Por Ernesto Hernández Busto.
En octubre de 1929, después de cumplir con el trámite de un curso preparatorio, José Lezama Lima comienza a estudiar Derecho en la Universidad de la Habana. La decisión de escoger esa carrera tuvo que ver, como casi todas las resoluciones importantes en la vida de Lezama, con la arrolladora voluntad de su madre, empeñada en que el único hijo varón tuviese un título que no fuera «meramente decorativo».
La abogacía, una de las carreras más comunes en el ambiente intelectual cubano de principios de siglo, había sufrido cierto descrédito intelectual pero seguía contentando a las familias conservadoras, que miraban con nostalgia el antiguo modelo del jurisconsulto erudito, típico de aquella República de «generales y doctores». Ya en 1925 Jorge Mañach se quejaba de que Derecho se había convertido en el destino inevitable de cualquier joven habanero que quisiera hacer carrera. En un país donde la literatura y los periódicos no pagaban para vivir, la única posibilidad de empleo seguro para un intelectual eran los puestos públicos, con su escalera burocrática. De ahí que muchos de los origenistas (Cintio Vitier, Eliseo Diego, Julia Rodríguez Tomeu, Octavio Smith, Agustín Pi, Lorenzo García Vega…) no tuvieran más remedio que matricular Leyes, aunque no todos llegaron a terminar la carrera o se desviaron por otros caminos profesionales.
La madre de Lezama, agobiada por su precaria situación económica [1] (no olvidemos que ese mismo año la familia había tenido que abandonar la casona de Prado 9 para mudarse a los modestos bajos de Trocadero 22, después 162), deseaba ver a su hijo en una profesión práctica, con más mérito social que intelectual. Y su hijo prefirió complacerla. Al principio pensó cursar Derecho al mismo tiempo que Filosofía y Letras, con la que tenía varias asignaturas en común. Pero pronto se decepcionó: aquello no era el gran pórtico al saber que él imaginaba. La mayoría de las clases eran tediosas y simplificadoras. La enseñanza le parecía fundada en una falsa concepción de la auctoritas, cuyo reverso caricaturesco era lo que el poeta llama «el mercado cartaginés»: antes de entrar a clase se vendían en las distintas taquillas los dictados de los profesores o las notas taquigráficas de cursos anteriores.
Violencia, altanería, estupidez… Son palabras que recorren los recuerdos universitarios de Lezama. Un profesor que, en ausencia del bedel que debe abrirle una puerta, la rompe a patadas. Otro que le asegura que «acabo de llegar de París y allí nadie habla de ese Bergson que usted menciona tanto». Según varios testimonios, eran muchos los profesores universitarios que mostraban una soberbia equiparable con su ignorancia. En 1929 se estudiaba, cuenta Lezama, con una copia de Derecho Administrativo que tenía doce o quince años. Curso tras curso, el profesor repetía de memoria la misma lección, y los alumnos que se anticipaban al estudiar las conferencias podían adivinar las frases que pronunciaría el maestro. Gracias a esta ridícula ventriloquia, lo que se enseñaba en aquel recinto, definido en el capítulo IX de Paradiso como una suma de «mercado árabe, plaza tolosana y feria de Bagdad», parecía resistir el paso del tiempo.
Uno de los futuros origenistas, Virgilio Piñera, que cursó Filosofía y Letras a finales de los años 30, sacaba dinero de reproducir en un mimeógrafo las conferencias de sus profesores Manuel Bisbé y Aurelio Boza Masvidal para venderlas a otros estudiantes. En sus memorias también deja claro el poco interés que le despertaba una Universidad centrada en los exámenes y no en conocimientos reales:
«De esa triste cosa que se llama mi carrera universitaria, cosa fofa, maloliente, sucio maridaje de alfabetismo y analfabetismo, sólo queda como único acto de sanidad mental el divertido fraude. Pero un fraude, debo aclarar, que no partía de una postura revolucionaria sino de la misma falsedad que a todos nos dominaba. Era siempre el mismo principio milenario: el fin justifica los medios… Sólo que en este caso particular uno de los medios mostraba su despejada faz frente al sucio desfile de los enmascarados fines.» [2]
Para hacerse una idea de aquel ambiente basta leer la conversación entre Cemí y Fronesis sobre el «vulgacho profesoral» de Upsalón (así se refiere Lezama a la Universidad habanera en su novela, parodiando el nombre de su legendario símil sueco fundada en 1477) o la descripción que hace Cintio Vitier —en De Peña Pobre. Memoria y novela— de las dos facultades que recorrían la mayoría de los intelectuales de esa época:
«Descreída y cínica la de Derecho, con sus clases espesas y aburridas, con sus eternos lectores de El hombre mediocre y El Príncipe y su gama de profesores que iba desde el oscuro semigángster, zombie del afeminado de brillantón en el meñique, hasta el pomposo parlamentario de pacotilla; desde el homúnculo aferrado a la teoría tripartita de León Duguit como a los brazos del sillón de falso académico que hacía caminar por el estrado con sus coléricas convulsiones “imbíbitas”, hasta el sedoso epicúreo de escéptica sonrisa que, como inesperada consecuencia de su famosa formación en Alemania, decía preferir a todos los bailes el “íntimo” de la mujer…; más ingenua y “filomática” la de Filosofía y Letras, aunque de clases no menos aburridas: el minúsculo fragmento gigantoma de Historia de Cuba a las siete de la mañana; gota de agua insípida bajo un microscopio que sólo dejaba ver sucesos incoherentes; el engrudo sociológico de Masa Boba, accionando como un muñeco de ritmo pendular isócrono; el perpetuo mitin “antiyanqui”, enfático, nudoso y hueco del americanizado catalán de Cárdenas, las desesperanzadas clases de literatura, las borrosas de psicología…»
No es difícil reconocer detrás de estos cáusticos retratos las figuras de Orestes Ferrara (que tuvo durante años una cátedra auxiliar de Derecho —en la que apenas enseñaba, pues por esos años ejercía de diplomático), Sánchez de Bustamante y Sirvén, Ramón Infiesta (especialista en Duguit; citado, por cierto, en La historia me absolverá), Ricardo Dolz, Guillermo Portela, Ernesto Dihigo, Roberto Agramonte y Félix Martínez Giralt, muchos de los cuales fueron profesores de Lezama.
Años después, cuando Gastón Baquero le pregunte a Lezama por qué no incluye en Verbum, revista presentada como «Órgano oficial de la Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho», algún artículo de Agramonte, que no sólo era el rector de esa Facultad sino también el sostén económico de la publicación, su respuesta será: «Ese señor no colabora aquí porque no tiene nada que ver con nosotros».
Otro estudiante de Derecho en esa época, Víctor Amat Osorio, escribirá en Verbum: «No es verdad nueva la de que entre nosotros el taquígrafo ha sustituido al Profesor. Cada año va siendo mayor el vacío en las aulas universitarias. El estudiante sólo acude a la Universidad a las dos únicas cosas útiles a que puede hacerlo; jugar al dominó en las Asociaciones estudiantiles o comprar Conferencias de clase. Hasta qué punto es irresponsable su actitud es problema que precisa dilucidar. Sobre todo si tenemos presente que ella nace de la irresponsabilidad catedraticia que se ha contentado con repetir cada año los mismos conceptos envejecidos de los cursos anteriores. Ha permanecido el Profesor ajeno a todo lo que acontece en el ámbito mismo de su disciplina. Hemos tenido a veces hasta diez promociones universitarias utilizando el mismo grupo de Conferencias taquigráficas en determinada asignatura. Ha sido la Conferencia vertedero propicio para la hojarasca y el lugar común. Los conceptos responsables han permanecido agazapados entre ambos». [3]
El historiador Rafael Rojas asegura que el programa de estudios del cual se quejaban Lezama y sus amigos no estaba tan mal y habría conseguido, al menos, familiarizarlo con una idea de la «romanidad», de lo romano como matriz civilizatoria, que era central en las Humanidades de la época. Para Rojas, presentar la carrera de Derecho en los años 30 como un mundo en decadencia resulta una exageración. [4] Pero con respecto a la formación de Lezama, Rojas omite el asunto esencial. Lo que hay detrás de esas quejas es una cuestión de principios: los origenistas fueron la primera generación de intelectuales cubanos que no buscó legitimarse a través de la universidad, sino por vía autodidacta, lo que implicó también una escritura y una socialidad diferentes a las de la generación anterior. Es por eso que, citando con cierta guasa una estrofilla de San Juan de la Cruz («Religioso y estudiante, religioso por delante»), Lezama dice en otra entrevista: «Ya yo en aquella época había preferido ser un estudioso y abandonarme, como todo poeta incipiente, a la voluptuosidad de la más variada lectura».
De Upsalón, entonces, iba a salir Narciso, no un académico.
Los disturbios universitarios de los años 30 provocaron varios cierres de la Universidad, y los estudios de Lezama se prolongaron, por tanto, casi nueve años, hasta 1938 (en su expediente académico se informa de la entrega oficial del título en enero de 1939). Eso le permitió completar un camino de lecturas y autoformación que marca un cambio fundamental en la tradición intelectual cubana. Para las generaciones previas, incluso para los llamados Minoristas, la cultura y su prestigio giraban, sobre todo, alrededor de las instituciones y de Universidad, convertida en puente social hacia un buen empleo, la aceptación social o la política. Durante toda la República, se crearon Academias, Ateneos, Institutos de Altos Estudios, y hasta una llamada «Universidad del Aire», programa radial por el que pasaron muchas voces notables de la cultura cubana y varios intelectuales extranjeros de visita en la isla. En el centro de esos esfuerzos estaba el culto a la formación universitaria, piedra de toque de una supuesta reforma nacional. Pero la idea de una Bildung autodidacta, donde la literatura, y, sobre todo, la poesía, ocupara un papel central y legitimador era incompatible con la Universidad cubana. Eso fue lo que llevó a Lezama a emprender su propia paideia y perseverar en una «carrera de revistas», hasta la fundación de Orígenes. En lo sucesivo, aprenderá sólo aquello que le interesa; su cultura será una extensión de su personalidad.
Como estudiante de Derecho, tampoco fue brillante. Su expediente académico así lo demuestra. Salvo en Derecho Romano, Antropología jurídica, Introducción al estudio del Derecho y Teoría General del Estado, donde sacó el máximo, la mayoría de las materias cursadas terminaron con nota de Aprobado/Aprovechado. En el segundo capítulo de Oppiano Licario, Cemí espera que un bedel universitario le entregue la nota de «una concretera conocida con el nombre de Legislación Hipotecaria». Le acaban dando un Sobresaliente que lo alegra, pero también lo sorprende, como «el don de un dios desconocido», que habría premiado su comportamiento con Lucía, la novia que Fronesis deja embarazada antes de irse a París.
A diferencia de Virgilio Piñera, también entre los estudiantes de menos posibilidades económicas que conseguían matrícula gratis declarando su pobreza, pero cuyos premios universitarios lo ayudaron a pagarse la carrera de Filosofía y Letras, Lezama cursó Derecho con más penas que gloria. José Prats Sariol ha insistido en que la escasez de recursos lo forzó a espaciar sus matrículas y a asistir regularmente a la biblioteca, pues tampoco tenía dinero suficiente para comprar los libros de texto. Hay documentación que prueba que el escritor pidió matrícula gratis en su facultad, donde por ese entonces no se pagaba mucho (23 pesos costó, por ejemplo, todo el curso académico 1929-30, incluyendo la matrícula deportiva).
El expediente académico de Lezama incluye otras pruebas de su estrechez, como una carta de aval, firmada por el catedrático José R. Hernández Figueroa, donde se certifica que el joven «carece de recursos suficientes para pagar la matrícula universitaria» o una solicitud del propio alumno al Decano de la Facultad para que lo nombre «consejero universitario» del profesor Fernando Sirgo [5]. Son intentos de ganar algún dinero, al igual que otra petición, esta vez para obtener un certificado que le permita trabajar en el Servicio Exterior, fechada el 17 de septiembre de 1929, antes del cierre de la universidad. [6]
Prats Sariol también hace notar que, según la documentación oficial, en 1940, Lezama, empleado ya en un bufete, matricula siete asignaturas en la Facultad de Filosofía y Letras. La solicitud la firma (el 17 de septiembre de 1940) una joven Eloísa, que siempre quiso a su hermano graduado de algo más cercano a su vocación literaria.
Fina García Marruz recordará que Lezama, como ciertas figuras cubanas de corte decimonónico, había conseguido desde muy joven una cultura humanística que mezclaba la erudición y el tono informal, esas volutas ceremoniosas de «lo literario entremezclado a la existencia». Lo que García Marruz llama «el aroma inconfundible» de la clase media criolla vendría a ser una especie de retórica: incluye «al político tunante que sabe ripostar con una buena frase» o «el gusto por la edificación senatorial pomposa o aireada, un estilo quizás grotesco, borroso o mal copiado, pero en el que a veces podían sentirse las ruinas casi romanas de algo grande». Sin embargo, aunque adopta el discurso informal de la grandeza perdida, el ancien régime origenista intentará construir al margen del Estado cubano, fuera de la función pública, reivindicando «una pobreza digna y no exenta de exquisitez y caballerosidad». En esa «Habana de 1935, henchida de politiquería, con un inútil y rampante subconciente alborotado de pesadilla colectiva», de la que Lezama habla en un ensayo medular sobre su amigo Guy Pérez de Cisneros, el verdadero reto era edificar una obra que «no gritase en las esquinas de la polis» ni tuviese que rendir tributo al «horrible rechinar de los tarjeteros del Bajo Imperio» (erudita metáfora apara aludir a la ingobernabilidad y la crisis definitiva de la Roma clásica). [7]
La pobreza, entonces, se transformó en la condición de una aristocracia del espíritu, cultivada en lecturas de Claudel y Mallarmé, de Julien Benda y Valéry, de Curtius y Maritain. Tampoco se trataba de un proyecto de ascesis, definido desde el principio como búsqueda del «verdadero saber». Lezama simplemente tenía claro lo que no quería y ya había leído a Goethe: «el que sabe hacer una cosa, la hace; el que no sabe, la enseña». En Paradiso, compara la escalinata universitaria con la entrada a un horno, a una transmutación» (retomará esta metáfora alquímica en su Curso Délfico, cuya segunda fase se llama, recordemos, «horno transmutativo»), y de alguna manera la Universidad fue para él justo eso, pero en un sentido vital. Y sexual. Aunque se habla poco del asunto, es por esos años que Lezama empieza a confrontar su condición homosexual en el territorio adolescente del escarceo, esa «indefinición voluptuosa». Narciso se reconoce, explora el Eros cognoscente, se busca en el otro. Al entrar a la Universidad, dice en Paradiso, «se conoce a su amigo, se hace el amor, adquiere su perfil el hastío, la vaciedad.»
ESTA UPSALÓN CRIOLLA, marcada por el ejemplo de reformas universitarias en Argentina y México, había empezado a incubar una generación inconforme, cada vez más politizada, que detestaba el autoritarismo cínico de Gerardo Machado, y se mostraba cada vez más dispuesta a usar cualquier método para derrocarlo.
La represión de Machado y la violencia imperante en el país esos años también estuvieron presentes en la vida de Lezama. Uno de sus profesores del colegio Mimó, el intelectual venezolano Francisco Laguado Jaime, que había llegado a La Habana en 1920 huyendo de la dictadura de su primo, el dictador Juan Vicente Gómez, fue detenido el 14 de marzo de 1929, llevado a la policía judicial, y luego asesinado, se cree, de una manera atroz: atado de pies y manos, sus verdugos lo lanzaron a los tiburones en las cercanías del puerto. En un principio, las autoridades policiales dieron diferentes versiones del hecho pero el cadáver nunca apareció. Tenía apenas 30 años.
Las aulas eran un hervidero antimachadista. Un condiscípulo de Lezama, José Antonio Portuondo, recuerda una clase de Introducción al Estudio del Derecho en la que un profesor, el catedrático y representante a la Cámara Gonzalo Freyre de Andrade, había pedido a sus alumnos que redactaran ensayos sobre un tema libre para leerlos luego en el aula. El propio Portuondo fue el autor de un trabajo que cerró la serie pues sus numerosas alusiones políticas hicieron que el profesor decidiera cortar por lo sano las disertaciones. [8] Lezama, que había preparado su ensayo, se quedó sin poder exponerlo. Convocó entonces a un grupo de condiscípulos en el Patio de los Laureles y luego de una entusiasta lectura en voz alta acabó rompiendo las hojas y lanzando los papeles al viento.
Con esos gestos histriónicos y una deslumbrante capacidad para la conversación, Lezama pronto se convirtió en una figura singular dentro del ambiente universitario. Tenía, dice García Marruz, «esa condición de “centro” que tornaba efectivamente séquito todo lo que estaba en torno». Evitaba, sin embargo, los deportes (aunque eran obligatorios), pretextando su asma, «bandera bajo la cual me podía cobijar». Lo suyo era la retórica. Algunos de sus condiscípulos recuerdan su singular habilidad para la caracterización mordaz: una alumna poco agraciada era el «águila rusa colgada de un perchero» y un político elegante se podía convertir para siempre en «el cochero londinense». Ese espíritu burlón e irreverente acercaba a Lezama a algunos de los líderes políticos estudiantiles de los años 30.
También él, por esa época, está entre los alumnos más politizados, aunque no se suma a la facción comunista. Sus amigos, Luis M. Buch y Manuel Menéndez Massana eran agitadores natos, que habían protestado en 1928 cuando Sánchez de Bustamante, Presidente de la Asamblea Constituyente fabricada por Machado, dio el visto bueno para que éste prorrogara su mandato. [9] Los estudiantes no se lo perdonaron. Los del cuarto año de la carrera de Derecho lo esperaron una tarde, plantados a lo largo de la escalinata de la Facultad, «custodiando» su marcha hasta el aula donde iba a impartir su conferencia. El académico, confundido, saludó a los discípulos por el supuesto homenaje que le rendían. Cuando Sánchez de Bustamante llegó a su silla, todos los estudiantes se marcharon, dejándolo solo. Después se produjo la correspondiente denuncia ante el Decano y el análisis con los organizadores de la protesta. Los estudiantes explicaron sus motivos, y hubo una reunión en el Decanato. El doctor Guillermo Portela, catedrático de Derecho Penal, futuro miembro de la Pentarquía de 1933 y pariente, por cierto, de Lezama [10], salió en defensa de su colega, lo que provocó la ira de los estudiantes. Desde el fondo del Decanato, Luis Buch le gritó: «¡Usted es un descarado!» Estalló la algarabía y el descontrol. El catedrático quiso replicar, pero sus palabras fueron ahogadas por el bullicio. La reunión terminó con los ánimos muy caldeados.
Poco después, Portela envió dos padrinos a su alumno, retándolo a un duelo a muerte, por entender que su honor había sido ultrajado. Buch estuvo de acuerdo, y designó a Justo Carrillo y a Menéndez Massana como sus representantes. Propuso que en lugar del combate a sable, a la vieja usanza, se batieran con pistolas, sin formalidades. Por supuesto, intervinieron los amigos, consejeros y padrinos, y el asunto no acabó en sangre. Años después, Buch se presentó a examen oral de Derecho Penal ante el doctor Portela, y su nota fue reducida sin motivo. En 1938, vencidas todas las asignaturas, se tituló en Derecho Civil. [11]
Según otros testimonios, Lezama también lideró el repudio a un profesor que daba una conferencia en la Asociación de Estudiantes de Derecho: tras la presentación del Rector, su nerviosa voz de barítono se alzó para reprocharle al conferencista que hubiera acogido un baile en su casa el día de la muerte del líder estudiantil Julio Antonio Mella. Esa fue la señal para que todos los alumnos se levantaran y abandonasen el local dejando al profesor con la palabra en la boca.
A pesar de no haberlo conocido nunca en persona, Lezama se había cruzado con Mella en varias ocasiones. La primera, a los catorce años, cuando asistió, oculto tras las columnas de la cigarrería Bock, a una manifestación que, encabezada por el líder estudiantil, bajó por la calle San Lázaro y se encaminó a Palacio para tumbar la estatua de bronce que se había hecho erigir el entonces presidente Rafael Zayas, uno de los más pintorescos protagonistas de la corrupción republicana. Al año siguiente, en 1925, escuchó en la Sociedad de Torcedores el último discurso que pronunció Mella antes de exilarse en México. En aquella conferencia, que formaba parte de los cursos de la Universidad Popular «José Martí», Mella pronunció una frase que a Lezama se le quedó grabada: «Machado no es otra cosa que el primer estúpido de Cuba, como el príncipe de Gales no tiene otro mérito que ser el primer elegante del mundo».
En el capítulo XI de Paradiso Lezama superpone estas dos anécdotas, la manifestación del 24 contra Zayas y la del 30 contra Machado, para montar una secuencia casi cinematográfica en la que confluyen diversos aprendizajes: la política, la amistad, el sexo y el conocimiento. Aunque convertir esas páginas en testimonio de filiación política sería demasiado aventurado, puesto que en Paradiso la política es más bien parte del decorado, no cabe duda que desde el punto de vista biográfico fueron experiencias importantes para Lezama.
Ese Mella de Paradiso es una especie de Apolo habanero, una figura ubicua como los dioses de las batallas míticas, capaces de inspirar pasiones colectivas y suscitar enfrentamientos que Lezama llega a calificar de «homéricos». Buena parte del carisma de Mella, sex symbol de la época, procedía de ese «perfil voluptuoso» que Lezama no deja de admirar. Su aventura con la fotógrafa Tina Modotti, la última en una larga lista de relaciones que escandalizaron a la «buena sociedad» habanera de la época, terminó por costarle la vida pues años después uno de los despechados amantes de la italiana, agente al servicio del GPU soviético, le disparó por la espalda en un oscuro callejón de la ciudad de México. La versión oficial cubana del asesinato, sin embargo, culpa hasta hoy a unos esbirros de Machado.
EL 30 DE SEPTIEMBRE DE 1930 Lezama no llegó a almorzar a su casa y el fino olfato de su madre presintió el peligro. Apostada en la ventana junto a Eloísa, se dedicó a vigilar los tranvías que cubrían la ruta Vedado-Muelle de Luz, mientras imaginaba lo peor. «Dos mujeres solas en la ventana», cuenta la hermana «estampa viva de la orfandad, vigilaban pensando que así atraían al hijo perdido».
Un vecino les avisó que cerca de la Universidad había una algarada con motivo de una manifestación de los universitarios que se dirigían al Palacio Presidencial. La madre palideció. Sus peores premoniciones parecían estar a punto de cumplirse. «Estoy segura de que él está allí», dijo. «Irá a parar a la cárcel porque no tiene un padre que lo defienda». Para Eloísa, sin embargo, imaginar a su hermano metido en política era otra razón para admirarlo: «el asma y su devoción por las cuestiones estéticas, me lo remedaban débil, pusilánime», contará luego. (El episodio insinúa el tironeo de toda la adolescencia lezamiana, prisionero entre mujeres, la madre que lo sobreprotege y las hermanas que lo quieren a la altura de un héroe de novela romántica).
Al fin llegó Lezama, con su traje de hilo crudo empapado en sudor, medio ahogado. Era tan obvia su participación en la refriega estudiantil que esa noche la madre no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente, lo reconoció en una foto panorámica de la protesta que había salido en el periódico. La casa retumbó con las admoniciones maternas, centradas en el tema de la orfandad: «Si José María viviera todo sería distinto, pero en estas condiciones no nos podemos dar esos lujos».
Lezama se vistió en silencio y acudió al velatorio de Trejo mientras su madre era presa de una terrible desazón. La noche anterior, el joven había tenido un fuerte ataque de asma. Ese momento fundamental en que el adolescente entra en la madurez será recreado en Paradiso, cuando José Cemí, después de la manifestación universitaria, se duerme envuelto en los vapores benéficos de sus polvos de asmático. Igual que Cemí, la presencia de Lezama en la manifestación y el velorio de Trejo marca su primera incursión a un territorio donde no llegan el ejemplo paterno ni la asfixiante preocupación materna. Ese dominio autónomo no es otro que la política. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en la novela, donde Rialta hila las cuentas de su rosario de sabiduría familiar para conceder sin violencia el paso a la adultez a través de una exhortación délfica («No rehúses la violencia, pero intenta siempre lo más difícil»), la madre de Lezama hará todo lo posible por recluir a su hijo en la fortaleza familiar y mantenerlo al margen de cualquier militancia.
Las preocupaciones de Rosa Lima no eran infundadas. En septiembre de 1930 Lezama se codea en la Asociación de Estudiantes de Derecho con muchos integrantes de lo que luego se llamará «la generación del 30». En el local de la Asociación, desgarrada por la lucha entre reformistas y comunistas, tuvieron lugar algunas reuniones conspiratorias a las que asistió Lezama. Según varios testimonios, el escritor incluso habría participado en los preparativos de la manifestación en la finca de Polo Miranda, en las afueras de La Habana. Los estudiantes lo planearon todo, incluida una «comisión de gritos», liderada por Armando Feíto, quien se apareció en la manifestación con un claxon desvencijado que, según la barroca descripción de Lezama, «pronunciaba con gran escándalo sus interjecciones como la garganta estremecida de un maniático causando un noble efecto sobre aquella reyerta».
El motivo de la protesta era una maniobra política del rector interino, Ricardo Martínez Prieto que, para evitar disturbios, pretendía suspender las clases universitarias hasta después de las elecciones de noviembre. El plan original del Directorio Estudiantil preveía convocar una asamblea en el Patio de los Laureles en protesta contra la decisión del rector y exigir allí mismo la renuncia de Machado. Luego se leería un manifiesto al pueblo de Cuba (redactado, entre otros, por el comunista Raúl Roa) y la manifestación se dirigiría a la casa de Enrique José Varona, repitiendo, en el homenaje a la figura más prestigiosa de la oposición intelectual al machadato, el trayecto de la marcha universitaria del 20 de marzo de 1927.
El día anterior, 29 de septiembre, uno de los estudiantes más respetados de la facción moderada o reformista, Rafael Trejo, había tratado de acallar los desacuerdos de la caótica asamblea de la Asociación con una frase que luego se revelará premonitoria: «¡Aquí hace falta una víctima!»
Advertido de las maniobras estudiantiles, el rector avisó a la policía, que rodeó enseguida el Alma Mater. El día 30 amaneció con una llovizna fina y las avenidas y accesos a la universidad tomados por los soldados y la policía montada. Al mando, uno de los más enérgicos represores de Machado: Antonio B. Ainciart. El Directorio, entonces, cambió de plan: en vez de reunirse en el Patio de los Laureles para ir desde allí a la casa de Varona, los estudiantes debían concentrarse en un lugar cercano, el parque Eloy Alfaro, y marchar desde allí hasta el Palacio Presidencial. Al parque sólo pudieron llegar un centenar. Se improvisó un mitin. Al grito de «¡Muera Machado! ¡Abajo la tiranía!», Feíto desplegó una bandera cubana y los estudiantes intentaron avanzar. En ese momento la policía ordenó la carga, que fue enfrentada a pedradas, palos y botellazos. «Al llegar a la calle Gervasio», cuenta Lezama en su entrevista con Rosa Ileana Boudet, «donde había una estación de policía, los policías, la gendarmería sale ya disparando tiros al aire. Ahí fueron detenidos Masiques, Marinello, Saumell, toda esa gente que la policía llega y le echa mano. Y los demás, que éramos muchachos que teníamos 17, 18 años, pues nos vamos por ahí corriendo, dando gritos. Había un piquete de policías que ya era fuerte. Machado, que como ustedes saben era un hombre terrible, no se andaba con chiquitas, es decir, las manifestaciones estudiantiles las acababa a balazos».
Entre porrazos y tiros, cayó Trejo, con un tiro en el vientre. Otros estudiantes fueron golpeados o detenidos. El resto se dispersó y un pequeño grupo logró llegar a la redacción del periódico El País, donde tuvieron que enfrentar las acusaciones de «revoltosos» y «rojos». Sin embargo, la muerte de Trejo, que no era comunista, se convirtió en el detonante de la protesta nacional que pondría fin al gobierno de Machado.
Lezama había conocido a Trejo en la Facultad, aunque éste cursaba cuarto año y Lezama el primero. Otro condiscípulo, Eduardo Robreño Depuy, recuerda que el mismo día que Lezama y él subieron por primera vez la escalinata universitaria se le acercaron cuatro curtidos estudiantes: Trejo, conocido por entonces como un excelente jugador de ping pong; José Miguel Lamy y Roa, fervientes agitadores, así como Carlos Prío Socarrás, que años después llegará nada menos que a presidente de la República. «Nos pidieron nuestro apoyo para su grupo, el más radical de la universidad entonces, que estaba abiertamente en contra del gobierno (…) Y fue así que nos iniciamos en tánganas, actos, manifestaciones políticas».
El tono grave y responsable de Trejo impresionó más a Lezama que las proclamas y los encendidos discursos del comunista Roa. (Será éste quien, años después, convertido en Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno revolucionario, desempolve las credenciales antimachadistas del poeta hermético. Su alusión a un Lezama «jadeante y resuelto» en la manifestación del 30 de septiembre sirvió para convertir al escritor en un revolucionario demasiado asmático para una gesta armada). Con una mezcla de orgullo e ironía, Lezama gustaba de evocar aquel antecedente suyo como «hombre de acción», aquella escapada del recinto de la autoridad maternal: en 1959, invitado a una lectura en aquella Universidad que tantos conflictos había visto, empezó por declarar: «Ningún honor yo prefiero al que me gané en la mañana del 30 de septiembre de 1930».
Con esa frase y sus ecos históricos, Lezama se distingue de otros miembros de Orígenes, obligados a arrastrar cierto complejo de culpa en los primeros años de la Revolución. La revuelta del 30 había tenido como objetivo expresar la inconformidad de los estudiantes, no sólo ante el desastre universitario sino frente a la corrupción machadista. Sin embargo, como confiesa Lezama en 1970, aquel suceso no tuvo la repercusión popular que le atribuye la historia oficial. «Yo recuerdo que cuando nosotros desfilábamos le decíamos a la gente que estaba en los ómnibus y en los balcones que se sumaran y ninguno venía a acompañarnos». Después de esa precisión microhistórica, el poeta, tal vez por prudencia, suelta una rotunda apología del sacrificio revolucionario: «Con la muerte de Rafael Trejo se llegó a la profundidad histórica; por primera vez en la historia de la cultura cubana se intentaba lo imposible: a través del sacrificio, de la muerte ir a una forma de poder».
El hecho de que Lezama utilice la palabra «cultura» en vez de «política», más apropiada para hablar de un intento por derrocar a un tirano, resalta el tono simbólico de esta tesis sobre la conjunción de historia, imagen y sacrificio, y coloca a la Generación del 30 como anticipo de la Revolución de 1959.
La idea del sacrificio fundador está presente en todos los textos «políticos» de Lezama: como en el mito, hay una víctima propiciatoria que permite saltar sobre el vacío o la indiferencia de las circunstancias. Sin sangre no hay «posibilidad infinita». De la misma manera que la muerte de Trejo les da sentido a las protestas de su generación, el posterior asalto de Fidel Castro y sus seguidores a «la fortaleza maldita» (como llamará Lezama al cuartel Moncada) será la suma de «imagen y posibilidad» que preludia la Revolución. En otra entrevista, Lezama también se refiere al 30 de septiembre como «el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano».
La realidad es que, a pesar del sacrificio de Trejo y de otros revolucionarios, la farsa política que siguió a la caída de Machado impidió un cambio radical en la vida cubana. En 1934, al reiniciarse los cursos universitarios, Robreño fue a buscarlo para que ingresara en el Partido Auténtico que había acabado de fundar Ramón Grau San Martín. Pero Lezama se negó a volver a «meterse en política» y llegó incluso a calificar al antiguo condiscípulo de «politiquero». Eloísa cuenta que por esa época también oyó a su hermano quejarse de que algunos miembros del Comité Estudiantil comían opíparamente en restaurantes de lujo con el dinero recaudado para sus acciones de protesta.
En una entrevista posterior, Lezama lamenta que la contraparte de los mártires de la Revolución del 33 fue el gobierno de los auténticos, «donde a hombres que inclusive tenían brillantes antecedentes revolucionarios, el poder los deslumbró de tal forma que fueron nada más que unos corrompidos administradores de la cosa pública y unos pillastres». Al final, Rialta tenía razón: la política había resultado ser un «peligro sin epifanía».
Esa frustración marcó profundamente a Lezama, que no quiso saber nada más de militancias hasta 1959 cuando, entusiasmado por la revolución triunfante, «reactivó» su interpretación del sacrificio como motor de la historia cubana.
Según Roberto Fernández Retamar, Lezama le habría confesado otra razón para su distanciamiento. Cuando se creó la comisión de estudiantes que redactaría el manifiesto de la protesta del 30, el joven poeta dio por seguro que sería escogido para integrarla: aún inédito, era sin embargo conocido como escritor entre sus condiscípulos. Para su sorpresa no fue así, y los redactores terminaron siendo Rubén León, Prío, José Sergio Velázquez, Virgilio Ferrer Gutiérrez y el propio Roa, cosa que lo disgustó bastante. «Creí al oírlo entonces», dice Retamar con sorna, «y sigo creyendo, que acaso en aquel momento empezó a evaporarse en Lezama el hombre de acción nutrido de cultura que pudo haber sido, a la manera de Roa, y el espacio vacío que dejó esa evaporación fue siendo colmado por el fastuoso imaginero que sin embargo conservó siempre de su otro posible el ansia revolucionaria de transformación, la fidelidad a lo mejor de su circunstancia, la austeridad, el valor que se sobrepone al miedo, la coralidad, la avidez de futuro».
En la interpretación filistea de Retamar, que ve un resquemor literario en el origen de un distanciamiento político, el «otro posible» de Lezama, ese intelectual orgánico de la Revolución que Retamar sí encarnó, deja paso al filomático fundador de revistas literarias.
UN TENIENTE DEL EJÉRCITO, Aurelio Hevia y Prieto, esposo de su hermana Matilde, le había insistido a Rosa Lima sobre la gravedad de lo ocurrido, advirtiéndola de que el gobierno tomaría represalias con los estudiantes que habían intervenido en la manifestación.
Atormentada, Rosa decidió ir a ver a uno de los antiguos amigos militares del coronel Lezama Rodda, conectados con el gobierno. Eloísa recuerda detalles de aquella visita: «Llegamos a una casa muy lujosa en el Vedado. Nos recibió un criado, quien avisó a una señora grande y gorda a la que le decían “la Niñita”. Me dio risa, pero mamá me dio un pellizco para recordarme que el momento era dramático. Luego mi madre me explicó que eran gente humilde que se había encumbrado. Nos trataron muy bien. Creo que la visita contribuyó a que no arrestaran a mi hermano».
Tras los sucesos del 30 de septiembre, la Universidad de La Habana fue cerrada (desde el 15 de diciembre de 1930 hasta el 18 de junio de 1933). Se paralizó el curso académico, comenzaron las huelgas obreras y la mayoría de los centros culturales fueron clausurados. En febrero de 1931 fracasa un atentado con bomba contra Machado —en el Palacio Presidencial. Poco después, Menocal, Mendieta y Méndez Peñate se alzan en armas, pero casi enseguida son apresados. A finales de 1931, se funda la organización clandestina ABC, que junto con el Directorio Estudiantil Universitario empieza a usar métodos de la lucha clandestina y el terrorismo urbano. La policía de Machado y la Porra, su grupo paramilitar, devuelven los golpes con la misma violencia. El clima político del país se vuelve cada vez más inestable.
A finales de enero de 1932, por ejemplo, el embajador de EEUU en Cuba, Harry F. Guggenheim, le escribe al Secretario de Estado norteamericano: «Hay dos consideraciones que me llevan a creer que es de especial importancia que ni Machado ni el pueblo cubano tengan ninguna duda de nuestra falta de simpatía con la dirección actual de las políticas de Machado, si queremos continuar evitando las desafortunadas consecuencias políticas de los disturbios cubanos: en primer lugar, debido a que no toman en cuenta nuestros consejos, la situación financiera, económica y política ha empeorado progresivamente; y, en segundo lugar, porque la fe del pueblo cubano en la capacidad y disposición del presidente para restaurar la paz moral se ha perdido por completo.» [12]
Con el cambio del gobierno norteamericano, Guggenheim fue destituido y, en 1933, el nuevo presidente, Franklin D. Roosevelt, envió a Cuba a su amigo Benjamin Summer Wells para mediar entre Machado y la oposición. De cualquier modo, Machado tenía que irse, así que el embajador maniobró para sustituirlo por Carlos Manuel de Céspedes, que de inmediato fue reconocido por Estados Unidos.
Sin embargo, el 4 de septiembre, tras varias conspiraciones, oficiales y soldados del ejército dieron un golpe de Estado y depusieron a Céspedes. Se estableció entonces una Junta de Gobierno, la llamada Pentarquía (porque constaba de cinco miembros, uno de ellos era Ramón Grau). El recién ascendido coronel Fulgencio Batista quedó como jefe del Ejército.
«Fue una época desorientada,» resumirá Lezama en otra entrevista, «de la cual se podría decir lo que alguien dijo de un gran poeta español: ‘Potro gallardo, pero va sin freno’. Rebajándole la frase en lo de “gallardía”, el ir sin freno fue su principal característica. Se sucedían los tumultos universitarios, cundía la algazara sin que se borrara la confusión». [13]
La madre, siempre previsora, decidió que lo mejor para mantener a Lezama alejado de aquel clima de agitación política era conseguirle un trabajo. Así ayudaría a sostener a su familia, que seguía en una situación de penuria económica. Para ello, como cualquier viuda necesitada, también acudió a los viejos amigos del padre de Lezama. «Le daré un puesto de soldado», propuso un coronel que había sido cercano al difunto. Pero su esposa, que estaba presente en la entrevista, le recordó que se trataba de un joven bien preparado, que no tenía intención de seguir la carrera militar. «Nuestra madre», cuenta Eloísa «se despidió abruptamente, airada, y cuando estábamos en el tranvía, entre lágrimas, me confesó su gran desilusión. “¿Cómo es posible que trate así al hijo de su íntimo amigo?”».
La anécdota prefigura las múltiples antesalas que, en la siguiente década, tendrá que hacer el propio Lezama, en busca de algún trabajo digno o acuciado por necesidades económicas. Los numerosos favores que habrá de pedir a gente extraña, algunos entre sus condiscípulos universitarios, ahora funcionarios, resentidos y triunfantes. Lorenzo García Vega llama la atención sobre estas humillaciones de Lezama, y opone el caminante incansable de La Habana al «mundo de los choferes», como lo bautizará el conde Keyserling: el mundo de la grosería moderna, cifrado en su fetiche mecánico. Choferes que luego, dice Keyserling, se convertirán en «modernos directores de pueblo». [14]
Al fin, Lezama consigue un trabajo de medio tiempo, «un puestecito de 50 pesos», en la Secretaría de Sanidad. De ese sueldo, cuenta Eloísa, daba una pequeña cantidad a la madre y dedicaba el resto a comprar libros y entradas para los conciertos. También aprovecha esos meses sin clases para leer furiosamente. Acude casi a diario a la Biblioteca Nacional, que estaba entonces en el edificio de la antigua Maestranza de Artillería, en Cuba y Chacón. En la Sala de Lectura, de la que estaba a cargo María Villa Buceta, lo recuerda Vicentina Antuña: «un joven que nos llamaba la atención porque metía su cabeza en los libros y no la levantaba para nada, es decir que estaba siempre leyendo, leyendo y leyendo. Sudaba muchísimo, yo me acuerdo que en aquella época todo el mundo usaba traje, saco y corbata, y a él se le ponían unas manchas de sudor en la espalda. No sé si fue mi marido mismo [por entonces, su novio, Francisco Carone Dede] o María Villar quien me dijo quién era el muchacho». [15]
Estos trajes, por cierto, serán toda una angustia para la madre, y luego para la hermana, porque el joven Lezama crecía y engordaba rápido, así que solían quedársele chicos demasiado pronto. Y sin embargo, a pesar de que el dinero en casa no abundaba, el Lezama de esos años anda siempre muy bien vestido. [16]
En apenas tres años, de 1931 a 1934, Lezama ha pasado de los corros universitarios a convertirse en «un solitario que cultiva el diálogo con fanatismo». Empieza a crearse una leyenda, medio en burla y medio en serio, en torno a aquel joven culto y arrogante, de risa excesiva o frases irónicas, cargadas de una socarrona solemnidad. Le dicen «el Maestro».
Sus largos paseos vespertinos por la ciudad suelen terminar en las librerías de Obispo (sobre todo en la Victoria, de la calle Obispo 366, en cuya trastienda tendrá lugar, años después, algo parecido a una tertulia informal. Allí tuvo lugar la anécdota de su célebre encuentro en el lugar con Mañach, en el que éste le dice, con sorna: «Me han dicho que ahora lo están llamando Maestro», y Lezama contesta: «Prefiero que me llamen Maestro en broma, a Profesor en serio». Toda una declaración de principios.
Tampoco hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre el nivel intelectual de ese grupo. Y por si acaso, siempre está García Vega, el aguafiestas de Orígenes, para contarnos que también «en La Victoria, como en los periódicos, como en los grupos profesorales, como en todos los mundillos de la cultura oficial cubana, se despreciaba a los escritores y a los artistas», y darnos detalles del sofá o las sillas de la librería donde solía sentarse el escritor Luis Felipe Rodríguez, y cómo el dueño de La Victoria, un exiliado español a quien Rodríguez le parecía un «viejo cargante», mandó a quitar sofá y sillas, «y sólo Lezama se indignó ante esa indecencia».
Las librerías de Obispo eran uno de los tantos destinos habaneros del flâneur Lezama. Por esos años, sus intentos poéticos trazan también una especie de mapa de La Habana: «Catedral (Noche y gritería)», «Catedral (Paseo de domingo)», «Bahía de La Habana», «Playa de Marianao», «Nacimiento de La Habana», «Paseo del Prado (Sombrillas de medianoche)»… Entre 1931 y 1934 Lezama trabaja en un libro, Inicio y escape, firmado sólo como José Lezama (sin el «Lima» materno: curioso gesto de autoafirmación), y va dejando una constelación de poemas habaneros, entre ellos los que antologará Juan Ramón Jiménez en La poesía en Cuba en 1936.
Todo ese material parecería el preludio de una poética que irrumpe, rotunda y cerrada sobre sí misma, cuando se publica «Muerte de Narciso» en 1937. Pero este largo poema gongorino, dedicado «a mis amigos José Ardévol y René Villarnovo», también había sido escrito entre 1931 y 1932. Lezama lo adelanta en el segundo número de Verbum (julio-agosto de 1937) antes de hacerlo imprimir en Úcar, García y Cía, ese mismo año, como una plaquette de apenas diez páginas. Su primer verso, «Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo», provocó, según Vitier, que «la poesía de Mariano Brull, Emilio Ballagas, Eugenio Florit, como brujas montadas en escobas, salieron disparadas por una ventana… La poesía cubana había cambiado en una sola noche».
(Continuará…)
*Se presenta aquí, en exclusiva para el El Estornudo, uno de los capítulos (el cuarto) del libro en el que llevo demasiados años trabajando: José Lezama Lima: una biografía (título provisional). Otro capítulo, titulado «Hotel Vedado», fue incluido en mi libro Inventario de saldos. Como se verá, se trata de un esfuerzo por mantener el análisis de la vida y la obra de Lezama a un nivel estrictamente biográfico, al margen del gigantesco corpus de exégesis literaria que ha generado su obra, y que se ha multiplicado exponencialmente en los últimos años. Para el biógrafo de Lezama, son especialmente útiles los testimonios de las personas que lo conocieron, muchos recogidos por Carlos Espinosa en su indispensable Cercanía…, y el deslumbrante trabajo de rescate de su archivo realizado por Iván González Cruz, con quien cualquier lector e investigador de Lezama estará siempre en deuda. Agradezco también a las personas que accedieron a ser entrevistadas para este trabajo, y a Eloísa Lezama Lima, fallecida en el 2010, por su colaboración. Otro agradecimiento especial para José Prats Sariol, profundo conocedor de la vida y obra lezamianas, que puso en mis manos varios documentos importantes aquí citados, entre ellos el expediente académico del escritor.
Las referencias usadas para este fragmento de un work in progress (que se dividirá en tres entregas) se abrevian aquí, por razones de espacio.
Notas
(1) La pobreza es una presencia constante en la vida de Lezama, sobre todo después que la muerte de su padre dejara a Rosa Lima con una prensión de viudez y tres hijos y una cocinera que mantener. «¿Te acuerdas cuando éramos niños,» le dice a Eloísa en una carta, «la angustia en los días postreros del mes, por el silbato del cartero, diosecillo mercurial de las cobranzas, que nos indicaba si entrábamos en el mes siguiente con pie siniestro o con dicha?»
(2) Carlos Espinosa Domínguez: Virgilio en persona, Término editorial, pág. 71. Virgilio no llegó a terminar nunca Filosofía y Letras: decía que se negaba a ser examinado por un «bando de burros».
(3) Víctor Amat, en su reseña del Curso de Legislación Hipotecaria, de Manuel Dorta Duque, en Verbum Año I, Nº. 2, La Habana, julio-agosto de 1937, pp. 61-62. Amat Osorio se graduó de Derecho y publicó un libro de cuentos campesinos sobre su natal Holguín, Seis cosas viejas (Banes, 1937), celebrado por su condiscípulo José Antonio Portuondo, que lo comparó con Luis Felipe Rodríguez y Carlos Montenegro. Fue también uno de los fundadores del Club Rotario de Banes.
(4) Según Rojas, ocurría justo lo contrario: «El área en que se especializó el poeta, Derecho Penal, era por entonces la de mayor desarrollo en Cuba y la que experimentaba más claramente el choque entre el viejo paradigma de la criminología positivista y las nuevas teorías funcionalistas del delito». Véase Rafael Rojas: «Del derecho a la poesía», en Lezama Lima: la palabra extensiva, Verbum, Madrid, 2011, pp. 279-285; publicado también con el título «Lezama y los castillos», en Luzelena Gutiérrez de Velasco, Sergio Ugalde Quintana, eds: Banquete de imágenes en el centenario de José Lezama Lima, (COLMEX, México, 2014).
(5) Fernando Sirgo y Traumont llegará a ser Director de la Secretaría de Instrucción Pública (ministro de Educación) entre 1936 y 1938, bajo el gobierno de Federico Laredo Brú. Simpatizaba con los comunistas, y fue amigo de Mella en la época del congreso de Estudiantes de 1923 y la Universidad Popular. Estuvo entre los fundadores del ABC, en 1931.
(6) Véase: José Prats Sariol: «Opus Ícaro», en Lezama Lima: la palabra extensiva, Verbum, Madrid, 2011, pp. 268-270.
(7) Es el mismo asunto que va a separar, años después, a Lezama de su amigo Guy Pérez Cisneros, que con su meteórica carrera de lycéen, académico, político y diplomático representó, tal vez, lo más depurado de esa otra vía institucional a la que Lezama siempre se negó a reconocerle carácter fundador. Hasta el punto del distanciamiento personal, o de opiniones tan severas («fue un desertor del movimiento y se entregó con bagaje y todo al enemigo») como las que sobre Guy aparecen en una entrevista con Ricardo Riaño, de febrero de 1954.
(8) Poco después, el 27 de septiembre de 1932, el propio Freyre de Andrade sería tiroteado y muerto en su propia casa, junto con sus hermanos.
(9) Buch, Menéndez Massana y Justo Carrillo fundarán luego un despacho de abogados, con sede en el edificio del Banco Nova Scotia (en Cuba y O’Reilly). Ambos estarán muy involucrados en los primeros tiempos de la Revolución de 1959.
(10) Según el testimonio de Mercedes Rosado, Portela era primo de Lezama por la parte paterna: su segundo apellido era Méndez, y el padre de Lezama era Rodda y Méndez. Fue él quien le consiguió, en 1940, el puesto en el Consejo Superior de Defensa Social, en la prisión del Castillo del Príncipe, ese «regalo envenenado».
(11) Esta anécdota y una larga semblanza de Buch aparecen en el ensayo de Reinaldo Suárez «El hombre que da las respuestas», en: Un insurreccional en dos épocas. Con Antonio Guiteras y con Fidel Castro, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2001.
(12) El informe prosigue: «Durante casi un año y medio, en Cuba ha campeado el desorden. Ha habido agitación, manifestaciones, bombas continuas con alguna destrucción de propiedad, y en agosto pasado la revolución que, aunque fue ganada por el Gobierno, no terminó en el restablecimiento de la paz moral. De forma intermitente, durante este período, se ha reducido la libertad de expresión o de prensa; en la actualidad, las garantías constitucionales están suspendidas y el país está bajo la ley marcial. Una organización llamada “El Partido de la Porra”, que consiste en mercenarios partidarios del Gobierno, lleva a cabo represalias sangrientas contra los actos violentos o especialmente desagradables de los grupos de oposición. La única universidad del país y todas las escuelas superiores han estado cerradas durante más de un año, debido a la oposición estudiantil al gobierno. Las cárceles han estado llenas intermitentemente de presos políticos. Además de la depresión mundial (y esa es la causa básica de la difícil situación económica de Cuba), la falta de confianza en el gobierno cubano y las condiciones mencionadas han ayudado a provocar un estancamiento en los negocios que ha aumentado la miseria del pueblo cubano.» (Véase Foreign Relations of the United States Diplomatic Papers, 1932, The American Republics, Volume V, en: Office of the Historian: https://history.state.gov/historicaldocuments/frus1932v05/d594)
(13) Manuel Marcer: «Verbum: Primer signo de una generación», en Vida Universitaria, no. 175-176, marzo-abril 1965. Incluido en Carlos Espinosa: Vuelvan crepúsculos y flautas, Ediciones Orto, Manzanillo, 2010.
(14) «Pues en un mundo de choferes se estaba, en los años de Orígenes, con el alza del azúcar, y el auge económico de una burguesía tarada e imbécil. Todos fueron choferes: los políticos, los hombres de negocios, los curas, las putas. Los choferes se ausentaban para ir a Miami; los choferes no conocían el paisaje; los choferes sólo sabían llegar a sus horribles nuevas casas para destapar sus cervezas. Y Lezama caminaba, recorría su paisaje, como pocos cubanos lo han hecho. Pues las grandes caminatas de Lezama fueron también como su risa: un reto, y un descubrimiento». Lorenzo García Vega: Los años de Orígenes, Bajo la Luna, Buenos Aires, 2007, pág. 270.
Sobre el «mundo de choferes» según Hermann Alexander, conde de Keyserling (1880-1946), puede verse esta ilustrativa columna del historiador de La Habana Emilio Roig de de Leuchsenring, publicada en Carteles el 25 de septiembre de 1938: «El conde Keyserling ve en el chofer “el tipo determinante de nuestra edad de muchedumbres, como lo fueron de otras edades el sacerdote y el caballero… La mayoría de los hombres se orienta hoy hacia el tipo del chofer… En todo el mundo se instaura entre la muchedumbre el tipo del chofer… La juventud de hoy se diferencia de los pueblos salvajes en que, en su alma, lo transferible domina sobre lo intransferible. En tal respecto, su conducta encuentra su símbolo, no en el hombre primitivo sino en el coche mecánico. (…) Waldo Frank juzga que el hombre y la familia modernos norteamericanos, y lo mismo puede aplicarse en mayor o menor grado a los hombres y las familias de todo el mundo occidental, viven por el automóvil y para el automóvil. La aspiración de unos y otras es: primero, poseer un automóvil; después, ir mejorando la máquina y la calidad del carro. Su categoría social la dará la marca del carro que posean. El vestir elegante, el comer bien, el poseer casa confortable, importan poco. Todo será sacrificado al automóvil.”»
Nótese la influencia de estas críticas a la modernidad en el siguiente párrafo de una crónica habanera de Lezama: «Ganemos en una mañana la perspectiva aérea de La Habana. Sus calles de anchura deleitosa parecen inundadas del río de latón de las máquinas. Lentísimas hileras se mueven como encadenadas. Quien soñó con una prisa innecesaria ahora camina como amarrado a un árbol. Calles hechas para la marcha y el paseo nocturno, soportan grosería y toneladas, erizando sus aguijones, sus ingenuos sistemas defensivos y logran hacer lento y arrastrado el paso de innumerables invasores». (En: Tratados en La Habana, Universidad Central de las Villas, 1958, pág. 282).
(15) Testimonio de Vicentina Antuña recogido en: Víctor Fowler y Fabiola Mora: «Palabras cruzadas en torno a Lezama Lima», Letras Cubanas, 16 (oct.-nov.-dic. 1990), pp. 286-287.
(16) «Gustaba de vestir en verano con trajes de hilo crudo o blanco. No era síntoma de bien vestir porque por aquellos tiempos esos trajes costaban diez pesos (la moneda cubana se cotizaba igual a la de Estados Unidos). Los estudiantes tenían que acudir a las clases con el saco puesto, lo que hacía la pobreza más visible.
«Este subrayado de su ropa obedece a que constituía una angustia para nuestra madre. Jocelyn crecía y engordaba muy ligero y los trajes le quedaban pequeños antes de romperlos. También a mí me preocupaba la compra de su ropa. Nuestra madre provenía de una familia burguesa venida a menos, más doce años de matrimonio con un militar de carrera, la hacía dar demasiada importancia al aspecto exterior, a la apariencia. Como ella gustaba de los refranes, yo, con cierta ironía le recordaba que el hábito no hacía al monje, a lo que me ripostaba que era de los pocos refranes equivocados. La ropa de Jocelyn se había tornado en problema doméstico, al que él no daba ninguna importancia.» Eloísa Lezama Lima, en Una familia habanera, Ediciones Universal, Miami, 1998, pág. 46.