viernes, 21 de julio de 2017

Un reflejo en el agua movido por el viento: sobre José Lezama y Virgilio Piñera.

Por Felipe Reyes Flores.

Dos personas tan iguales pueden ser al mismo tiempo muy diferentes.
Como si uno fuera la imagen del otro, pero proyectada en un espejo deformante. Un reflejo en el agua movido por el viento, oscurecido por la tenue luz de la tarde. Negativo y foto, cara y sello de una misma moneda:
Lezama carnívoro, Piñera vegetariano.
Lezama fumador de puros, Piñera de cigarros.
Lezama, de terno y corbata, Piñera, camisa de manga corta.
Lezama, barroco, Piñera marginal.
Lezama, gordo, fofo, resoplante y desorbitado. Tenía el pelo negro, brillante, como una vieja y usada sotana.

Piñera no, era tan flaco que ni siquiera dejaba huellas en la arena de la playa, y cuando se levantaba el fuerte viento del trópico, éste lo amenazaba como a una hoja seca.

Lezama acumulaba en su casa centenares de libros, metidos en vitrinas, en estanterías, amontonados en su mesa de trabajo. Piñera no, los leía y después los regalaba, o los prestaba sabiendo que no se los iban a devolver (tampoco le importaba mucho), y nada en su casa hacía pensar que se trataba del cliché de un escritor.

Lezama vivió siempre en la misma casa de la calle Trocadero 162, un viejo inmueble de fachada continua que era una embajada de sí mismo, el lugar donde recibía a los jóvenes poetas y escritores (Guillermo, Heberto, Severo, Reynaldo…) que le llamaban maestro, y donde también lo visitaban los escritores extranjeros que llegaban a la Habana.

Piñera, en cambio, vivió en decenas de casas, que más que casas eran en realidad piezas, cuchitriles, cuartos de alto cielo raso y piso de madera de los que se cambiaba de un día para otro, arrastrando un escaso atado de ropa, una maletita mínima, unos cuantos papeles y una vieja máquina de escribir que luego daba vueltas por los rincones, como abandonada o a la espera.

No, en realidad no se parecían: Lezama era Lezama para todos, menos para su madre, que siempre lo llamó Joselín, mientras que a Piñera todo el mundo lo llamaba Virgilio (menos la policía, que lo llamaban de cualquier forma).

Hasta su común homosexualidad los hacía diferentes, porque a uno le gustaban los amores angelicales, los imberbes Adonis habaneros —a Lezama—, y al otro los rudos campesinos de la cosecha, los cargadores de espaldas doradas de sol y sudor —a Virgilio—, que duraban en su cama lo justo para el placer.

Así que acumularon bilis –políticas, estéticas–, miradas recelosas, lealtades subjetivas, adjetivos punzantes, y un día se pelearon.

Se cruzaron, al parecer, en alguna reunión social o literaria (que es lo mismo) y allí saltó la chispa de la desavenencia, y estalló la conminación para salir a la calle. El enorme Lezama y el flacuchento Virgilio, como David y Goliat, amenazándose con partirse la cara, o la nariz, con ponerse un ojo morado, romperse un brazo o molerse a palos. Pero Virgilio saltó un cerco y se introdujo en un jardín desde donde comenzó a tirar piedras a Lezama que lo señalaba amenazante con su dedo rechoncho probablemente anillado y tembloroso de ira y un listado de amenazas: “Virgilio, te voy a pegar…”, y de guijarros que rebotaban en la acera o se estrellaban en la panza enorme de Lezama que los esquivaba con pequeños y ridículos saltitos.

Unos niños que miraban la escena, la musicalizaban batiendo palmas al grito de: “¡Goordo! ¡Goordo! ¡Goordo!”, que era de las peores cosas que se le podían decir. No se hablaron durante años. Uno se volvió, rojo de ira, a su casa, y el otro, tal vez arrepentido, se fue a Argentina.

Años después, Lezama escribió una inmensa novela que hay que transitar con bastón de apoyo y botella de oxígeno, como en las cumbres nevadas del Himalaya. Una fiesta de palabras que surgen en torrente, enganchándose unas a otras como al querer sacar las cerezas de un canasto.

Se cuenta que escribía a última hora de la tarde, o de madrugada, cuando el asma le impedía dormir y el calor habanero le daba un respiro, en su despacho caótico, lleno de libros y papeles y fotos y tabaqueras, justo al lado de la cocina, porque le gustaba trabajar con el olor cercano de la comida, a la mano, cada vez más prisionero de su gordura, del tabaco, del cansancio y las canas y de sí mismo.

Piñera, no. Cuando lo detuvieron, tras la revolución “del hombre nuevo”, un día que iba por la playa vestido con unos pantalones cortos, chalas y polera, pensando en la palabra “belleza”, “ira”, “carne”, le pidió al policía, muerto de miedo, que lo dejaran cambiarse ropa. Lo acusaron de “atentado contra la moral”, entre otras sandeces. Y ahí anduvo el pobre Virgilio, ingrávido, refugiado, oculto y recóndito, asustado y pálido hasta casi su muerte. Un tiempo en que sólo fue una sombra incolora de sí mismo.

Hacia el final de sus días, cuando un periodista visitó la casa del amigo que lo había acogido, y lo vislumbró deambulando de una habitación a otra, el dueño de casa lo señaló con disimulado afecto, y dijo: “Ése fue Virgilio Piñera”. Virgilio sabía que era mejor no hacer demasiado ruido y escribió: “la maldita circunstancia del agua por todas partes, me obliga a sentarme en la mesa del café”. Ya había escrito mucho, tenía varios libros. Unos cuantos.
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