Texto inédito de Guillermo Cabrera Infante.
Fidel Castro es un bastardo. No soy ni ofensivo ni bromista. Cuando nació Castro, en los años veinte, ser bastardo en Cuba quería decir ser un paria social de por vida. Sin ninguna esperanza, aquellos que nacieren naturales eran registrados en el Registro Civil como SOA, sin otro apellido. Contrario a la usanza española, los bastardos no tenían derecho a tener dos apellidos.
Ser bastardo en Cuba era ser descastado. Consideren ahora, por favor, las implicaciones del caso Castro. Su madre y la madre legítima de sus hermanos y hermanas compartían la misma casa. La situación se volvía psicológicamente compleja cuando la madre, la feroz Lina Ruz, era la criada de la madrastra. La trama era un drama –rural porque vivían en el campo–. El sitiero o el sitio se hizo pedazos cuando Castro, un muchacho llamado Fidel por un mercante local, creció y se hizo hombre.
Recuerdo una noche en la oficina del director del periódico Revolución, que era el vocero de Castro, y éste entró echando humo (entonces el Máximo Líder fumaba) para gritar ya desde la puerta: “¡Franqui, quiero que en tu primera plana llames a ese hermano mío bastardo!”. Ramón Castro, ése era su hermano, había declarado que la reforma agraria era injusta. (Ramón, que era el hermano mayor, había heredado la finca de su padre, el jefe del clan Castro). Sus declaraciones habían sido primera plana del periódico de la noche cuyo nombre era anatema para Castro. Cuando Castro llamó bastardo a su hermano, nos miramos asombrados. ¿Quién se creía que era? ¿El hermano bastardo de su hermano que no era bastardo? Raúl, hermano menor, no era bastardo. Pero los hermanos Castro se convirtieron en una dinastía. Ramón, perdonado por Fidel (familia obliga), corre con una granja llamada Cuba. La mujer de Raúl es una suerte de cuñada Macbeth, y Raúl, por su parte, está obligado a ser Mr. Hyde para el Dr. Jekyll Castro. Pero ahora, viendo a Castro firmar un documento que prometía la democracia, la libertad y la defensa de los derechos humanos, yo sabía que su pluma estaba cargada con tinta invisible. No se le podría llamar, técnicamente, tinta simpática porque es, siempre ha sido para él, tinta antipática. Este hombre nunca ha creído en elecciones ni en libertades que él llama, al uso comunista, burguesas, ni respeta los derechos humanos porque cree que sólo debe haber un hombre libre en Cuba: él mismo.
Castro, el que se preciaba de cruzar cualquier salón político con tres zancadas militares, ahora subía las escaleras vacilante y atravesó toda la conferencia a pasos cortos, sus pasos largos acortados por la edad y el peso de un terco terno hecho en Holanda. El traje estaba hecho a su medida, pero las mangas le quedaban largas. Exactamente como su presencia en Chile. Al final firmó un documento que hablaba de democracia, libertad y derechos humanos: todo lo que ha estado ausente de Cuba durante el largo de su demasiado largo mandato. Las mangas nunca mienten y dan la verdadera medida de su dueño.
Lo que Castro nunca ha entendido son los límites del poder. Habrá podido enviar guerrillas a Venezuela, Colombia y Argentina con idénticos resultados desastrosos y envió a su supuesto álter ego, Che Guevara, a la muerte en Bolivia, y ha enviado ejércitos a Angola, el Congo y, asombroso, Etiopía, porque en definitiva las decisiones han sido suyas, ya que gobierna solo. No hay nadie en Cuba capaz de oponerse a sus decisiones personales, y aun los que lo han hecho de manera renuente han corrido la suerte peor que la muerte de un juicio abyecto, y en el caso de su general y héroe de la revolución, Arnaldo Ochoa, los dos destinos. Pero el poder unipersonal siempre corre el riesgo de terminar cuando termina la persona que lo detenta. Aunque Raúl Castro ha sido siempre el Mr. Hyde del Dr. Jekyll de Castro, nunca podrá gobernar solo en Cuba y siempre será, delfín o infante, un heredero dudoso. Para terminar con el poder de Castro habrá que terminar con Castro. No importa si su fin es vertical o será horizontal, la posición definitiva de Ceausescu. En todo caso, la nación, la república, la isla tardará mucho tiempo en recobrarse, en volver a ser ella misma como siempre lo quisieron Martí y Maceo, los protagonistas del aparente fracaso de la lucha contra el poder colonial español. Pero Cuba, la llamada “isla de corcho”, flotará, y una vez más la geografía determinará la historia.
Contrariamente a lo que se dice y a veces se piensa, las últimas fintas de Fidel Castro no cambiarán una jota el desesperado presente cubano ni alterarán el inevitable futuro de la isla. Las apariciones de Castro son el adiós de un actor que se despide.
Castro es ahora gallego, cuando su desastrosa aventura de Angola fue afrocubano; hace poco, para refutar a Colón, reclamó antepasados indios, y, por supuesto, cuando era íntimo de Olof Palme se hizo el sueco. Pocos políticos ha habido en el siglo más oportunistas, y decir que es un camaleón es insultar a los camaleones por tener los colores fijos. Hay una interpretación borgiana tal vez menos conocida, pero más justa: Castro es un hombre de sucesivas y opuestas lealtades.
Con La Habana en ruinas, con la economía cubana hecha trizas, con la isla demolida, ¿qué es lo que sostiene a Castro en el poder? Físicamente, la permanente policía política; personalmente, el orgullo desmedido, pero también la conducta de un criminal que sabe que la revelación de la escena del crimen le será aún más onerosa que la permanencia. Hitler, con la guerra perdida, lanzó sus últimas campañas suicidas para evitar que, con su derrota, se revelaran todos los crímenes del nazismo, como sucedió al terminar el conflicto. Castro no hace menos, y las revelaciones de lo que ha ocultado su largo gobierno servirán para hacer conocer al mundo, con la vergüenza de los que lo han apoyado hasta el amargo final, el horror de su régimen.
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