Por Luis Cino.
"Paso a dos", del escritor y periodista español Ramón Pernas, es una de las muchas novelas inspiradas por los dramas que generó la Guerra Civil (1936-1939) y la posterior dictadura de más de 35 años del general Francisco Franco.
Recientemente di con dicha novela, que en el año 2001 fue publicada en Cuba por la Editorial Arte y Literatura con el financiamiento del español Fondo de Desarrollo de la Educación y la Cultura, y luego de leerla, quedé muy impresionado, particularmente por la caracterización que hace del personaje negativo de la trama, Ricardo Orol.
A modo de contrapunto, los dos protagonistas, Alfonso y Ricardo, que fueron amigos en su infancia y adolescencia, cuentan la tragedia de sus vidas.
Pocos días después de la sublevación militar que inició la guerra civil en julio de 1936, el padre de Alfonso, el capitán de navío Pablo Constanti, muere a manos de Ricardo, que forma parte de una especie de falangista escuadrón de la muerte.
El capitán Constanti no es comunista, es solo un liberal y masón que como militar juró defender la República, pero Ricardo lo odia, lo ve como su enemigo, a pesar de que Don Pablo y su esposa siempre lo acogieron en su casa, lo ayudaron y le dieron buenos consejos. Ricardo, muy pobre, huérfano de madre, con un padre alcohólico que se gana malamente la vida cantando tangos, envidia tanto la distinción y el bienestar de la familia Constanti, que, ante la imposibilidad de poder llevar una vida así, llega a detestar a todos sus integrantes, especialmente a don Pablo. La prédica falangista de “ni más pobres ni más ricos, todos iguales por el trabajo”, acabó de envenenar la mente del muchacho, que se convirtió en un matón fascista rechazado hasta por los de su bandería y que termina suicidándose, amargado por el advenimiento de la democracia y el regreso del exilio de Alfonso y su hermana a Vilaponte para participar en un homenaje para reivindicar la memoria del capitán Constanti.
Uno lee Paso a dos y se pregunta cuántos hombres y mujeres similares en el odio a Ricardo Orol fueron engendrados por el castrismo.
La Revolución de Fidel Castro, desde sus mismos inicios, con su demagógica prédica de falso igualitarismo, pintándose “por los humildes y para los humildes” para nutrir sus filas, inflamó la envidia y el rencor de los desclasados, los humillados, los preteridos, los frustrados, los acomplejados. Los hicieron sentirse protagonistas de una causa grandiosa por la que estaban dispuestos a todo, a matar y morir si era preciso, bastaba que se los exigiese el Máximo Líder.
Así, odiaron primero a los burgueses y luego a todo el que pensara distinto. Renunciaron a sus creencias religiosas, sus usos y costumbres, rompieron con familiares y vecinos, a quienes, en muchos casos, se prestaron para vigilar y chivatear a la policía.
El tiempo, demasiado tiempo ha pasado, y ya la mayoría de los que decían estar dispuestos a todo por Fidel y la Revolución, ante los muchos desengaños y la precariedad de su existencia, no siente ni remotamente ese fervor. Solo les queda el miedo y la inercia de los viejos rituales. Muchos están desilusionados y arrepentidos, aunque se niegan a reconocerlo por no dar su brazo a torcer y admitir que se equivocaron al consagrar su vida a algo que no merecía ni la tercera parte de sus esfuerzos y sacrificios.
Pero las heridas siguen abiertas en nuestra sociedad. Sangrantes y purulentas. El daño que los come-candela de ayer y antier causaron a los demás y el que se hicieron ellos mismos y a sus descendientes no se repara de un día para otro, máxime si apenas ha sido retocado el maquillaje de las circunstancias y los responsables de esta situación.
Por eso, porque no hemos olvidado, es indignante escuchar a los voceros del régimen que intentan el monopolio del patriotismo y la cubanidad y que califican como “odiadores” a todo el que discrepa del pensamiento oficial y se opone a los abusos y las ordenanzas de los mandamases.
Los castristas, que llevan más de 64 años impartiendo la cátedra del odio y la intolerancia más extrema, hablando de amor y reconciliación. ¡Que no jodan!