Por Antonio José Ponte.
Aquellos que conozcan la revista cuatrimestral La Habana Elegante, fundada hace 15 años por Francisco Morán, estarán familiarizados con las mordaces imágenes que aparecen en varias de sus secciones. Son, en su mayoría, caricaturas de políticos y artistas cubanos. Son cuquitas sardónicas: ciertas cabezas reciben en ellas nuevos cuerpos, igual que las muñecas recortadas estrenan sus vestidos de papel.
Allí Alfredo Guevara puede ser una ballerina. Raúl Castro, el papa que abraza al cardenal Ortega. Miguel Barnet, la infanta Margarita pintada por Velázquez. Pablo Armando Fernández, Teresa de Calcuta. Eduardo Heras León, un periquito en las manos de Hugo Chávez. La portada de un número de la revista Orígenes puede llevar impresa la insignia del Movimiento 26 de Julio. La cabeza de Martí Apóstol puede rematar la estatuilla del premio Oscar...
Una de esas imágenes, preparada para el número de otoño-invierno de 2009, reunió a Virgilio Piñera y a Fidel Castro. Al conocido retrato donde el escritor aparece sentado, las manos contra la mejilla derecha y una cajetilla de cigarros a su alcance, le fue adjuntada una foto del Castro de esos años, ocupado en encender un tabaco. Político y escritor conservaron (a diferencia de otras figuras) sus respectivas cabezas sobre sus respectivos hombros. El humor consistía en juntarlos.
Fidel Castro prendía su tabaco y miraba al frente, atento a algún asunto. En la foto original, el fuego en el hueco de sus manos constituía el centro de la imagen. Luego del ensamblaje, a su lado brillaba otro fuego, el de la sorna. Pues la mirada burlona de Piñera (en el retrato original su burla estaría dedicada al acto de inmortalización fotográfica, del cual hablan varios de sus textos) examinaba al barbudo uniformado.
Para conseguir ese retrato fue necesario un procedimiento inverso a los de la iconografía oficial. En lugar de abducir de unas viejas fotografías a comandantes en desgracia, la nueva imagen recogía un encuentro improbable: juntaba dos elementos de la tabla periódica, suficientemente separados entre sí, para ver qué reacción producían. El mismísimo líder, silueteado y despojado de su séquito, era secuestrado hasta depositarlo en la mesa donde Piñera dialogaba con una cajetilla de cigarros. De este modo, el escritor al que una política estatal procurara condenar al olvido recibía, por extraña conjunción, las mayores atenciones.
Ese doble retrato ensamblado no cuestionaba solamente el discurso oficial, sino también la obra piñeriana. Había sido fabricado para ilustrar el texto en que éste saludara el triunfo de las fuerzas lideradas por Castro -"La inundación"-, y la mirada irónica que el escritor dedicaba a su acompañante podía entenderse como un distanciamiento de aquel entusiasmo pionero. Piñera echaba una mirada irónica, no sobre el verdadero Fidel Castro, sino sobre el Fidel Castro a quien él saludara tan ilusamente.
Y hace unos meses, a tres años de su publicación en La Habana Elegante (dentro de una sección que reproduce muchos de los artículos piñerianos de Revolución), el falso retrato de Virgilio Piñera y Fidel Castro ha sido citado como auténtico por, al menos, dos medios culturales de la Isla. Lo reprodujo el cantautor Silvio Rodríguez en su blog Segunda Cita. Lo mostró, entre otros retratos del escritor, un noticiero cultural de la televisión cubana.
Silvio Rodríguez publicó en su blog un artículo de la doctora Emilia Sánchez, a propósito del centenario de Virgilio Piñera. Varios lectores del blog tuvieron conocimiento entonces de que existía un escritor con tal nombre. El artículo, más allá de sus virtudes divulgatorias, ofrecía muy poco. Resultaban desatinados sus intentos de explicar la caída en desgracia del escritor. La doctora Sánchez daba a Piñera como adelantado de Ionesco en el teatro del absurdo para, a continuación, agarrarse del absurdo al referir su detención en una redada de homosexuales. "Pero, por aquello de las potencias del Absurdo", afirmaba, "en 1962 Piñera dormiría en un calabozo del Castillo del Príncipe, al ser apresado en una redada callejera cuando iba desde su casa al establecimiento de barrio para buscar la cuota de pan".
Unos párrafos después, se ocupaba de su ostracismo: "A pesar de que en la década tuviera una actitud consecuente con el proceso social cubano (…) se le fue marginando poco a poco, se le restringieron las funciones de editor, se prohibieron futuras publicaciones o puestas en escena y se le facilitaron, con limitaciones, trabajos como traductor".
Licenciada en Letras por la Universidad de Las Villas en 1971 y doctorada por la Universidad de Oriente y la Universidad de Valencia, Emilia Sánchez no ha conseguido desprenderse del dialecto imperante en sus años de estudiante, y persiste en una lógica de asamblea por la educación comunista. La imagen que acompañaba a su texto no podía ser, entonces, más acertada. Ahí estaban el escritor cuyo centenario celebraba y, a su lado, la personificación del proceso social cubano: Fidel Castro.
Segunda Cita no ofrecía información acerca del origen de la fotografía. No era entendida, por supuesto, como caricatura, sino como un precioso documento histórico, el único retrato disponible de Virgilio y Fidel.
El artículo se llamaba "Virgilio Piñera y Cuba". Un título que, a juzgar por el texto, podría haber servido como pie de foto.
En comentario al texto de la doctora Emilia Sánchez, Silvio Rodríguez se prestó a recordar su único encuentro con Piñera. Fue a principios de 1970, tanteó. Él había regresado de su travesía en un busque de pesca por el Atlántico y ofrecía en La Habana unos conciertos. La sala Hubert de Blanck tenía en cartelera una obra del dramaturgo, Dos viejos pánicos. Andaba con su guitarra por los alrededores del teatro y, en un portal ruinoso, divisó a Piñera, que le hizo señas para que se acercara.
"¿Tú sabes quién soy?", preguntó. "Claro que sé quien es usted. Usted es Virgilio Piñera, el autor teatral". Hubo una lucecita en sus ojos. Piñera confesó entonces haber escuchado que él tenía "problemas con algunos burócratas", y quiso saber si era cierto. Silvio Rodríguez se quedó mirándolo. Vivían en una época de suspicacias. Circulaban muchas habladurías y él nunca había sido dado a compartir sus asuntos personales.
"Lo que quiero que sepas", avisó el escritor, "es que si alguna vez necesitas escribir una carta, o necesitas una firma de apoyo, o lo que sea, puedes contar conmigo".
Ambos quedaron en silencio. El joven músico entendió que se trataba de un gesto de franca solidaridad y, antes de despedirse, le dio las gracias.
Los conciertos fijados a su regreso al país significaban (poco conocedor de las mitologías de la Nueva Trova como soy, espero no equivocarme) el comienzo del perdón oficial para el cantautor. La pieza teatral Dos viejos pánicos, premiada en 1968 por Casa de las Américas, no fue estrenada en Cuba hasta 1990, décadas después de su estreno mundial en Bogotá. Debió ser otra, pues, la obra en cartelera. En 1970 faltaba poco para que Piñera cayera completamente en desgracia, pero contaba ya con anuncios suficientes, y la anécdota enaltece a ese escritor amenazado que se solidariza con un artista joven al que apenas conoce.
Silvio Rodríguez, por su parte, no debió considerarse obligado a reciprocidad hacia él. Llegada la celebración de su centenario, se acordó de aquella vez en que conversaran. Bajo una foto falsa del escritor y del Comandante en Jefe, tuvo ese buen recuerdo.
Un noticiero cultural de la televisión cubana, escrito y dirigido por Julia Mirabal, dio también por auténtico el retrato de La Habana Elegante. El noticiero, emitido hace unos meses, homenajeaba a Piñera por su centenario. En los minutos finales mostraron imágenes de puestas de sus obras teatrales, enseñaron viejos retratos del autor y, para rematar, sacaron en pantalla la foto apócrifa.
El programa terminó con esa imagen. Los estudios televisivos habaneros autenticaban lo que fuera ensamblado en una redacción del exilio. La mixtificación de La Habana Elegante cobraba visos de oficialidad, circulaba con la misma convicción de tantas fotografías históricas de la que desterraran figuras. Empezaba a convertirse en propaganda y, a ese paso, llegaría a engrosar la iconografía del Comandante.
Aquel retrato falso encajaba de maravillas en el modelo que seguían los homenajes televisivos a figuras intelectuales. Pues la carrera de cualquier Premio Nacional de Literatura se resumía, en pantalla, mediante retratos personales, cubiertas de libros, instántaneas con otros intelectuales y, como máxima evidencia, alguna imagen con un alto dirigente. Así habían sido tratados la mayoría de los escritores que padecieran censura por los mismos años que Piñera. Recuperados oficialmente ya, Premios Nacionales de Literatura todos ellos, presumían de inmunidad desde sus fotografías con autoridades políticas. Consolidaban el favor de los jefes mediante esos talismanes.
A diferencia de ellos, Virgilio Piñera no alcanzó a ver su recuperación como autor. Murió en el ostracismo, no obtuvo el Premio Nacional. Sin embargo, llegado el centenario de su nacimiento, en La Habana debieron preguntarse por qué no tratarlo como si hubiese disfrutado en vida del perdón y la consagración oficiales. ¿Acaso no eran reeditados todos sus títulos? ¿No eran repuestas sus obras de teatro? Julia Mirabal y la gente de su noticiero no albergaron dudas acerca de la autenticidad de aquella imagen. El retrato perpetrado por La Habana Elegante constituía el colofón ideal. Era la prueba de que, al fin y al cabo, Virgilio Piñera gozaba del favor oficial, era un Premio Nacional más. Ese retrato del escritor junto al Comandante en Jefe tenía verdadero poder cauterizante.
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