miércoles, 5 de junio de 2013

A la ansiosa espera de dos velorios.

Por Carlos Alberto Montaner.

La revolución cubana y el curioso engendro bolivariano cuelgan de dos precarios hilos. Uno es la muerte de Fidel. Nadie dentro o fuera de Cuba puede predecir qué sucederá en la Isla cuando el caudillo cubano desaparezca y Raúl solo dependa de su propia y limitada legitimidad para dirigir la dictadura. El otro es la muerte de Hugo Chávez. El venezolano es el único arquitecto, junto a Fidel, de una alianza contra natura en la que Caracas subsidia copiosamente a su metrópolis a cambio de servicios de inteligencia, dirección política, visión ideológica y misión histórica, todo ello disfrazado con la coartada de contingentes sanitarios y entrenadores deportivos.

Para entender las relaciones entre Venezuela y Cuba hay que conocer cómo fueron los vínculos entre la URSS y la Isla durante tres décadas. Ése fue el modelo original.

En 1959, Fidel llega al poder decidido a clavarse en la historia mediante una revolución colectivista basada en las supersticiones marxistas, y a combatir incesantemente a Estados Unidos y a sus “lacayos capitalistas” en todo el planeta. En ese momento, tiene unos objetivos precisos, pero le faltan un método de gobierno y un modo de lograr sus metas. Esto es lo que le proporcionarán los soviéticos.

En 1975, Cuba ya tiene un Partido Comunista y una constitución calcados del modelo ruso, la policía política ha sido adiestrada por el KGB y la Stasi alemana, el país forma parte del CAME, y la revolución ha adoptado el modus operandi de los satélites de Moscú. Los cubanos, pues, viven “the Russian way of life” y se sostienen, pese a la legendaria improductividad del sistema, gracias al subsidio soviético, entonces calculado en cinco mil millones de dólares anuales, sin contar los armamentos y los créditos nunca satisfechos otorgados por los demás países comunistas.

Por aquellos años, en 1979, Fidel, dominado por la euforia–ha triunfado en Angola, Etiopía y Nicaragua– le comunica al historiador venezolano Guillermo Morón, de visita en La Habana, su convicción de que en una década él estaría paseándose triunfalmente por Washington. El Caribe, ante la derrota total de Estados Unidos, sería el marenostrum cubano.

A principios de la década de los noventa todos esos sueños se evaporaron. Súbitamente, desaparecieron los satélites europeos de Moscú, el subsidio soviético, la URSS, y hasta la referencia ideológica marxista, que pasó a ser una reliquia intelectual, como en su momento sucedió con la alquimia o el espiritismo de Allan Kardec.

Pero, Fidel, patológicamente terco –uno de sus rasgos psicológicos más notables–, insistió en la supremacía moral del marxismo-leninismo y en el fin eventual del corrupto occidente capitalista.

De aquella época son sus discursos apocalípticos en los que advierte que primero la Isla se hundirá en el mar antes que abandonar el comunismo, mientras propone a Cuba como vivero de la ideología comunista: el país quedaría como un fósil viviente de lo que fue el luminoso destino comunista, hasta que la especie recobre la cordura política y se curen las cicatrices de la traición moscovita a los ideales de la gran patria de los trabajadores. Cuando llegue esa gloriosa parusía roja, ahí estará el maravilloso modelo cubano para el rearme político y moral del planeta.

En 1995, con esos delirantes truenos restallando en el Caribe, Hugo Chávez, amnistiado por el presidente Rafael Caldera tras el intento de golpe militar de 1992, que dejó varios centenares de muertos en las calles de Caracas, viaja a La Habana invitado por Fidel Castro.

El Comandante cubano quiere vengarse de Caldera, quien ha recibido al líder opositor exiliado Jorge Mas Canosa. Los amigos de Castro, encabezados por José Vicente Rangel, le sugieren que no le dé esa legitimidad revolucionaria a quien no es otra cosa que un militarote golpista, confuso y autoritario, mentalmente abducido por Norberto Ceresole, un fascista argentino antisemita, procedente del peronismo de izquierda, enamorado del “modelo libio”montado sobre la base de un caudillo supremo, un ejército que le sirve de correa de transmisión y una masa que lo acompaña en la aventura mediante asambleas locales dedicadas a la ratificación de la voluntad del líder.

Fidel no les hace caso. A partir de ese primer contacto, Hugo Chávez, personaje sujeto a los caprichos de una musa promiscua y casquivana que se va con cualquiera capaz de hacerle un cuento radical, se subordina de manera creciente al liderazgo emocional e ideológico de Fidel Castro y comienza a desechar el discurso islamo-fascista de Ceresole. (Eventualmente, acabará expulsándolo de Venezuela).

Fidel sienta a Chávez en sus rodillas, como si fuera un muñeco de ventrílocuo, y lo convence de que la verdad última está en el colectivismo marxista y en la necesidad de enterrar al imperialismo yanqui y a sus vasallos capitalistas, pero le advierte que todo eso hay que hacerlo lentamente y con sumo cuidado, porque los enemigos son muchos y muy poderosos. Fidel, en definitiva, posee una visión y una misión y, gota a gota, se las inyecta a Chávez en su seca vena revolucionaria carente de iniciativas propias.

En 1999 Chávez, tras ganar unas elecciones, comienza a gobernar a los venezolanos. Ya tiene el propósito de trasladar a su país al “mar de la felicidad” en que flotan los dichosos cubanos, pero llega al poder dentro de las estructuras legales de una república convencional y ello le impone limitaciones a sus planes. Da inicio, eso sí, a la ayuda masiva a la Isla y al intercambio de petróleo por médicos y técnicos sanitarios cubanos que prestarán labores sociales y montarán un esquema de gobierno rabiosamente asistencialista dirigido a conquistar al electorado a cualquier costo, sin reparar en las limitaciones económicas del país.

En abril del 2002 se produce el golpe revertido contra Hugo Chávez. (Escribo “revertido” y no fracasado porque el golpe triunfó y luego fue anulado por las contradicciones entre los golpistas). Pero entre los factores que contribuyeron a ese curioso desenlace estuvo la ayuda de Fidel.

Febrilmente, en aquellas horas azarosas, el Máximo Líder se dedicó a tratar de coordinar algunos factores para salvar a su discípulo venezolano. Llegó al extremo de llamar al entonces presidente de España, José María Aznar, para pedirle que intercediera por la vida de Chávez, algo que hizo el español.

A partir de ese punto, el Chávez rescatado del abismo se entrega totalmente en manos de Fidel Castro. Sólo encuentra lealtad segura entre los cubanos. Durante los días del golpe, hasta su más íntimo camarada de armas, el ex teniente coronel Francisco Arias Cárdenas, lo acusa de asesino y corrupto y se suma a los golpistas. Cuando Chávez restablece su autoridad no toma represalias contra Arias Cárdenas. Lo asciende y calla. Es decir, otorga.

Chávez ya no confía en los venezolanos. No confía en sus militares ni en sus cuerpos de inteligencia. Tampoco en los empresarios a los que enriquece. Llegado el momento, cuando se enferme gravemente, no creerá ni en los médicos venezolanos. Sólo cree en Fidel Castro y en algo bastante evidente: dentro de la Isla, el Comandante cubano ha creado un férreo sistema de control a prueba de conspiraciones y un modo muy eficaz de proyectar la imagen de su gobierno.

Es una dictadura implacable, pero el aparato de propaganda ha logrado que se perciba como un pequeño y heroico país enfrascado en una lucha titánica por ejercer la equidad distributiva enfrentado a un Estados Unidos empeñado en aplastarlo.

Chávez importa de Cuba esa “tecnología represiva y propagandística”. Es muy eficiente y es el principal legado de las relaciones entre la URSS y su satélite caribeño. La Seguridad cubana, experta en colocar micrófonos, escuchar teléfonos y filmar subrepticiamente, espía a militares, empresarios y políticos venezolanos, especialmente a los chavistas. Con esos informes se consolida la entrega de Chávez a Cuba. El venezolano se sabe rodeado de traidores potenciales. En realidad, corazón adentro, nadie lo respeta o teme en Venezuela. Cuba se lo subraya a Chávez constantemente para asegurarse su fidelidad a La Habana.

Fidel, además de atemorizantes informes de inteligencia, también le transmite a Chávez el proyecto revolucionario: con los petrodólares venezolanos y la misión, visión y metodología soviéticas, ahora pasadas por La Habana y rebautizadas como Socialismo del siglo XXI, Chávez heredará una revolución llave en mano por parte de los cubanos. Esa mercancía le cuesta mucho dinero a los venezolanos.

Chávez y Castro, de manera inconsulta, incluso están decididos a unir a los dos países. Para Chávez, la cubanización de Venezuela es una manera de conservar el poder. Los petrodólares, por la otra punta, son para Cuba la garantía de supervivencia económica sin necesidad de hacer unas reformas que acabarían por barrer del mapa a la nomenklaturaque ordena y manda.

Los dos líderes, incluso, ponen a trabajar a varios abogados en la adecuación legal de ambos Estados para intentar ese difícil apareamiento. Son dos especies parecidas, pero diferentes. Hay resistencia al plan. El aparato cubano de poder no reaccionó bien cuando el entonces vicepresidente cubano Carlos Lage, a fines de 2005, anunció en Caracas que la Isla tenía dos presidentes: Fidel Castro y Hugo Chávez.

Para los venezolanos también era una unión incómoda. El 80% de esa sociedad, incluidos muchos chavistas, no está interesada en subsidiar la improductividad legendaria de los cubanos bajo el comunismo. A los venezolanos no les gusta regalar su plata en una nación en la que más del 30% vive en la pobreza. Incluso, cuando les preguntan a los venezolanos si quieren un sistema como el de Cuba, también lo rechazan abrumadoramente.

Ese panorama comenzó a cambiar el verano de 2006. Hasta ese momento, cuando se hablaba de “rebeliones intestinas”, se trataba de una metáfora que describía las conspiraciones políticas domésticas. Pero en julio y agosto de ese año la frase se convirtió en una descripción real: los intestinos de Fidel Castro, aquejados de divertículos, entraron en crisis y por poco lo matan. Literalmente, se rebelaron y estallaron. Fidel se convirtió en ex presidente con poder de veto real, dotado de un magullado ano artificial.

Irónicamente, en el verano del 2011 su discípulo Chávez, con sólo 57 años, pasaría por un episodio parecido, pero mucho más grave. Se trataba de un cáncer, aparentemente desarrollado en el colon y fatalmente extendido a otros órganos y zonas de su organismo. Según los expertos, incluidos Dan Rather y el presidente del Banco Mundial, morirá a corto plazo, muy probablemente antes de las elecciones venezolanas del 7 de octubre próximo.

En otras palabras, los planes del Socialismo del Siglo XXI, acaudillados por Chávez y bendecidos por Fidel Castro, quedaban abocados a desaparecer como consecuencia de la muerte cercana de sus dos únicos protagonistas.

En efecto, tras la muerte de Chávez, cualquiera que ocupe Miraflores, incluso si se trata de un chavista, entenderá que la subordinación a Cuba y la entrega de cuantiosos subsidios a esa Isla carece totalmente de sentido. ¿Por qué? Por varias razones:

Primero: No se trata de un pacto entre estados o entre partidos, sino un vínculo personal surgido de las peculiares relaciones entre dos caudillos. Esos nexos no son transferibles. Quien herede a Chávez no heredará el terror de Chávez a sus compatriotas.

Segundo: Para Hugo Chávez, inseguro e ideológicamente errático, ponerse en manos “de los cubanos” tal vez tenía cierto sentido práctico. Fue en esa alianza donde encontró alguna seguridad para sustentar su gobierno. Para su heredero, estas relaciones de dependencia carecen de sentido y no agradecerá la presencia en el país de un servicio de inteligencia extranjero espiando a los venezolanos.

Tercero: Es posible que Cuba, en una primera fase, se convierta en el gran elector del sucesor de Chávez, pero la consecuencia oculta de esa decisión es que habrá media docena de venezolanos importantes, dotados de capacidad para intrigar, agraviados por la excluyente decisión de La Habana. Esos venezolanos preteridos por los Castro serán una fuente permanente de agitación.

Cuarto: Los venezolanos, chavistas y antichavistas, son nacionalistas y les irrita que unos extranjeros se conviertan en los grandes árbitros de la política nacional. Cualquier líder (insisto: chavista o antichavista) que esgrima la causa nacional frente a la injerencia extranjera, tendrá un fuerte apoyo de las masas y el gobierno cubano no tendrá la menor posibilidad de evitarlo.

Quinto: Hay dos maneras de que un poder extranjero ejerza su dominio sobre otra nación, como ocurre en la Venezuela de Hugo Chávez. Una de ellas es porque existe un caudillo todopoderoso que lo permite y estimula. La otra, como sucedía en los países satélites de la URSS, porque el Ejército Rojo era capaz de aplastar cualquier expresión de independencia, como sucedió en la Alemania comunista en 1953, en Hungría en 1956 y en Checoslovaquia en 1968 durante la “Primavera de Praga”. Cuba, especialmente bajo Raúl Castro, no tiene la fuerza, la capacidad o la voluntad que se requiere para ejercer ese papel imperial. Cuando le digan que se vaya tiene que comenzar a empacar inmediatamente.

Sexto: La manera más sencilla de ponerle fin a al oneroso trato económico dado a Cuba es exigir que la Isla pague sus deudas. Al fin y al cabo, es así como los chinos se relacionan con la dictadura. Es posible que Pekín tengan simpatías ideológicas, pero los negocios son los negocios.

Séptimo: Cuando se produzca el fin del subsidio venezolano a Cuba, miles de cubanos tendrán que regresar a su país. Algo parecido ya sucedió a principios de los años noventa con varios millares de estudiantes y trabajadores que vivían en la URSS y en otros países comunistas que abandonaron el sistema. Muchos optaron por quedarse en Europa y, poco a poco, la mayor parte logró emigrar a Estados Unidos. Es presumible que un buena número de los cubanos que están en Venezuela elegirá quedarse en el país y cortar las amarras con Cuba, librándose así de una relación de semiesclavitud, dado que el amo cubano alquila sus súbditos al patrón venezolano y en la transacción La Habana se queda con el 85% del precio de ese alquiler.

Cuando tal cosa ocurra y Cuba sufra la pérdida del inmenso subsidio venezolano, para los cubanos será como un déjà vu. La sociedad volverá a principios de la década de los noventa, cuando la URSS eliminó su ayuda a la Isla y el consumo disminuyó un 50%. En ese punto, Raúl Castro deberá decidir si continúa insistiendo en el disparate comunista de partido único, dictadura policiaca y planificación estatal, o si acaba de enterrar de una vez ese perjudicial engendro. Si su hermano está vivo, probablemente vete los cambios que el país necesite. Si ya ha muerto, tal vez (nadie puede asegurarlo) se imponga el sentido común.

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