Por Alejandro Armengol.
Fidel Castro ha muerto, y tras el momento inicial de llanto y jolgorio -fenómenos temporales pero necesarios- hay un hecho que asimilar. Durante décadas su figura marcó el destino de demasiadas vidas, lo que significa que algo tan definitorio como la muerte no puede ser pasado por alto. Ahora viene una sensación de vacío e impotencia. Hasta hace algo más de 20 años, en Miami la idea de que Castro muriera en su cama era difícil de asimilar. Luego fue imponiéndose poco a poco.
En la época final de su vida, más allá de los estragos de la enfermedad, el vejamen que constituye envejecer y las imágenes que presentaron un deterioro físico, siempre estuvo presente el hecho de que, pese a todo, Castro impuso las reglas del juego, hasta en su tozudez ante la muerte.
Para quienes vivían en la Isla, acostumbrarse a su ausencia cotidiana fue un fenómeno natural y de fecha, en concordancia con la generación a la que pertenecía, y de las siguientes que tuvieron que admitirlo. Para algunos, Castro ocupó una vida. Muchos vivieron y fallecieron sin conocer otro gobernante. Esa carga emocional no es fácil de incorporar. Los gritos y sollozos, las muestras de pena y alegría, los actos de homenaje y rechazo podrán apenas canalizar el enorme significado del hecho.
En el exilio, tras la reacción original, se impondrán dos sentimientos, al parecer opuestos pero en el fondo complementarios. El primero tiene que ver con cerrar un capítulo. El segundo con el fin de una ilusión.
“No Castro, no problem” fue en una época una pegatina favorita en los automóviles de los exiliados. Castro, sin embargo, vivió lo suficiente para demostrar que su desaparición física no sería el fin del agobio: su salida no es sinónimo de un salto atrás en el tiempo, una vuelta a la Cuba de los años 50.
En buena medida, con Castro se van también las justificaciones para no hacerlo distinto. Durante décadas en Cuba se ha aprendido a dominar el arte de la paciencia: un futuro mejor, un cambio gradual de las condiciones de vida, un viaje providencial al extranjero. También durante décadas ha imperado una actitud de no arriesgarse, de creer en el azar, de resignarse a la pasividad.
Si para muchos cubanos el abandono del país ha significado el lograr un destino sin la presencia de Fidel Castro, hay toda otra gama emocional -definida por la geografía y la historia- que encierra sentimientos que van más allá de la partida. Algunos tratarán de doblar la página y seguir adelante, a otros no le resultará tan fácil. Si habían logrado desterrar de su vida a la figura del “Comandante en Jefe”, el día que este falleció, de forma consciente o no, han tenido que plantearse la alternativa de olvidar o no el hecho lo más rápido posible. No lograrlo sería otra frustración. Intentarlo al menos una mayor esperanza. Para otros, más desafortunados, Fidel Castro permanecerá muerto demasiado tiempo.
Otra cuestión, también emocional, pero sobre todo de índole política y con consecuencias ordinarias, es lo que ocurrirá en Cuba en un futuro más o menos cercano.
Cuando el Gobierno cubano trata de vender la imagen de Miguel Díaz-Canel, como sucesor de Raúl Castro en la presidencia, muestra ante el mundo un partido de póker en que los participantes cuentan con dos barajas diferentes: algunos poseen un tipo de cartas, otros cuentan con otras y los terceros tienen ambos paquetes.
Porque en Cuba la transferencia de poder no se lleva a cabo en las urnas y a través de la presidencia, sino en lo fundamental mediante la maquinaria partidista.
Junto a Díaz-Canel Bermúdez, de 56 años, que pasaría a desempeñar por ley la presidencia en Cuba en caso de muerte o renuncia de Raúl Castro, está José Ramón Machado Ventura, de 86 años, que sería entonces el primer secretario del partido. Una mezcla singular de lo viejo y lo nuevo, en que ambas figuras tampoco se ajustan a tales definiciones.
Esta especie de muerte en palacio coloca a la aritmética de la vida en un primer plano, y además de alimentar las ilusiones del momento en Miami lleva a un replanteo -no por silencioso y oculto menos presente- de las posibles opciones, no en el sentido de una lucha por el poder siempre presente sino de inmediatez. Al morir Fidel Castro se rompe para siempre ese concepto feudal del tiempo que ha imperado en Cuba durante décadas: se acaba la eternidad del momento consagrado el 1ro. de enero de 1959.
Raúl Castro domina ambos poderes (de gobierno y partidista) en la actualidad, como en su tiempo los tuvo su hermano. Pero da la impresión de no estar dispuesto a extender ese privilegio.
Así que para Díaz-Canel llegar al verdadero poder en Cuba tendría que transitar una larga vía, cuyos pasos aún pendientes son alcanzar la segunda secretaría partidista (no lo consiguió en abril de este año), luego la presidencia de los Consejos de Estado y de Ministros (está por ver si lo conseguirá en febrero de 2018) y por último obtener el cargo de primer secretario del Partido (VIII Congreso, tres años después). Un proceso ideal guarda poco que ver con la realidad cubana.
Si Díaz-Canel es el rostro visible en actos y declaraciones sin mucha importancia, y Machado Ventura figura de vez en cuando, en ocasiones intrascendentes y no dice palabra que valga repetirse, hay otras figuras que sí determinan -mediante la actuación y no en el discurso- y parecen estar marcadas a definir el futuro nacional; no en los términos de Raúl y Fidel Castro, pero tampoco en la comedia de errores de Díaz-Canel y Machado Ventura.
Son dos militares muy cercanos al actual mandatario, pero cuya gestión no se reduce a los beneficios familiares: el coronel Alejandro Castro Espín y el general Luis Alberto Rodríguez López-Calleja.
Nada de ello logró definirse en el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba, que no fue un momento definitorio y quedó calificado simplemente de juego de abalorios, otro desfile de un cementerio de elefantes que se niega a la definición de huesos.
Hasta el momento -y nada indica que al final de estas algo habrá cambiado-, las ceremonias fúnebres de Fidel Castro poco indican sobre el futuro de Cuba. Simple confirmación de una sucesión ocurrida hace una década. Habrá que ver en los próximos meses o quizá en pocos años.
Por lo pronto, y con Raúl Castro al parecer disfrutando de una buena salud, vuelve a quedar en manos de la biología el destino de Cuba. El que ocurran una sucesión de fallecimientos en un plazo relativamente corto -al estilo de lo ocurrido en la desaparecida Unión Soviética- no deja de ser más que una posibilidad entre otras. Solo en la fidelista Miami hay cabida para tanta esperanza.
En este sentido, los dos hechos más significativos de este mes de noviembre que hoy concluye -la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y el fallecimiento de Fidel Castro- han hecho revivir en dicha ciudad la ilusión de darle marcha atrás al almanaque. Es un anhelo que se reafirma en el hecho de que, precisamente, en parte el triunfo de Trump se sustenta en igual ideal, en lo que respecta a la sociedad estadounidense. Pero tanto en lo que respecta a Cuba como a EEUU, tal retroceso es imposible.
En su número del 18 septiembre de 1995, la revista U.S. News and World Report presentaba un reportaje de Linda Robinson sobre Cuba con el título de Casualties in a War of Wills (Las bajas en una guerra de voluntades). El objetivo del trabajo era demostrar que los lazos familiares entre los residentes de la Isla y el exilio eran más fuertes que la rivalidad de entonces entre el Gobierno norteamericano y el de Cuba.
Para entonces, ya Fidel Castro había ganado la batalla de la familia. Como ocurre en las telenovelas -donde la trama muestra a diario nuevas peripecias que dejan atrás lo ocurrido el día anterior-, la manipulación de los fuertes sentimientos familiares, que caracteriza a los cubanos, se había transformado -luego de una etapa inicial con fines ideológicos por parte del Gobierno, empecinada en destruir esos vínculos- en un esfuerzo logrado de convertir a la comunidad cubana en el exterior en una de las fuentes de sostén económico de quienes vivían en la Isla.
El error de ese exilio, que pretende ahora imponer un borrón y cuenta nueva, es no tener en cuenta lo que ha cambiado Cuba en los diez últimos años y el exilio durante las dos últimas décadas. No es ese exilio camino a desaparecer biológicamente, como Castro, ni sus herederos, nacidos fuera del país, los que en última instancia definirán el futuro de Cuba, al menos que lo hagan por la fuerza, sino esas nuevas generaciones.
Parafraseando a Sartre: ahora que Fidel Castro ha muerto, algunos exiliados se sienten obligados a crearlo de nuevo: lo necesitan imperecedero, eterno, permanente en sus vidas. Si antes lo requerían vivo, para creer que estaba muerto, ahora -paradoja una y mil veces repetida- se aferran a que su desaparición física posibilite arrancar las páginas de un calendario ya inexistente.
En la Isla se conjugan tres dominios, que con frecuencia se confunden y se han mantenido unidos en las figuras de Fidel y Raúl Castro: el militar, el político-ideológico y el administrativo.
El cambio fundamental e inmediato a la salida del poder -por vía biológica o voluntaria- de ambos hermanos Castro, será la ruptura de esta triada. Que uno esté muerto no anula al otro. Entender ese camino evita confusiones sobre el traspaso de mando. En Cuba no se producirá ni una herencia de la autoridad, al estilo Corea del Norte, ni tampoco una transferencia generacional que omita los orígenes.
Lo fundamental en esa transición no es detenerse en datos y vericuetos, que intenten vaticinar el papel presente o futuro del coronel Castro Espín en ella -y caer en el viejo esquema del Fidel Castro omnipresente tan afín al exilio de Miami: en este caso con el sobrino desempeñando el papel-, sino comprender que desde años se ha establecido un nuevo modelo que subordina ideología, política y administración al poder empresarial, solo que en términos cubanos.
De esta forma, los militares continuarán en el centro de la ecuación, ya transformados en el principal poder económico, una vez que Raúl Castro desaparezca, pierda capacidades como su hermano, o se haga realidad la suspicaz promesa de su retiro.
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