Por Belkis Cuza Malé.
Los poetas son profetas, aunque casi nunca en su tierra. En el caso de Heberto Padilla no cabe dudas de que vaticinó en Fuera del juego mucho de lo que hoy vemos en la Cuba castrista. Por eso, aquéllo de que *no fue un poeta del porvenir*, como afirmó en uno de sus versos, no me parece justo, ni acertado. Sin jactarse de predecir el futuro, lo encontramos siempre *leyendo* el porvenir. *Pablo, cuando yo muera*, dice en verso temprano, adelantandose a los años, aunque puede afirmarse que nunca buscó claridad en torno al tema espiritual. Lo suyo no era la metáfisica, sino la filosofía, la búsqueda de una verdad que encajara en sus propias angustias existenciales.
Su única referencia religiosa se remonta a aquella escuela de monjas en Pinar del Río, donde estudió hasta el tercer grado. Le conmovía recordar el ambiente del convento al que estaba adscrita aquella escuela de su infancia. Ya de mayor, no buscará a Dios del modo tradicional, a pesar de que parecía atormentarlo un dolor ontológico muy profundo, que no sabía expresar más que a través de la depresión. A veces repetía los versos del Eclesiastés, como para apoyarse en su propia duda.
Luego, en aquella revista de la iglesia episcopal, que dirigía por entonces Vicente Echerri, escribíó el único texto donde intentaría poner en claro su a ratos agnosticismo. *Alguien paso* fue el título escogido para nombrar su asombro ante lo innombrable.
No sé si aquello del cielo y el infierno le ofrecía techo moral, porque como digo sealejó del tema para adentrarse en aquel otro que a mí me inquietaba, el de la Historia. Sí, yo, que no entendía nada de esa conjura extraña que significaba la razón social, me quedaba siempre a ciegas, mientras Heberto buscaba en la realidad inmediata una excusa para no creer.
*Callate, bruja*. Le oí decir a ratos, casi riendo, atemorizado porque yo abriera la boca y empezara a leer destinos y accidentes en alguna fiesta a los que alguna que otra vez solían invitarnos, antes de que se produjese el Caso Padilla. Supongo que se avergonzaba de estar casado con una *pitonisa*. Pero yo disfrutaba llevándole la contraria.
Hubiera preferido, decía muy en serio, una doctora en farmacia, o una científica, alguien alejado de su propio mundo intelectual. Le cansaba estar el santo día hablando con una mujer que repetía todo el tiempo lo mismo que él, y que de contra le leía el porvenir.
Pero el 24 de septiembre de 2000 se hizo el silencio. Su voz calló, y tras su partida apenas si recuerdo haber soñado una o dos veces con él. Lo mismo me ha sucedido con familiares y amigos muertos, como si se alejaran hacia un espacio infinito e inaccesible.
En octubre del año pasado, mientras seleccionaba los libros que traería conmigo a la Florida, descubrí la presencia de Heberto muy cerca de mí. Sacar el polvo a esos libros me hizo abrirlos y encontrar números en la primera página indicando fragmentos del libro que habían llamado su atención, al igual que pequeñas notas sobre los más variados temas, sin relación alguna con el libro, en la última página. Allí estaba él, con su inolvidable caligrafía, escribiendo mensajes que a primera vista parecían códigos indescifrables. !Rescua de números, teléfonos, nombres, títulos de algo, pensamientos al vuelo, qué sé yo! Mensajes a mi persona, nunca antes leidos. ¿Cuándo los escribió? ¿Cómo no los había visto antes? Mensajes respuestas, quizás advirtiéndome, protegiéndome de extraños peligros. O porque, como dice en uno de sus poemas, *está obligado el ojo a ver, a ver*.
El, que parecía despreciar el oficio de lector espiritual, se comporta ahora como uno más: abro un libro y allí está su mensaje. Y sé que es un mensaje actualizado, con vida, una referencia inmediata a algo que debo conocer, o que me inquieta.
Una tarde de este agosto, mirando el azul descendiendo sobre el mar, abrí un libro al azar y descubrí mi nombre; a solas allí, tanto como lo estoy yo, escrito con su hermosa letra de calígrafo japonés: Belkis. Eso era todo. Acompañado del silencio atronador del más allá.
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