sábado, 10 de junio de 2023

Vuelven los rusos a Cuba: transculturación y neocolonialismo.

Por Víctor Manuel Domínguez.


Vuelven los rusos a Cuba. Ya los tenemos aquí, como en los tiempos de Jrushchov y Brézhnev, con renovadas intenciones y apetitos.

Están de plácemes e ilusionados los ancianitos nostálgicos del comunismo soviético, las plañideras de las latas de carne rusa y los cacharreros que añoran las lavadoras Aurikas (aunque hagan ripios la ropa), las motos Berjominas, los relojes Poljot, los radios Meridian y Selena, las clases de idioma ruso por radio y el resto de la parafernalia rusa que dejó de venir en los años 90, cuando se desmerengó el imperio y nos sumimos en el Periodo Especial.

Para esos compañeritos prorrusos es como si los cubanos estuviéramos indisolublemente ligados a Rusia. Es más, para ellos es como si los cubanos naciéramos con un samovar bajo el brazo y el osito Misha, en vez de ser oriundo de Siberia, hubiera nacido en Madruga, Aguacate o Limonar.

Fosilizados dinosaurios comunistas que antes aspiraron a que el pepino encurtido, la col rellena con bastante apio, los konsomoles con camisas de nylon, las koljosianas de vestidos floreados, resplandecientes dientes de oro y axilas velludas, y los abedules en lugar de las palmas reales, fueran parte de nuestro paisaje natural.

Esos castristas-leninistas que añoran el programa televisivo 9550 cuyos premios eran un viaje a Moscú pasan por alto que hoy, sus hijos y nietos, cuando visitan Rusia es para comprar piezas de repuesto para Moskvich y pacotilla para revender en Cuba, eso si no les da por cruzar la frontera e irse a Occidente.

Como hicieron antes, en los sesenta y setenta, cuando quisieron implantar, entre otras costumbres, la de que los recién casados depositaran las flores de las bodas en los monumentos de los caídos por la causa del proletariado, aspiran a que la cultura rusa forme parte de nuestro ajiaco nacional, como lo español y lo africano. Pero no hay modo: los rusos, ni de postre.

Si alguna huella quedó de la presencia rusa en la era fidelista fue el recuerdo de los muñequitos rusos, una retahíla de nombres eslavos (Yuri, Vladimir, Alexei) y un reguero de chatarra, mucha chatarra.

Pero los viejitos sovietizantes de ayer y sus continuadores de hoy, que no encuentran de qué agarrarse para seguir a flote, insisten con la rusificación. Catetos al fin, son capaces de sustituir la caldosa cederista por la sopa salianka, atribuir a Cirilo y Metodio la inspiración de Silvestre de Balboa en Espejo de Paciencia, y de asegurar que Pepe Sánchez compuso Tristeza, el primer bolero, acompañándose con una balalaika.

¿Qué dirá de todo esto Abel Prieto, tan preocupado por la colonización cultural?

A los castristas que fantasean con que Rusia será la salvadora de la Revolución se les olvida los embarques que los rusos dieron en el pasado.

Ahora que en Bayamo abrieron un restaurante ruso, el Plaza Roja, Díaz-Canel y Manuel Marrero sueñan con llevar un día a Vladimir Putin a la Plaza del Himno Nacional, frente al restaurante, y abrazados los tres, como buenos amigos, entonar la Bayamesa y Noches de Moscú.

Se olvidan de que Putin, ese Stalin sin bigote, no tiene amigos, sino intereses. Putin solo piensa en Cuba como parte de su estrategia imperial. Para él, Cuba es solo otra pieza de su colección de muñecas matriushkas.

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