En el año mil novecientos diez, cuando la revolución en México
y las entonces consideradas enormes huelgas del Sarre y Liverpool,
disuelto el acre humo de los incendios de la Semana Trágica de Barcelona,
mientras los poderosos trusts empezaban a proyectar la construcción
de los primeros y bellísimos aeroplanos en serie
de cara ya al negocio que hoy se llama la Primera Gran Guerra,
un diecinueve de diciembre, oigan, al caer Sagitario, en el umbral
de un invierno que cuentan fue muy duro
-su signo, el fuego; su planeta, Júpiter; energía y sapiencia-
en el campamento militar de Columbia, al otro lado del río Almendares,
nació un niño al que luego, entre oraciones, alegría de turno y tibias aguas,
impusieron los nombres de José, de María, de Andrés y de Fernando.
Era su padre el coronel Lezama y Rodda,
ingeniero artillero que murió en Fort Barrancas, Pensacola, de unas fiebres malignas,
y su madre la dulce Rosa Lima y Rosado,
hija de una familia que luchó muchos años cuando la independencia
de la Colonia, y conoció el exilio,
y comió el duro, amargo y negro pan del desterrado.
Ah, qué fácil resulta decir ahora que el débil muchacho que creció
luego como una inmensa ceiba
y que mientras escribe alivia los tabacos interminablemente,
se formó, ya en sus juegos en los patios traseros de cuarteles y sofocantes explanadas,
bajo aire y disciplina militar, viendo los ejercicios de aquellos
soldaditos medio West-Point y medio zarzuela,
en los días insólitos de una República alegre y confiada.
Pero no ocurrió así y hoy Lezama conserva tan sólo de su infancia
el singular recuerdo de una hermosa retreta floreada,
de un desfile brillante en medio de señoras con loro y abanico,
o una imagen de crines y banderas que en su memoria ondean todavía.
Muerto el padre, el muchacho y su familia se trasladan al domicilio de la abuela materna,
y allí viven diez años entre libros, jarrones, mecedoras y un amor torturante por su reino perdido,
mientras se agrava el asma que el poeta padece desde que iba en pañales.
Así comienza a leer, en las convalecencias con olor a eucaliptus y miel virgen,
toda clase de obras, desde el Quijote y La Isla del Tesoro,
y cuando cede su dolencia, con cartera y plastrón y zapatos de un negro de ala de aura,
como buen bachiller, estudia silogismos y ecuaciones de segundo grado,
en tanto que la Europa de entreguerras baila furiosamente el charlestón
y en Norteamérica crecen enormes las colas delante de los cines.
Años después, el veintinueve, de infausta y cruel memoria para el mundo cristiano -no lo olviden, el crack-,
el joven y su madre habitan nueva casa en una dirección que hoy conocen hasta los gatos más tontos de la isla:
calle de Trocadero 162, Habana Vieja.
Habana Vieja, vida nueva y vuelta a comenzar con la estrechez y el asma
y ahora estudios de leyes en la Universidad, en donde participa del lado de la muerte, como él dijo,
en la rebelión popular contra el gobierno de Machado.
Por ese tiempo le alcanza, como un rayo de luz entre las mil lecturas de otros clásicos,
el cuchillo de Góngora, que punza, hiere y ordenando coloca jerarquías;
después siguen Rimbaud, Mallarmé, Valéry, el gigantesco Proust y también Lautréamont,
y el reposo y rescate de los poetas de Cuba, desde el hondo y remoto Silvestre de Balboa,
hasta el vaso violeta de Julián de Casal;
y también Eliot, Pound y especialmente Juan Ramón Jiménez
con el que departió largamente cuando su viaje a la isla.
Lezama, ya convicto y confeso de poeta, mientras sigue escribiendo en los cafés
y gasta el pavimento de las mil librerías de viejo de su barrio,
inicia la era de las fundaciones: las revistas Verbum,
Espuela de Plata y Nadie parecía, del año treinta y siete hasta el cuarenta y cuatro.
Don José, ahora graduado, trabaja en un bufete y ha publicado Muerte de Narciso,
Enemigo Rumor y los espléndidos poemas que forman Aventuras sigilosas,
cuando, junto a Rodríguez Feo, emprende la obra poética más temeraria y lúcida que se vio en el Caribe
que es imprimir la joya repetida que fue Orígenes en sus cuarenta números:
toda la poesía del mundo en unas cuantas páginas.
Más tarde escribe La fijeza, con el gran mulo rapsodiado y el invisible arco de Viñales,
y rompiendo clausuras salta tierra adentro hasta un México que tanto conocía sin salir de casa,
y en seguida comprueba en otro viaje que era cierta su imagen de Jamaica como una isla de sueño y coromantos.
Escribe prodigiosos ensayos, come como un caimán y lee más que nunca
-oh endriago reposado, ballenato de amor, cómo lo haría-
y van apareciendo los primeros capítulos de Paradiso, que abrasan el papel bajo su pluma y a él mismo purifican.
Pero en medio de todo, Lezama huele el aire cargado de presagios,
adivina que está por terminar el banquete siniestro de los años cincuenta,
y sabe que un país sometido sólo alcanza el triunfo si le mueve a pelear su dignidad,
porque el hambriento sigue comiendo de su hambre y el mezquino traga los desperdicios y agradece la mano que le humilla,
pero el loco, el poeta, ese combate y vence por amor.
Después de los años terribles de furia y de cadáveres tendidos en los parques
ya por su calle Trocadero pasan los primeros barbudos entre palomas y banderas,
seguidos de muchachos, de viejos, de mulatas y negros relucientes y bellísimos,
y él comprende muy pronto que su sitio está allí, en la Habana Vieja,
con su libreta de racionamiento y su asma,
y con todo el amor que ha acumulado por esa isla terrible y hermosa que es su patria
a la que tantos negarán más tarde al conocer su verdadero rostro.
Y allí sigue, leyendo y escribiendo entre grandes montones de papeles,
y ya nadie, ni el que se fue, ni el que se queda y miente,
ni el que no comprendió y aún sigue sin ver claro,
podrá hacer que equivoque el camino o confunda la historia,
historia que algún día sus amigos hemos de celebrar
con un festín de quince o veinte platos y vinos increíbles
alrededor del poeta que alivia los tabacos interminablemente,
del mago, del terco mulo, del asmático insigne,
del ruiseñor barroco que nació el año diez, al caer Sagitario,
en el umbral de un invierno que cuentan fue muy duro, amor, amor.