¿Qué debemos pedir los cubanos a las democracias del mundo y, más importante, qué debemos hacer?
Cuba es un problema cubano. Pero este hecho, al parecer evidente, debe ser repetido una y otra vez. El éxito del castrismo en presentar el conflicto nacional como un diferendo con EE UU y, por ende, con el sistema capitalista en su totalidad, no sólo ha calado hondo en la opinión pública mundial, sino también en amplios sectores de la propia sociedad de la Isla. Según esta visión, lejos de ser una importante variable en la ecuación de nuestro conflicto, EE UU y el capitalismo vendrían a ser la raíz del mismo.
Por su parte, en lugar de aplicarse al desmontaje de dicho entramado, el exilio ha contribuido a desarrollarlo. El devenir de la Guerra Fría, pero también el alto grado de represión, control e inmovilismo en la Isla, hicieron que tras la derrota de Bahía de Cochinos, el exilio se viera limitado a jugar sus bazas políticas de manera casi exclusiva en el terreno internacional, entre intereses y maniobras de cancillerías y organismos multilaterales. Así, comenzó a reaccionarse con más celo y virulencia ante movimientos de Washington, Madrid o Bruselas que ante los propios desmanes de La Habana, a enjuiciarse moralmente más que a establecerse las líneas de una verdadera batalla política.
De ese modo, el debate sobre la pertinencia o no del embargo económico de Estados Unidos a Cuba ha sustituido durante largos períodos el de la falta de libertades y las violaciones de los derechos humanos en la Isla. O lo que es lo mismo, la discusión del método acerca de cómo derrocar a los Castro ha anulado la del objetivo, el cómo ha sustituido al qué. Por supuesto, el principal interesado en dichas discusiones, que opacan la de su esencia totalitaria, ha sido el castrismo, pero también ciertas élites políticas democráticas, más ávidas de conseguir réditos electorales que una verdadera transición a la democracia en la Isla.
Sólo a partir del Período Especial y de la resistencia demostrada por La Habana ante cualquier adversidad proveniente del exterior, el exilio comenzó a forjar una nueva visión, basada en el apoyo a la oposición pacífica interna, la coordinación con la misma, el fortalecimiento de la sociedad civil y la búsqueda de iniciativas diplomáticas a nivel internacional que vendrían a sustituir las del abrazo perenne y gratuito con las fuerzas conservadoras de cualquier latitud.
Este cambio, sin embargo, no quiere decir que el viejo debate sobre los métodos de derrocamiento del castrismo se haya extinguido o, siquiera, haya cedido su preeminencia. A pesar de ser el embargo una medida norteamericana, o lo que es lo mismo, foránea, ajena a nuestro control, la discusión alrededor de lo conveniente o perjudicial de su levantamiento, de su flexibilización o endurecimiento, sigue dominando la opinión pública cubana. Y esto, pese a que ni siquiera presidentes con visiones políticas tan radicales y diferentes entre sí como George W. Bush o Barack Obama, con sus medidas contrapuestas, han logrado esencialmente nada en términos de libertades democráticas en la Isla.
Quizás más que EE UU, la España actual sea un excelente ejemplo de lo que puede suceder con nuestros asuntos cuando recaen más de la cuenta en manos de otros.
Los casi ocho años del gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero fueron una oportunidad perdida para la causa democrática en la Isla. Perseguidos por sus fantasmas ideológicos, el binomio Moratinos-Saldívar (canciller español el primero, embajador en La Habana el segundo) resultó poco menos que atroz. No sólo se desconvocó a los disidentes a ese espacio de libertad que era la embajada española en La Habana, sino que se vendió como un logro la expatriación de decenas de presos políticos cubanos a Madrid mientras el castrismo mantenía intactas sus leyes represivas y seguía deteniendo, apaleando y encarcelando a cientos de disidentes.
Desde el principal partido de la oposición española se clamó entonces contra esta política, se prometió un cambio de rumbo tan pronto los populares de Mariano Rajoy llegaran al poder. Sin embargo, nada queda ya de aquella retórica, antes vertical, ahora hueca. Las puertas de la embajada española siguen cerradas a los opositores cubanos y el tono de Madrid es tan bajo que se ha llegado a mencionar incluso la posibilidad de cambiar la Posición Común europea respecto a Cuba.
Al castrismo le ha bastado tomar como rehén a un ciudadano español para paralizar las promesas prodemocráticas del Partido Popular. Apenas importa que este chantaje del secuestro deje en evidencia la matriz mafiosa de la dictadura cubana, que su lógica de matón de barrio anule de un golpe la política como arte de búsqueda de consensos y acercamientos. Se trata de una historia que, con alguna que otra variante y excepción, se ha repetido en América Latina, donde por una afinidad ideológica mal entendida los gobiernos progresistas apenas cuestionan a La Habana, mientras los conservadores matizan sus críticas y posiciones ya sea por miedo o por posturas acomodaticias.
Es evidente que en este mundo globalizado, mientras en Cuba no ocurra un baño de sangre o la situación se radicalice aún más, Brasil seguirá priorizando sus inversiones, México su ventaja turística sobre la Isla gracias al embargo norteamericano, España sus empresas y su decimonónico pulso frente a EE UU, y estos últimos, el control migratorio y de tráfico de drogas a lo largo de sus fronteras. Ante este panorama, lo que debemos pedir los cubanos a los gobiernos democráticos del mundo parece sencillo, pero no lo es. Si no los empujamos a defender sus principios mientras negocian con La Habana, a mantener, a la par que sus intereses nacionales y estratégicos, la claridad sobre la naturaleza del castrismo y la solidaridad con los reprimidos, las democracias occidentales se abstendrán de involucrarse en Cuba por las razones contrarias a las que las hace frenarse ante China: la poca importancia real de la Isla y, en cambio, su desmesurado peso simbólico.
La pregunta que se impone, pues, es la de qué debemos hacer nosotros, los cubanos, ante esta situación. Y esto sería, volvernos descreídos, pragmáticos (resulta asombroso que no lo seamos ya, después de más de medio siglo de dictadura y promesas de ayuda), y velar por nuestros intereses y objetivos de un modo en que nadie más lo hará, por muy nobles, legítimos y necesarios que sean. En otras palabras, mirarnos al espejo, una y otra vez, y repetir ese pleonasmo de que el problema de Cuba es nuestro, solo nuestro.
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