frase– “la palabra a los cañones”. Uribe Uribe fue el protagonista central en la sangrienta “Guerra de los mil días” (1899-1902), al cabo de la cual se firmó la “Paz de Neerlandia”. Atestiguó la escena el coronel Márquez, quien años después solía recibir a su antiguo jefe en la casa familiar de Aracataca, cercana a esos hechos. Uribe Uribe fue asesinado en 1914. Dos décadas después, su lugarteniente regalaba a su nieto mayor no un sable ni una pistola sino un diccionario. En cualquier parte, un instrumento del saber. En Colombia, un instrumento del poder.

El poder le llegaría en efecto, por la vía de las letras, pero ni en sus más desaforados sueños pudo imaginar el coronel Márquez el prodigioso ars combinatoria que aquel nieto suyo –a quien apodaba “mi pequeño Napoleón”– aplicaría a aquel diccionario “de casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos” que “Gabito” comenzaba a leer “por orden alfabético y sin entenderlo apenas”. Premio Nobel de Literatura en 1982, sus principales novelas –traducidas universalmente– fueron celebradas en su momento por V.S. Pritchett, John Leonard y Thomas Pynchon, entre muchos otros. A lo largo y ancho del mundo circulan profusamente sus ficciones, con su extraordinario poder fabulador, su encanto poético y una prosa tan flexible y rica que por momentos parece contener, en efecto, todas las palabras del diccionario. Su obra ha sido objeto de estudios, seminarios, óperas, conciertos, representaciones teatrales, adaptaciones cinematográficas y sitios de internet. Su hogar natal es destino de peregrinajes literarios. En Cartagena de Indias, el puerto amurallado donde el joven periodista García Márquez pasó años de severas privaciones, los taxistas señalan la “Casa del Premio”, una de las que posee “Gabo” en varias ciudades del mundo. El cariñoso apodo no es casual: refleja la simpatía popular que ha sabido concitar alrededor suyo.

En 1996 García Márquez saldó viejas cuentas de la historia colombiana y encabezó una pequeña revolución contra los diccionarios. Para escándalo de las academias de la lengua, la Real Academia Española y las correspondientes en América, reunidas en Zacatecas, el célebre autor –como un amo y señor de “la eternidad de España en el idioma”– se pronunció por ¡la abolición de la ortografía! El desplante era la victoria final del radicalismo liberal colombiano frente a la hegemonía de los gramáticos y latinistas conservadores. Los fantasmas del general Uribe Uribe y el coronel Márquez sonreían complacidos. Y Fidel Castro sonreía también. Aunque decía compartir la “teoría escandalosa, probablemente sacrílega para academias y doctores en letras, sobre la relatividad de las palabras del idioma”, celebraba que, en su cumpleaños setenta, García Márquez le hubiera dado el más “fascinante” de los regalos, una “verdadera joya”: un diccionario.

“Escribo para que mis amigos me quieran”, ha dicho repetidamente. Uno de sus grandes amigos es precisamente Fidel Castro. No hay en la historia de Hispanoamérica un vínculo entre las letras y el poder remotamente comparable en duración, fidelidad, servicios mutuos y convivencia personal al de Fidel y “Gabo”. Ya viejo, enfermo y necesitado de ayuda, Rubén Darío, el gran poeta nicaragüense que influyó mucho en García Márquez, aceptó los mimos del dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera y aun escribió para él poemas laudatorios. Las razones políticas de Fidel son tan evidentes como las de Estrada Cabrera: se miden en dividendos de legitimidad. Pero a García Márquez, que no tiene los apremios económicos de Darío, ¿qué razones lo mueven?

Ahora, gracias a la voluminosa biografía del profesor inglés Gerald Martin, Gabriel García Márquez / A Life,al menos los orígenes psicológicos de esa relación comienzan a aflorar. Tratándose de una biografía explícitamente oficial o “tolerada”, no es un mérito menor de Martin haberlos rastreado. Se remontan a la casa familiar de Aracataca y, en particular, al vínculo de “Gabito” con su patriarca personal, el coronel Márquez. Ahí está la semilla de su fascinación frente al poder: cifrada, elusiva, pero mágicamente real, como la historia de un diccionario que pasó del coronel al comandante, por las manos del escritor.

“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, escribe García Márquez en el epígrafe de sus memorias. Así ha recordado, reelaborado y contado de varias maneras un episodio trágico en la vida de su abuelo. Ocurrió en 1908, en la ciudad de Barrancas. García Márquez lo refiere en Vivir para contarla (único tomo publicado de sus memorias) como un “duelo”, un “trance de honor” en el que el coronel no tuvo más remedio que enfrentar a un amigo y lugarteniente suyo. Era “un gigante dieciséis años menor que él”, casado y padre de dos hijos, y se llamaba Medardo Pacheco. La querella –en esta versión– se había originado debido a “un comentario infame” sobre la madre de Medardo, “atribuido” al abuelo. Este habría dado “satisfacciones públicas” que no lograron atenuar el vociferante encono del hijo. A su vez, el coronel también se sintió “herido en su honor”, por lo que habría desafiado a Medardo a muerte “sin fecha fija”, habría tomado seis meses en arreglar sus asuntos para asegurar la vida de su familia y, finalmente, habría ido a encontrar el destino. “Ambos estaban armados”, precisa García Márquez. Medardo cayó muerto.

Una versión anterior (1971), recogida en una entrevista con Mario Vargas Llosa, omite el duelo: “Él en alguna ocasión tuvo que matar a un hombre, siendo muy joven [...] Parece que había alguien que lo molestaba mucho y lo desafiaba, pero él no le hacía caso hasta que llegó a ser tan difícil la situación que, sencillamente, le pegó un tiro.” Según García Márquez, el pueblo justificó los hechos al grado inverosímil de hacer que uno de los hermanos del muerto durmiera “en la puerta de la casa, ante el cuarto de mi abuelo, para evitar que la familia viniera a vengarlo”.

“No sabes lo que pesa un muerto”, repetía el abuelo, descargando su conciencia con “Gabito”, que escuchaba absorto sus historias guerreras y que ha subrayado la importancia de ese episodio en su vida: “Fue el primer caso de la vida real que me revolvió los instintos de escritor y aún no he podido conjurarlo.” Justamente para conjurarlo, optó por recrearlo “no como se vivió sino como se recuerda para contarlo”. Quizá la primera elaboración literaria del episodio fue el guión de la película Tiempo de morir (1965) del cineasta mexicano Arturo Ripstein. Luego de purgar años de prisión, un hombre llamado Juan Sáyago vuelve al pueblo donde mató a otro, Raúl Trueba, tras una carrera de caballos. Sáyago busca reconstruir su casa y recobrar al amor que dejó, pero los hijos del difunto, convencidos de que la muerte había sido artera, lo han esperado todo ese tiempo para vengarse. El guión disculpa al protagonista: “Sáyago no mata a un hombre desarmado”; no lo mató “a la mala”; “lo mató de frente, como a los hombres”. Finalmente, Sáyago no tiene más remedio que matar de frente a uno de los hijos de Trueba y a su vez es muerto –de espaldas, a la mala y desarmado– por el otro.

En Cien años de soledad la escena aparece también, trasformada en una reyerta de gallos tras la cual Aureliano Buendía ordena al insolente Prudencio Aguilar ir a armarse para estar en igualdad de condiciones. Sólo así puede matarlo con un certero lanzazo. Como el coronel Márquez en la vida real, el primer Aureliano emprende con su familia un éxodo que lo llevará a fundar un nuevo pueblo: el Aracataca real, el mágico Macondo. Pero los horizontes nuevos no disipan la desgracia. Ambos personajes, el real y el imaginario, viven atenazados por el “remordimiento siniestro”. Pero ambos se resisten también al arrepentimiento y repiten: “Volvería a hacerlo.”

Tras entrevistar a descendientes de testigos presenciales y recoger la memoria colectiva, Gerald Martin reconstruye una versión diametralmente distinta. “No hubo nada remotamente heroico en ello.” La madre de Medardo era la amante despechada del jactancioso coronel; el hijo agraviado quiso lavar su honor; Márquez (nada joven, tenía 44 años) escogió “la hora, el lugar y la manera de la última confrontación” y lo mató a la mala: Medardo estaba desarmado. En la Gaceta Departamental de Magdalena de noviembre de ese año, que Martin consultó, se menciona la prisión del coronel por “homicidio”. Tras una estancia en la cárcel, como sus avatares literarios, no regresó a Barrancas (donde seguramente hubiera recibido el trato que se dio a Juan Sáyago) sino que emprendió el viaje fundacional a Aracataca en espera de que la nueva bonanza del banano le trajera la prosperidad y el olvido.

El vínculo entre el abuelo y el nieto –recogido en detalle por Martin– explica la necesidad de crear aquella ficción original y aferrarse a ella. “Siempre estábamos juntos”, recuerda en sus memorias García Márquez, que lo imitaba hasta en el vestir. En la casa “los únicos hombres éramos mi abuelo y yo”. Alejado en su primera infancia de sus padres y rodeado de un tropel de “mujeres evangélicas” (abuela, tías, criadas indígenas), “el abuelo era para mí la seguridad completa. Sólo con él desaparecía la zozobra y me sentía con los pies sobre la tierra y bien establecido en la vida real”. “Encallado en la nostalgia” de aquel abuelo rechoncho y tuerto, con sus espejuelos negros, el que festejaba el “cumpleaños” de su nieto cada mes, el que celebraba sus precoces talentos de fabulista y le hacía recontar las películas luego de ir juntos al cine, el que lo llevó a conocer el hielo, García Márquez vivió un piadoso e indulgente sentimentalismo hacia aquella figura originaria del poder. Tenía ocho años cuando el abuelo murió. “Algo de mí había muerto con él”, escribió en sus memorias. Y alguna vez comentó que, desde entonces, “nada importante le había sucedido”. En opinión de Martin, no exageraba: “Uno de los impulsos más poderosos en la vida futura de García Márquez fue el deseo de reinsertarse en el mundo de su abuelo”, lo cual implicaba heredar “las memorias del viejo, su filosofía de vida y su moralidad política”, una moralidad política que cabía en una sola frase: “Volvería a hacerlo.”

Otro elemento central en la conciencia política de García Márquez es el antiimperialismo. Se formó con hechos reales y reelaboraciones literarias en torno a la United Fruit Company. Tanto en Cien años de soledad como en Vivir para contarla, el enclave no es una mera Company town (con sus plantaciones, ferrocarriles, telégrafos, puertos, hospitales y flotas) sino una “maldición bíblica”, un vendaval de la historia cuya “inspiración mesiánica” removió la esperanza de miles de personas (entre ellas los abuelos de García Márquez) para luego desmadrar las aguas del paraíso original, violar su quietud, exprimir y envilecer a su gente y abandonar todo a su suerte. Al partir, aquella “plaga” había dejado tras de sí sólo la “hojarasca” con “los desperdicios de los desperdicios que nos había traído”. En el arranque de sus memorias, al recordar su vuelta al origen con su madre a mediados de siglo, García Márquez evocaría su paisaje infantil como un apartheid caribeño: la “ciudad prohibida”, “privada”, de los gringos, con sus “lentos prados azules con pavorreales y codornices, las residencias de techos rojos y ventanas alambradas y mesitas plegables para comer, entre palmeras y rosales polvorientos [...] Eran apariciones instantáneas de un mundo remoto e inverosímil que nos estaba vedado a los mortales”.

¿Hechos históricos o buenas historias? ¿Realidad vivida o reelaborada para ser contada? Martin deja de lado que el gran animador del cultivo del banano fue el mismísimo general Uribe Uribe (profesor de economía, propulsor de la agricultura de exportación alentada por el Estado). El legendario guerrero poseía, además, una de las mayores plantaciones de café en Antioquia. Martin, en cambio, consigna que su lugarteniente Márquez fue uno de los primeros beneficiarios de ese proyecto de inversión. Su buena casa en Aracataca no tenía alberca ni cancha de tenis, pero era de cemento, contaba con varias habitaciones y era una de las más amplias del pueblo. Como recolector de impuestos para la Hacienda Municipal, “el ingreso del coronel dependía fuertemente del bienestar financiero, la intoxicación física y la resultante promiscuidad sexual de la muy despreciada ‘hojarasca’. No podemos saber qué tan diligentemente cumplía Nicolás con su deber, pero el sistema no dejaba mucho espacio para la probidad personal”. El coronel –desliza Martin en una nota– regenteaba establecimientos llamados “academias”, “donde con toda libertad se disponía de alcohol y sexo” y por donde debieron transitar esas “putas inverosímiles” que serían inspiración temprana de los cuentos y novelas de su nieto hasta su última novela, Memoria de mis putas tristes.

Arrastrado por la fuerza de la versión “recordada”, a Martin se le escapa la ambigüedad de la familia ante la Compañía, actitud de amor-odio frente a los yanquis típica del Caribe. A la Compañía se le reclamaba su abandono, no su existencia. En sus memorias García Márquez consigna que su madre Luisa Santiaga (personificación de Úrsula en la célebre novela) “añoraba la época de oro de la Compañía bananera”, sus tiempos de “niña rica”, sus clases de clavicordio, de baile y de idioma inglés. Y él mismo confesaba extrañar a su bella maestra en la escuela Montessori y las expediciones a la tienda de la Compañía con su abuelo. Lo cierto, en definitiva, es que la Compañía bananera trajo consigo mucho más que hojarasca. Como explica Catherine C. LeGrand, aquel fue un crisol de cosmopolitismo y localismo, de “oro verde” y brujería, de plumas Parker, Vick VapoRub, Quaker Oats, pasta Colgate y autos Chevrolet o Ford (como el que aparece en una fotografía familiar en el libro de Martin), con pociones mágicas y medicina homeopática (como la que practicaba Eligio, el errático, impecune, desbraguetado y ausente padre de “Gabito”), de libros de rosacruces y misales católicos, de masones y teósofos, de historias diabólicas e inventos modernos, de artesanos y profesionistas, de personajes enraizados por siglos en tierra costeña y tipos venidos de Italia, España, Siria y Líbano. La madre hubiera querido que ese “falso esplendor” durara para siempre. Por eso, según las memorias, al ver de nuevo la plaza de la masacre le dice a su hijo: “Ahí fue donde se acabó el mundo.” El mundo era su mundo. El paraíso no preexistía a la Compañía. El paraíso era el mundo creado con la llegada de la Compañía, una alquimia tropical que García Márquez recrearía en sus primeras novelas y, admirablemente, en Cien años de soledad.

Tras el recuerdo del apartheid venía el del apocalipsis. Y sin duda lo fue. En 1928 y a instancias de la United Fruit, las tropas federales abrieron fuego contra una concentración de obreros huelguistas en la estación de La Ciénega, muy cercana a Aracataca, donde Gabriel García Márquez (nacido el 6 de marzo de 1927) vivía con sus abuelos. Hubo cientos de muertos. La matanza –recreada hiperbólicamente en Cien años de soledad– desacreditó al régimen conservador y abrió paso a partir de 1930 a una serie de gobiernos liberales, cuyas importantes reformas sociales encontraron oposición en los conservadores, que adoptaron posiciones cada vez más reaccionarias. Para las elecciones de 1946, el partido liberal en el poder se escindió en dos candidaturas, la moderada de Gabriel Turbay y la radical de un carismático líder llamado Jorge Eliécer Gaitán. 

En sus populares arengas antiimperialistas Gaitán hacía continua referencia a la masacre de 1928, que había investigado y denunciado como parlamentario en aquel año. De pronto, en el marco de la Novena Conferencia Panamericana que tenía lugar en Bogotá, el 9 de abril de 1948, Gaitán fue asesinado. El estudiante de derecho Gabriel García Márquez vivió de cerca aquel episodio conocido como el “Bogotazo”. Fue –como para Castro, que también estaba allí– su “Damasco político”: reabrió el agravio de 1928, ahondó su odio al imperialismo estadounidense y despertó sus simpatías por el comunismo.

Además de esas dos reelaboraciones autobiográficas y literarias –la angelical del coronel y la demoníaca de la compañía bananera–, en la conciencia política del escritor cristalizó desde muy joven un descrédito de la democracia representativa y los valores republicanos. Martin parece compartirlo: “Colombia es un curioso país en el que los dos partidos políticos han sido enemigos abiertos y acérrimos durante casi dos siglos y, sin embargo, se han unido tácitamente para asegurar que la gente carezca siempre de una genuina representación.” Esa idea de Colombia como una república simulada tampoco corresponde enteramente a la realidad. Según Malcolm Deas, desde muy temprano en el siglo XIX, en los lugares más apartados la gente en Colombia ha vivido alerta a la política nacional, participando en elecciones periódicas, limpias y competitivas, con una división de poderes real y, al menos en el siglo XX, leyes y libertades no despreciables. Salvo el efímero episodio del general Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957), los colombianos no han admitido golpes de Estado ni dictaduras. Quizá no sea exagerado afirmar que ningún otro país de la región (ni siquiera Costa Rica, Chile, Uruguay o Venezuela en la segunda mitad del siglo XX, antes del arribo de Hugo Chávez) ha ensayado más tenazmente la democracia, a pesar de lo cual la violencia parece una segunda naturaleza.

La razón principal de la violencia fue la discordia entre liberales y conservadores, querella de valores políticos, económicos, sociales y sobre todo educativos y religiosos, presente en los países hispanoamericanos desde el siglo XIX. A pesar de su vocación democrática y republicana, Colombia falló en encontrar una fórmula de estabilidad y arrastró el conflicto hasta extenuarse. La tradición legalista y formal de los gramáticos en el poder se rompía una y otra vez por la vía de las armas. “En Colombia –sentenció el presidente Rafael Núñez, a fines del siglo XIX– hemos organizado la anarquía.”

Esa incapacidad para la concordia estalló una vez más en el “Bogotazo” de 1948, plantando en el joven García Márquez una convicción de hierro sobre la futilidad de las ideologías liberales o conservadoras. Como el coronel Aureliano Buendía, terminó por pensar que “la única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores a misa de ocho”. Quizá desde entonces coincidió con el famoso dictamen de Simón Bolívar escrito en 1826 a su compañero y rival, el “legalista” Santander: “estoy penetrado hasta dentro de mis huesos que solamente un hábil despotismo puede regir a la América”.

Un déspota hábil, un patriarca bueno, un nuevo Uribe Uribe pacificador y antiimperialista: ese sería su elemental ideario político. Para cumplirlo, su camino sería largo y difícil. Y su instrumento, como quería el abuelo, no serían los cañones sino las palabras.

Gabriel García Márquez / A Life es la historia oficial de esa saga literaria y política. Se divide en tres secciones. La primera, centrada en Colombia desde 1899 hasta 1955, compite de algún modo con Vivir para contarla pero refresca con datos nuevos los orígenes familiares, perfila a cada personaje del mágico gineceo de Aracataca, reconstruye con detalle la vida estudiantil en el prestigiado colegio de San José, toca las pocas alegrías y muchas miserias de la familia nuclear de García Márquez (cada año enriquecida y empobrecida con la llegada de un nuevo hermanito) y, sobre todo, las peripecias de un muchacho muy pobre en diversas ciudades (Cartagena, Barranquilla, Bogotá), rodeado de amigos periodistas y preceptores literarios, empeñado apasionadamente en perseguir un destino de escritor así fuera vendiendo enciclopedias en abonos o adaptando radionovelas. Extrañamente, Martin elude casi por completo el contexto cultural en que creció García Márquez (la impronta abierta y alegre del Caribe, con su extraordinaria liberalidad, su sensualidad carnavalesca, su “bardolatría”, su musicalidad, su gusto por la broma estrafalaria, la magia negra y la muerte fácil); sobrevalora la riqueza y complejidad de su formación literaria (en realidad, buenas lecturas de Darío y el Siglo de Oro español, bastante de Faulkner y Hemingway, algo de Kafka, poco del “escabroso” Freud, menos del “farragoso” Mann) y apenas se ocupa de sus artículos periodísticos.

Aunque casi no hay cartas ni documentos de archivos privados o públicos en el libro, Martin –conocido por el clan García Márquez como el “Tío Jéral”, según dice en su prólogo– entrevistó durante diecisiete años a más de quinientas personas, familiares, amigos, colegas, editores, biógrafos, hagiógrafos y académicos proclives en su mayoría al escritor. El efecto de esos testimonios puede ser literariamente eficaz pero biográficamente dudoso. Algunos irrecusables, como el de Plinio Apuleyo Mendoza, confirman la agotadora pobreza del joven escritor, pero ¿vivió en realidad en un cuarto de tres metros cuadrados? ¿Se habituó “a un virtual olvido de sus propias necesidades corporales”? Y en otros lances, ¿se acostó de verdad con la mujer de un militar que al descubrirlo en el acto lo perdonó por gratitud a su padre homeópata? ¿Escribió La hojarasca, su primera novela sobre Macondo, inspirado por aquel viaje con su madre a Aracataca? Y ese viaje (tan parecido, como sugiere Martin en una nota, al comienzo de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo que fue decisiva para el tono de Cien años de soledad), ¿ocurrió realmente en 1950 y fue tan crucial para su obra como sugieren las memorias? Una carta no recogida por Martin, fechada en marzo de 1952 y publicada en Textos costeños (primer tomo de su obra periodística), parece responder negativamente:

Acabo de regresar de Aracataca. Sigue siendo una aldea polvorienta, llena de silencio y de muertos. Desapacible; quizá en demasía, con sus viejos coroneles muriéndose en el traspatio, bajo la última mata de banano, y una impresionante cantidad de vírgenes de sesenta años, oxidadas, sudando los últimos vestigios del sexo bajo el sopor de las dos de la tarde. En esta ocasión me aventuré a ir, pero creo que no vuelva solo, mucho menos después de que haya salido La hojarasca y a los viejos coroneles les dé por desenfundar sus chopos para hacerme una guerra civil personal y exclusiva.

 La segunda sección abarca la trayectoria de “Gabo”, desde su vagabundeo por Europa con residencia en París (1955-1957), su matrimonio (1958) con Mercedes –su sagaz y paciente novia de juventud– y sus avatares en Nueva York como periodista de Prensa Latina (la agencia cubana de noticias creada tras el triunfo de Castro), hasta el año de 1961, en que se estableció definitivamente en México, el hospitalario país (felizmente autoritario, antiimperialista y ordenado, en aquel entonces) donde nacieron sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo, y donde ganó por primera vez un ingreso razonable y seguro en un par de agencias de publicidad americanas (Walter Thompson y McCann Erickson), dirigió con éxito dos revistas comerciales (La Familia y Sucesos para Todos), probó suerte en el cine, publicó El coronel no tiene quien le escriba (1961), refrendó viejas amistades (en particular, Álvaro Mutis) e hizo muchas otras, no menos generosas y perdurables (por ejemplo, la de Carlos Fuentes), compró coche y casa propia, matriculó a sus hijos en el American School, se empavoreció ante el writer’s block, temió ser víctima de una “buena situación” y finalmente, a los cuarenta años, sorprendió a generaciones de lectores con la aparición en 1967 de Cien años de soledad.

“Todos tienen tres vidas, una vida pública, una vida privada y una vida secreta”, advirtió García Márquez a su biógrafo. Fuera de la notable revelación sobre el abuelo, el libro de Martin sólo desentraña un episodio de la “vida secreta” de García Márquez: su relación en París –prematrimonial, por supuesto– con una española, aspirante a actriz. Aunque tormentoso y desventurado, aquel amor fue importante no sólo en sí mismo sino como inspiración de El coronel no tiene quien le escriba y de un cuento perturbador: “El rastro de tu sangre en la nieve”. Pero otros aspectos de su “vida secreta” permanecen en la penumbra. ¿Por qué truncó súbitamente su relación con Prensa Latina? Sólo los archivos cubanos, si algún día se abren, podrían arrojar luz. ¿Cuál fue la trama de su largo noviazgo epistolar con Mercedes? Imposible saberlo: ambos dicen haber quemado sus cartas. ¿Cómo evolucionó su vínculo con sus colegas? Salvo las cartas cruzadas con su entonces amigo Plinio Apuleyo Mendoza y alguna más, los archivos literarios a la mano no fueron consultados.

El recuento de la “vida privada” del escritor bohemio, cantante y bailarín deambulando por Europa contiene anécdotas conmovedoras. ¿Es verdad que “coleccionaba botellas y periódicos viejos y que un día tuvo que mendigar en el metro”? Lo cierto, como apuntó Apuleyo Mendoza, es que García Márquez parecía totalmente desinteresado en la experiencia de Europa, vivía ensimismado en sus proyectos. Según Martin, “es sorprendente cuánto de Europa del Este y del Oeste alcanzó a ver”, pero el propio García Márquez lo corrigió: “Sólo vagué por dos años, sólo atendí a mis emociones, a mi mundo interior.”

En cuanto a la “vida pública”, Martin sí se ocupa del periodista García Márquez –en esa época reportero estrella de El Espectador– aventurándose por la Europa del Este (Alemania Oriental, urss, Polonia, Hungría). Señala, por ejemplo, su extraña fascinación ante la figura embalsamada de Stalin: “Es un hombre –escribió García Márquez– de una inteligencia tranquila, un buen amigo, con un cierto sentido del humor [...] nada me impresionó tanto como la fineza de sus manos, de uñas delgadas y transparentes. Son manos de mujer.” De ningún modo se parecía al personaje “sin corazón que Nikita Jruschov había denunciado con diatriba implacable”. Martin advierte también la “intoxicación” que le produce la proximidad física de János Kádár, el hombre que reprimió la sublevación húngara, cuyos actos se empeña en justificar. Al enterarse del fusilamiento del líder Imre Nagy, García Márquez lo critica, no en términos morales sino por ser una “estupidez política”. “Quizá no debería sorprendernos –dice Martin, en uno de los pocos momentos de atrevimiento crítico– que el hombre que lo escribió, alguien que en ese momento cree firmemente en la existencia de hombres ‘adecuados’ e ‘inadecuados’ para cada situación, y que con bastante sangre fría antepone la política a la moralidad, eventualmente haya apoyado a un líder ‘irremplazable’ como Castro en las buenas y en las malas.”

Las páginas dedicadas a la gestación de Cien años de soledad son francamente emocionantes, pero las conclusiones parecen exageradas:

Un espejo en el que su propio continente por fin se reconoce a sí mismo, y que funda así una tradición. Si fue Borges quien proveyó el encuadre (como un tardío hermano Lumière), fue García Márquez quien ofrece el primer gran retrato colectivo. De este modo los latinoamericanos no sólo se reconocen a sí mismos sino que también serían reconocidos en todos lados, universalmente.

El entusiasmo con que todos leímos entonces aquella obra ya clásica llevó, en efecto, a considerarla una especie de Biblia (como sostenía Fuentes) o al menos un “Amadís de América” (frase de Vargas Llosa), pero lo cierto es que aquel mundo no podía ser el espejo de toda Latinoamérica. Dos elementos esenciales le faltaban, al menos: la dimensión indígena y la religiosidad católica. Era, en todo caso, un espejo alucinante del Caribe (que no es poco). La crítica, sin embargo, no fue unánimemente elogiosa. Jorge Luis Borges comentó: “Cien años de soledad está bien, pero le sobran veinte o treinta.” Y Octavio Paz la trató con severidad:

La prosa de García Márquez es esencialmente académica, es un compromiso entre el periodismo y la fantasía. Poesía aguada. Es un continuador de una doble corriente latinoamericana: la épica rural y la novela fantástica. No carece de habilidad pero es un divulgador o, como llamaba Pound a este tipo de fabricantes, un diluter.

A lo largo del libro, Martin tiende a omitir estas críticas literarias o a descartar a los futuros críticos de su castrismo (Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa) atribuyéndoles un equivocado sesgo ideológico, motivos de amargura y una oscura envidia hacia el autor de la novela que, según Martin, “es el eje de la literatura latinoamericana del siglo XX, la única novela canónica e histórica a escala mundial del continente”. El biógrafo convertido en secretario de actas del Juicio Final.

Lo cierto es que a partir de la tercera sección del libro, “Celebridad y política: 1967-2005”, Martin pierde la distancia. Si bien continúa registrando animadamente las circunstancias en que fueron creadas las novelas subsiguientes (las viejas obsesiones sobre el poder plasmadas en El otoño del patriarca, el recuerdo de un episodio real atestiguado en Sincé por Mercedes en Crónica de una muerte anunciada, el idilio de los padres en El amor en los tiempos del cólera), Martin no se separa del libreto oficial de García Márquez. El libro adopta el tono de un reportaje de sociales. La “vida privada” al servicio de la “vida pública”: página tras página, un alud de cenas, comidas, entrevistas, declaraciones, bromas, viajes turísticos, hoteles, restaurantes, teatros, fiestas de cumpleaños, fiestas de Navidad, veladas bohemias; desfile de reyes, príncipes, presidentes, actrices y actores, artistas, autores, gente de la “avant-garde”; diez páginas dignas de ¡Hola! dedicadas a la ceremonia del Premio Nobel. Hasta los más fervorosos fans de “Gabo” podrían encontrar fatigosos estos pasajes sobre la larga marcha de García Márquez hacia el sitial que Martin, en su epílogo, llama “Inmortalidad: el nuevo Cervantes”.

García Márquez dice haber salido de ese laberinto poniendo la fama al servicio de un fin más alto y noble: la Revolución cubana. Pero el desarrollo de su obra ofrece elementos suficientes para explicaciones menos piadosas.

En el principio fue la representación del poder: en las novelas cortas, luego en Cien años de soledad (con su coroneles poderosos, pero siempre viejos y solitarios, desesperanzados “más allá de la gloria y de la nostalgia de la gloria”) y finalmente en El otoño del patriarca (1975), la obra favorita de García Márquez. Esta novela se trataba, según explicó en 1981 a Plinio Apuleyo Mendoza, de un “poema sobre la soledad del poder”. El tema lo apasionaba: “siempre he creído que el poder absoluto es la realización más alta y compleja del ser humano”. Pero había también una dimensión secreta: “es un libro de confesión”. Martin terminó por creer esta hipótesis rousseauniana: en ese libro –asegura– predomina un afán moral de “autocrítica”. El patriarca ambicioso, lascivo, repugnante, cruel y solitario, sobre todo solitario, sería el propio García Márquez, “un famosísimo escritor que se siente terriblemente incómodo con su fama” y busca liberarse mediante una confesión autobiográfica.

El otoño del patriarca no fue la primera novela del siglo XX escrita en castellano sobre dictadores tropicales. Ramón del Valle-Inclán había escrito Tirano Banderas (1926) y Miguel Ángel Asturias (Premio Nobel en 1967) había publicado en 1946 El Señor Presidente. Por otra parte, según cuenta Augusto Monterroso, a principios de 1968 varios narradores latinoamericanos (Monterroso menciona a Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar, Donoso, Roa Bastos, Alejo Carpentier, pero no a García Márquez) planearon publicar un libro sobre los dictadores de sus respectivos países. El proyecto no se llevó a cabo. “Me dio miedo terminar ‘comprendiéndolo’ y ‘teniéndole lástima’”, argumentó Monterroso, que debía recrear a Somoza. Con esos antecedentes, parecería que García Márquez acometió la redacción final de su novela del dictador más por espíritu de competencia que de contrición. Llevaba años rumiándola, tenía extensos borradores, él le “enseñaría” a Asturias “cómo escribir una verdadera novela de dictadores”. A Asturias y a sus propios amigos.

Si algo prueba la relectura de El otoño del patriarca es que la dictadura se ajusta a las necesidades expresivas del realismo mágico. Los desplantes y arbitrariedades de un dictador, su utilización del poder como expresión personal, la embriaguez dionisíaca de su fuerza son variantes naturales de lo real-maravilloso. El patriarca “sólo sabía manifestar sus anhelos más íntimos con los símbolos visibles de su poder descomunal”. Pretendía ser un taumaturgo, modificar las fuerzas de la naturaleza y el curso del tiempo, torcer la realidad. En cierto modo recuerda a Calígula, de Albert Camus: “Heme aquí el único ser libre en todo el Imperio romano. Regocíjense: por fin les ha venido un emperador para enseñarles la libertad [...] Yo vivo, asesino, ejerzo el poder delirante del destructor, al lado del cual el del creador parece una caricatura.”

Aquellos excesos forman parte de la memoria y la realidad de estos países. Algo sabía de esa “iconografía heredada” Alejandro Rossi. Nada proclive al realismo mágico en su aspecto más “adolescente y elemental” que, por momentos, aparecía en El otoño del patriarca, Rossi elogió las “imágenes intensas y hermosamente trabajadas”, las “minucias y el arte” de la prosa y los “ritmos muchas veces perfectos” de la obra, pero objetó su sustancia:

La incorporación de tantos elementos familiares convierte al libro en un elaborado y brillante ejercicio que, sin embargo, no modifica nuestra visión histórica y psicológica de la dictadura. El otoño del patriarca explora estéticamente una visión sobada y exhausta de nosotros mismos. Las habilidades e indudables proezas estilísticas de García Márquez casi nunca transforman los materiales de fondo, que permanecen en el subsuelo de la novela intocados por el chisporroteo literario. En este sentido es un libro barroco [...] Una cerrada red lingüística que en ocasiones ahoga, aunque con modales impecables, a la materia narrativa.

Más allá del lenguaje, la trama no deja de registrar la subjetividad del tirano: sus nostalgias, sus miedos, sus sentimientos. Pero la simplicidad de su mundo interior resulta moralmente ofensiva: rara vez se escuchan reflexiones sobre las responsabilidades y dilemas del poder, cavilaciones sobre el mal, la abyección o el cinismo, mucho menos el atisbo de un drama de conciencia. El lugar estelar de su conciencia lo ocupan sus tragedias íntimas: la abnegación por su madre, la crónica de su lujuria y sus “amores contrariados”. Casi pareciera que el dictador no tiene vida pública, sólo pasiones privadas. Inversamente, los personajes que lo rodean carecen de un espacio propio: todo lo que piensan, dicen y hacen es vida pública porque está en función del dictador. En una historia en la que el eje fundamental es el yo lírico y sentimental de un déspota, lo demás (la Historia, la política, los muertos) queda reducido a un escenario para el despliegue de ese yo. Las víctimas son de utilería.

Si García Márquez se acerca al déspota no es para exponer o juzgar la complejidad interior de un hombre de Estado sino para inducir compasión por un pobre diablo, viejo y solitario. El dictador es una víctima de la Iglesia, los Estados Unidos, el desamor, los enemigos, los colaboradores, las catástrofes naturales, las inclemencias de la salud, la ignorancia ancestral, la fatalidad, la orfandad. Un caso extremo: después de violar a una mujer, ella lo consuela. Otro más: la casa de retiro para los dictadores caídos en desgracia, que dedican las tardes de su exilio al dominó. La nostalgia les asegura la impunidad. La misma novela que desdibuja la realidad del poder y deshumaniza a las víctimas convierte la dictadura en un melodrama y humaniza al dictador.

En El otoño del patriarca, cuya prosa es un torrente incontenible que cruza tiempos, continentes y personajes, la narrativa misma se vuelve autocrática. El libro abre con un párrafo de 87 páginas, tortura al lector (por momentos deliciosa) que García Márquez justificó diciendo: “es un lujo que puede darse el autor de Cien años de soledad”. En el texto sólo hay espacio para la conciencia del dictador. Todo sucede en, para, desde la percepción del patriarca. Él es el narrador omnisciente y el autor de un país. Las demás conciencias son secundarias, derivadas o inexistentes. “Consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros [...] era el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro destino”; “habíamos terminado por no entender cómo seríamos sin él”; “Él solo era la patria” (y la novela).

Las diferencias con El Señor Presidente (novela más bien surrealista: poética, política, revolucionaria) son muchas, pero acaso la central es que en la obra de Asturias no se escucha sólo la voz del tirano: se escucha a “los mendigos” callejeros, y hablan personajes civiles y militares con una vida propia que evoluciona, se indigna, se autocritica. En El otoño del patriarca las víctimas son parte del escenario, nunca participantes activas del relato. Sus sufrimientos se registran de paso, no se recrean. En El Señor Presidente sus voces se escuchan, y las experiencias de la prisión y la tortura se recogen. Al referir los abusos, la corrupción y la arbitrariedad del poder, el tono no es sólo inequívocamente crítico sino despreciativo. No hay concesión a la impunidad.

“El aspecto político del libro es mucho más complejo de lo que parece y no estoy preparado para explicarlo”, dijo García Márquez al concluir la obra. Martin sí se sintió preparado para descodificarlo: el “escritor solitario” (olvidemos por un momento el índice de celebridades que frecuentaba) vio su propia imagen en el espejo y “decidió ser mejor y hacer las cosas mejor ahora que la fama le había mostrado la verdad”. Ese ascenso moral consistió en poner su fama al servicio de una causa (la Revolución cubana) encabezada por un hombre que, paradójicamente, resultaría con los años muy semejante al patriarca de la novela.

¿Inspiración rousseauniana o pacto con el diablo? “En esta obra, con su implacable y absoluto cinismo acerca de los seres humanos, del poder y de sus efectos –dice Martin–, nos vemos obligados a considerar que el poder está ahí para ser usado y que ‘alguien tiene que hacerlo’.” A partir de esa visión “maquiavélica” de la historia –el adjetivo y el razonamiento son del mismo Martin– el biógrafo cree entender por qué García Márquez “buscaría de inmediato una relación con Fidel Castro, un libertador socialista, el político latinoamericano con mayor potencial para convertirse en la más querida de todas las figuras autoritarias del continente”.

Tal vez El otoño del patriarca representó la definitiva conjuración literaria del episodio del abuelo, una novela en la que la palabra “tirano” se suaviza dulcemente en “patriarca”, un patriarca que dicta la novela entera: sin resquicios, ni puntos, ni comas, ni aire para que nadie respire sino él. Una novela donde el fantasma de Medardo Pacheco, esa víctima de utilería con todo y su madre despechada, su mujer y sus dos hijos espectrales, desaparecen para toda la eternidad. Desaparecen y, sobre todo, no se escuchan, callan. Después de representar al patriarca en la literatura, era hora de buscarlo en la vida real. Martin lo confirma: era “Fidel Castro, representación de su propio abuelo, el único hombre a quien García Márquez no podía, no pretendería y ni siquiera querría, vencer”. De Macondo a La Habana, un milagro de realismo mágico.
En su vastísima obra periodística García Márquez no practicó tanto el realismo mágico como el realismo socialista. Su producción abarca no menos de ocho gruesos libros que van de 1948 a 1991 y no han sido traducidos al inglés. Martin los hojea apenas, lo cual es una omisión lamentable en su biografía, dirigida sobre todo al público de habla inglesa. La primera serie es importante para penetrar un poco en los secretos de su “gimnasia esencial”, su “carpintería literaria”. La segunda (1955-1957) tiene mayor contenido político, corresponde a sus reportajes sobre Europa y América, y reciben del biógrafo un poco más de atención; pero los reportajes políticos decisivos, escritos entre 1974 y 1995, reunidos en Por la libre, y Notas de prensa (1980-1984) –mil páginas en total–, merecen a Martin sólo comentarios mínimos, casi siempre laudatorios.

Tres despachos que Martin considera “memorables”, pero no glosa siquiera, fueron escritos por García Márquez tras una larga estancia en la isla en 1975 y se titularon “Cuba de cabo a rabo”. Los publicó en agosto-septiembre de ese año la revista Alternativa, que fundó en Bogotá en 1974. ¡Y vaya que eran memorables! Sabrosos, como todos los suyos, declaraban una profesión absoluta de fe en la Revolución encarnada en la heroica figura del comandante (a quien García Márquez, a pesar de permanecer tres meses en la isla, no conocía aún): “Cada cubano parece pensar que si un día no quedara nadie más en Cuba, él solo, bajo la dirección de Fidel Castro, podría seguir adelante con la Revolución hasta llevarla a su término feliz. Para mí, sin más vueltas, esta comprobación ha sido la experiencia más emocionante y decisiva de toda mi vida.”

Lo fue, al grado de que en 34 años García Márquez no se ha apartado públicamente de esa visión epifánica. ¿Qué vio, que cualquiera podía ver? Logros tangibles en los servicios de salud y educación (aunque no se preguntó si para alcanzarlos era necesario el mantenimiento de un régimen totalitario). ¿Qué no vio? La presencia de la urss, salvo como generosa proveedora de petróleo. ¿Qué dijo no haber visto? “Privilegios individuales” (aunque la familia Castro se había adueñado de la isla como patrimonio personal), “represión policial y discriminación de ninguna índole” (aunque desde 1965 se habían creado los campos de concentración para homosexuales, antisociales, religiosos y disidentes, llamados eufemísticamente Unidades Militares de Ayuda a la Producción o umap). ¿Qué sí vio, finalmente? Lo que quería ver: a cinco millones de cubanos pertenecientes a los Comités de Defensa Revolucionaria no como los ojos y el garrote de la Revolución sino como su espontánea, multitudinaria y “verdadera fuerza” o, más claramente –en palabras de Fidel Castro, citadas con elogio por el propio García Márquez–, “un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria para que todo el mundo sepa quién es y qué hace el vecino que vive en la manzana”. Vio multitud de “artículos alimenticios e industriales en los almacenes de venta libre” y profetizó que “en 1980 Cuba sería el primer país desarrollado de América Latina”. Vio “escuelas para todos”, restaurantes “tan buenos como los mejores de Europa”. Vio “la instauración del poder popular mediante el voto universal y secreto desde la edad de dieciséis años”. Vio a un viejo de 94 años embebido en sus lecturas “maldecir al capitalismo por todos los libros que dejó de leer”.

Pero sobre todo vio a Fidel. Vio “el sistema de comunicación casi telepática” que había establecido con la gente. “Su mirada delataba la debilidad recóndita de su corazón infantil [...] ha sobrevivido intacto a la corrosión insidiosa y feroz del poder cotidiano, a su pesadumbre secreta [...] ha dispuesto todo un sistema defensivo contra el culto a la personalidad.” Por eso, y por su “inteligencia política, su instinto y honradez, su capacidad de trabajo casi animal, su identificación profunda y confianza absoluta en la sabiduría de las masas”, había logrado suscitar el “codiciado y esquivo” sueño de todo gobernante: “el cariño”.

Aquellas virtudes se sustentaban, según García Márquez, en la “facultad primordial y menos reconocida” de Fidel: su “genio de reportero”. Todos los grandes hechos de la Revolución, sus antecedentes, detalles, significación, perspectiva histórica, estaban “consignados en los discursos de Fidel Castro. Gracias a esos inmensos reportajes hablados, el pueblo cubano es uno de los mejores informados del mundo sobre la realidad propia”. Esos discursos-reportajes, admitía García Márquez, “no habían resuelto los problemas de la libertad de expresión y la democracia revolucionaria”. La ley que prohibía toda obra creativa opuesta a los principios de la Revolución le parecía “alarmante” pero no, desde luego, por su limitación a la libertad sino por su futilidad: “cualquier escritor que ceda a la temeridad de escribir un libro contra ella, no tiene por qué tropezar con una piedra constitucional [...] la Revolución será ya bastante madura para digerirlo”. La prensa cubana le parecía todavía deficiente en información y sentido crítico, pero se podía “pronosticar” que sería “democrática, alegre y original” porque estaría fincada en “una nueva democracia real [...] un poder popular concebido como una estructura piramidal que garantiza a la base el control constante e inmediato de sus dirigentes”. “No me lo crea a mí, qué carajo. Vayan a verlo”, concluía García Márquez.

Años más tarde, en una entrevista para The New York Times, Alan Riding le preguntó ¿por qué, si viajaba tanto a La Habana, no se establecía allí?: “Sería muy difícil para mí llegar ahora y adaptarme a las condiciones. Extrañaría demasiadas cosas. No podría vivir con la falta de información.”

Otro texto ilustrativo del periodismo político de García Márquez fue “Vietnam por dentro”, que Martin no menciona en su libro. Un año antes de publicarlo, en diciembre de 1978, García Márquez había fundado “Habeas, Fundación para los Derechos Humanos de las Américas” con el objetivo de “activar la liberación efectiva de los prisioneros. Más que poner en evidencia a los verdugos, procurará hasta donde le sea posible clarificar la suerte de los desaparecidos y allanar a los exiliados los caminos de regreso a su tierra. En síntesis –y a diferencia de otras organizaciones igualmente necesarias– Habeas tendrá un mayor interés inmediato en ayudar a los oprimidos que en condenar a los opresores”. En ese espíritu, era de esperarse que la tragedia de los boat people que huían desesperadamente de Vietnam, llamara su atención, como llamó la de Sartre y muchos otros simpatizantes del régimen vietnamita.

En una nota titulada “Relato donde no se escucha a un náufrago” a Gabriel Zaid le extrañó que en aquel viaje, que el propio García Márquez llamó “minucioso”, el fundador de Habeas no hablara más que con una de las partes, no escuchara más que la verdad oficial. “Algo equivalente –dijo Zaid– a que, en 1968, para satisfacer su conciencia sobre el 2 de octubre, no hubiera escuchado, entre tantas verdades contrapuestas, más que la verdad de Díaz Ordaz, sus secretarios de gobernación y defensa.” En la crónica de García Márquez, en efecto, se escucha a un magistrado del Tribunal Popular de Ho Chi Minh, se escucha a un “alto dirigente”, se escucha al secretario de Relaciones Exteriores del Partido Comunista, se escucha al alcalde de Cholón, se escucha al ministro del Exterior y, desde luego, se escucha al primer ministro Phan Van Dong, que con “lucidez apacible [...] me recibió con mi familia a una hora en que la mayoría de los jefes de Estado no han acabado de despertar: las seis de la mañana”. En “casi un mes” de estancia, el grupo tuvo ocasión de acudir a “fiestas culturales” donde “hermosas doncellas que tocaban el laúd de dieciséis cuerdas, cantaban aires plañideros en memoria de los muertos en combate”, pero no tuvo tiempo para escuchar a los refugiados, ni para entrevistarlos, ofrecerles ayuda, allanar su suerte, ofrecerles caminos. “Su drama –escribió García Márquez– se convirtió para mí en un interés secundario frente a la realidad tremenda del país.” Esa “realidad tremenda” era la historia de la guerra contra el imperialismo yanqui y el peligro de una nueva guerra contra China. En ese contexto, lo que a García Márquez le parecía verdaderamente grave era que Vietnam “había perdido la guerra de la información”. Para el fundador de Habeas, la desgracia importante no era que los centenares de miles de fugitivos se ahogaran, padecieran hambre, enfermedades, saqueos, violaciones, asesinatos. La desgracia era que el mundo lo supiera. García Márquez lamentaba que los vietnamitas (es decir, los vietnamitas importantes, los que entrevistó) no hayan “previsto a tiempo ni calculado [sic] el tamaño enorme de la campaña internacional por los refugiados”.

Aquellos tres “memorables despachos” sobre Cuba y su texto sobre Vietnam repetían la pauta de sus remotos textos sobre Hungría e ilustraban un cartabón característico de todo su periodismo político, de entonces y después: escuchar sólo la versión de los poderosos, contrarrestar (escamotear, atenuar, distorsionar, falsear, omitir) toda información que pudiera “hacer el juego al imperialismo”. Por eso –concluía Zaid– “el estilo es heroico, de realismo socialista, no de realismo mágico”.
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