jueves, 30 de junio de 2022

Reciclar, reciclar, ¡Venceremos!

Por Jorge Angel Pérez.

Hace más de sesenta años que en Cuba andamos reciclando y reconsiderando; la comida, las ropas, las ideas, y hasta algunas “grandes decisiones” del poder se “transforman” o se reciclan. Al parecer Díaz-Canel tiene muy pobres iniciativas, lo que lo convierte en un reciclador de ideas, y sobre todo si las ideas “iniciales” fueron de Fidel Castro. Resulta que me contaron ayer que Díaz-Canel ha recomendado convertir las prisiones en escuelas, pero hasta ahora no he podido confirmarlo, aunque creo, como muchos, que cuando el río suena piedras trae.

Y ese runrún me llevó a recordar al Fidel Castro que decidiera convertir los cuarteles en escuelas. Quién no recuerda aún la rimbombancia que acompañó a ese Cuartel Moncada metamorfoseado en la Ciudad escolar 26 de Julio, con la única y más real pretensión de honrarse a sí mismo y de paso al resto de los asaltantes al cuartel. Aquel cuartel que solo hace pensar, aún hoy, en sangre y muertes, se convirtió en escuela. Y ese sería el primero en Cuba. Luego vendrían otros cuarteles que, en pueblos y ciudades, tuvieron el mismo destino.

Columbia, la Columbia de los “jefes”, después del “triunfo” se convirtió también en una escuela a la que dieron el nombre de “Ciudad Libertad”, una gran escuela en la que, con el paso del tiempo, se estableció también la jefatura de las tropas de prevención, esas tropas que dan miedo y también espanto, esas tropas que conocemos como “boinas rojas”, esas “boinas rojas” que “aprietan y dan terror”. Esas tropas también tienen otra pequeña base en “La Cabaña”, en aquella Cabaña regentada alguna vez por un adicto a los fusilamientos.

Y habría que recordar también al muy mencionado “Colegio de Belén”, ese Belén donde se formó el joven Fidel Castro, el mismo que luego asaltaría cuarteles y haría guerras en la Sierra Maestra, en el Escambray, en Angola, y en “media África”, incluso en algunos puntos del centro y el sur de América.

Y mientras todo eso sucedía, y sucede aún, los niños cubanos serían “bendecidos” con una pañoleta y un lema que los hacía chillar que serían como el Che, como aquel barbudo argentino que hizo guerras a tutiplén, y que andaba siempre armado presto a apuntar para apretar luego el gatillo, para que la bala entrara en el mejor punto, ese en el que se consigue la muerte rápida, y desde donde la sangre sale a borbotones.

Fidel Castro convirtió los cuarteles en escuelas, pero luego, olvidadizo él, construyó nuevos cuarteles, y cientos, quizá miles, de unidades policiales en las que a diario se reciben las órdenes de vigilar, reprimir, y hasta de matar. Y resulta que ahora Díaz-Canel propone convertir las prisiones, que son muchas, en escuelas, sin hacer mención al hecho de que todas esas escuelas en el campo fueron construidas por la “revolución”, y en las que estudiamos generaciones y generaciones de cubanos. Esas escuelas se convirtieron en prisiones, y se cambió el lápiz, la cartilla y el manual, por altas alambradas y fusiles, muchos fusiles que laceran, y también matan.

Recuerdo aún esas escuelas en el campo en las que estudiamos varias generaciones de jóvenes cubanos; aquellos feos edificios que se construyeron según el método de construcción Girón, con piezas de hormigón armado. Recuerdo aquellas escuelas con un edificio docente y otro para dormitorios, unidos ambos por un pasillo central. Los albergues repletos de literas, y los baños pestilentes, las duchas siempre rotas, y los mugrosos lavamanos. No consigo olvidar esas escuelas en las que estudiamos en Cuba, a las que ingresamos con once o doce años, aunque debíamos estar al amparo de nuestros padres.

¿Cuántos de los que allí estuvimos podría olvidar aquel grito: “de pie”, ese que nos despertaba cada día? ¿Quién no recuerda las bocinas amplificando las voces del dúo “Los compadres” que cantaban: “amanecer cubano que ha llegado un nuevo día…”? Y el día comenzaba en el surco o en el aula, sin mamá, sin papá, sin sus afectos. De esas escuelas egresamos algunos para ir a la universidad, pero muchos terminaron haciendo guerras en África y regresaron muertos porque para eso estaban preparados, otros se fueron al Norte.

Muchísimas de esas escuelas sufrirán ahora una nueva metamorfosis. Esas instalaciones que fueron escuelas y luego prisiones, volverán a ser escuelas. Y ahí podría armarse un gran rollo, porque algunos nombres persistirán por voluntad popular, sin que importe el nuevo bautizo. Y el padre que llevó a su hijo a una escuela que fue cárcel hasta ayer le dirá, al menos por un tiempo, La Conchita, aunque el nuevo nombre sea Fidel Castro. Y a la escuela que ocupe el espacio de la prisión de mujeres del Guatao la podrían llamar Vilma Espín o Celia Sánchez, pero el Guatao permanecerá por mucho tiempo en el recuerdo. Che Guevara podría llamarse quizá alguna de esas escuelas, aunque antes fuera una prisión connotadísima.

Muchas prisiones en Cuba volverán a ser escuelas preuniversitarias, pero quizá por un tiempo muy breve, quizá un par de años, probablemente menos, porque gran parte de la población cubana quebranta la ley y va a la cárcel. Y luego podría crecer vertiginosamente en medio del caos y la miseria. La miseria es quizá la causa principal de los delitos. En breve aquellas prisiones que se levantaron para enseñar y se usaron luego para reeducar a ladrones, homicidas, proxenetas, prostitutas, abusadores sexuales, volverán a ser escuelas.

Resulta que esos cambios de un día para otro en las esencias de las cosas y quizá hasta en los nombres no son nada espontáneos, no responden a la dinámica de las cosas. Un nombre podría ser también la esencia de “la cosa”, una función podría ser también atributo. La escuela tiene una esencia, como la cárcel. Y es que las cosas son también lo que podemos decir de ellas. Una cárcel es una cárcel y una escuela es una escuela, pero si un jefe de gobierno decide, en un abrir y cerrar de ojos, convertir los cuarteles en escuelas, y luego las escuelas en prisiones, y más tarde son escuelas nuevamente, está cambiando también las esencias de esas cosas, una y otra vez, y nos pone en riesgo, en medio del caos, tanto que nos hace dudar de todo. Una cárcel es una cárcel, aun antes de que la veamos, antes de que tengamos contacto con ella; y con la escuela sucede lo mismo. Los predicados de las cosas son también esenciales.

La estabilidad de la cosa es importante. Una escuela no puede convertirse, de la noche a la mañana, en una prisión o viceversa. Los nombres de las cosas no son un accidente, los nombres de las cosas deberían responder a las esencias. A mí no me gustaría estudiar en lo que antes fue una cárcel, como tampoco me gustaría vivir en un cementerio, aunque se llamara Paraíso.

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