Por Nicolás Águila.
El mejor Menoyo, para mí, es el joven empresario anterior al revolucionario escopetero. No el ‘gallego’ tiratiros que se echó al monte para sudar una calentura política que le era ajena. Ni el que se distanció de los dos figurones del Directorio y plantó bandera aparte con su II Frente Nacional. O el que se puso una estrellita en el hombro y se nombró él mismo comandante de los rebeldes del Escambray.
Tampoco el invicto guerrillero que tomó mi pueblo natal con mucha fanfarria y sin disparar un tiro. Ni el que tuvo una actuación ambigua en la conspiración de Trinidad en 1959, calificada por muchos como traición sin paliativos. O el que rompió con Castro en 1961, escapó al exilio y regresó a Cuba en un desembarco temerario a fines del 64 para caer preso y cumplir 22 años de cárcel. Ni el que en los años noventa, dando un giro copernicano, pretendió dialogar con un régimen que solo practica el monólogo y de manera selectiva. Ni mucho menos el que en el 2003 se radicó en La Habana para dirigir una utópica oposición a la dictadura a través de su organización unimembre Cambio Cubano.
No, señores panegiristas, no me vengan con semblanzas de corte hagiográfico. A mí no me deslumbra el Menoyo heroico y postalita que nació en el Madrid de la II República y, al igual que su hermano, se empeñó en continuar la Guerra Civil Española en nuestra patria. Yo prefiero a aquel veinteañero que montó un bar elegante en la esquina de Línea y F, en El Vedado, el Eloy’s Bar, llamado así a lo pitiyanqui y sin complejo de español republicano. Porque esa fue sin duda su hazaña más audaz y perdurable. Un espléndido nightclub estilo años cincuenta que aún existe (o eso creo), totalmente a oscuras por si las inhibiciones y diseñado según la moral de la época, doble y simple al mismo tiempo. El ‘matadero’, como le llamaban, quedaba abajo en el sótano; y arriba, subiendo la escalera, se hallaba una barra acogedora sobre el nivel de la calle. Todavía en los años setenta se seguía llamando ‘Eloy’s Bar’, aunque todos le decían simplemente ‘El Eloy’. ¿Sería que no se percataban de que llevaba el nombre de un comandante disidente preso por entonces en una cárcel castrista? Años después parece que se dieron cuenta y quitaron el lumínico original. De lo cual me enteré una tarde de calor sofocante, cuando bajé con una amiga al sótano de ‘El Eloy’, ya rebautizado como Tropical.
El camarero nos sirvió y luego se perdió para siempre. No apareció de nuevo por más que lo llamara. Subí entonces a la barra para hacerle el pedido directamente al cantinero, pero no había un alma. Ni usuarios ni empleados. Volví a mi mesa a tientas con un fósforo encendido. El aire acondicionado increíblemente funcionaba bien y el asiento pullman invitaba a quedarse, aunque fuera a palo seco, así que nos quedamos un rato más. Al cabo de una hora salimos a la sofocación del calor ambiente. El local seguía abierto, lo mismo arriba que abajo, pero sin nadie que lo atendiera. Tal parecía que el personal se había marchado sin haber llegado el relevo del cambio de turno, y se le olvidó cerrar. Cosas del comunismo. Se notaba la ausencia del antiguo dueño del negocio, Eloy Gutiérrez Menoyo, el cantinerito que abandonó su bar club por irse a tirar tiros en las lomas del Escambray.
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