Por Iván García.
Conozcamos a Osmel, nacido en La Habana, en 1968. El mal olor de su cuerpo se huele a tres metros de distancia, es portador del VIH, bebe alcohol pendenciero los siete días de la semana y no tiene residencia reconocida.
Duerme encima de unos cartones en un edificio con peligro de derrumbe, come poco y mal y gana algún dinero recolectando cosas viejas en el vertedero de la Calle 100, al oeste de la capital.
Tiene la piel de un color chamuscado y cada mañana intenta vender en los alrededores de la Plaza Roja de La Víbora un par de zapatos usados, piezas de ordenadores de segunda generación o una colección de viejas revistas Bohemia.
Dice que la Seguridad Social, “por mi diabetes avanzadas me ayuda mensualmente con 140 pesos (7 dólares al cambio), que más o menos me alcanza para sacar los mandados de la bodega y comprar viandas y medicinas”.
Desde luego, Osmel quisiera tener una familia, dormir en una cama y bañarse a diario. “A cada rato sueño con eso. Comer caliente, tener una esposa y ver televisión con mis hijos. ¿Pero cómo podría lograrlo si lo que puedo ganar en un mes vendiendo trastos viejos o chapeando un cantero no cubre mis necesidades?”, se pregunta y él mismo se responde:
“Por eso me tengo que emborrachar. El dinero que solo me alcanza pa’eso. Quizás sea la manera más rápida de morirme”, señala y de un pomo plástico se empina un sorbo de alcohol turbio, filtrado con carbón industrial.
Como Osmel, cientos de indigentes pululan por las calles de La Habana, intentando sobrevivir en ‘la revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes’, como una vez la definiera Fidel Castro, y que en la práctica se ha transformado en un incipiente capitalismo militar que beneficia a muy pocos.
La Cuba de los hermanos Castro pasó de tener una funcional Seguridad Social, sustentada por el cheque en blanco que proporcionaba el Kremlin, a una menguada ayuda a jubilados y enfermos, entre otros casos, que reciben un puñado de pesos que ni siquiera les alcanza para cubrir un tercio de sus necesidades.
Los grandes perdedores de las tibias reformas económicas emprendidas por el general Raúl Castro son los ancianos y las personas en riesgo de exclusión social. No todos son mendigos sin techo, como Osmel, pero muchos se ven obligados a vender periódicos, bolsos de nailon, cigarros sueltos y cucuruchos de maní por las calles, o hacer guardias nocturnas en negocios privados o empresas estatales y ganar unos pesos extra.
Lo peor no es el presente. Es el futuro. Retengan este dato: para 2025, más del 30 por ciento de la población cubana será mayor de 60 años. Con una emigración en alza, finanzas en números rojos y a falta de una política coherente que ofrezca beneficios netos a mujeres y hombres de la tercera edad, es evidente que Cuba no será un buen lugar para los viejos vivir.
Aunque los ancianos son los más afectados por el nuevo rumbo económico, según Argelio, sociólogo, “casi un 40 por ciento de la ciudadanía vive por debajo del límite de la pobreza aceptada por organismo internacionales y que se mide por los que ganan menos de un dólar diariamente. En la pobreza extrema, la cifra en la Isla ronda el 15 por ciento”.
Especialistas consultados consideran que las claves de la caída en picada del nivel de vida en Cuba son múltiples. “Desde la prolongada crisis económica, que ya se extiende por veintisiete años, una economía con estructuras inoperantes, lentitud en aplicar modelos eficientes de gestión empresarial, la circulación de dos monedas, salarios bajos y decrecimiento de la capacidad productiva y exportadora. Excepto en la venta de servicios y en el turismo, en la mayoría de los índices Cuba ha retrocedido”, indica Jorge, profesor de economía política.
Raisa, economista, culpa del desastre a “la pésima gestión gubernamental, la descapitalización del país por la doble moneda y los bajos salarios, que distorsionan las transacciones, productividad real y el poder adquisitivo de la población. Hay como tres o cuatro tipos de cambios monetarios en las empresas exportadoras y cooperativas no agropecuarias que afectan el rendimiento económico. Subir los salarios sin una base productiva es contraproducente, pero ganar sueldos miserables lo es aún más. La doble moneda debiera derogarse ya, aunque traiga asociado fenómenos coyunturales que pudieran desencadenar conflictos sociales”.
En octubre de 2013, el régimen de La Habana anunció la unificación de la moneda y puso en marcha un grupo de medidas que progresivamente culminaría con la derogación del peso convertible. Pero la lentitud y la nueva etapa de austeridad provocan que la autocracia se lo piense dos veces antes de iniciar una reforma monetaria a fondo.
Con un salario promedio que no supera los 27 dólares, el cubano de a pie debe apañárselas como pueda para hacer una o dos comidas calientes al día, conseguir jabón, desodorante y detergente y adquirir ropa y calzado. Para lograr un estándar de vida decente, se necesitan veinte salarios mínimos de 300 pesos mensuales, alrededor 280 dólares per cápita.
Y probablemente no alcance, pues la acumulación de penurias materiales y falta de mantenimiento en las viviendas, triplican esas cifras. Aunque el gobierno no habla de la inflación camuflada que afecta sobre todo a los trabajadores estatales que cobran en pesos, los precios en las tiendas por divisas revelan el estado real de la situación.
Tres ejemplos. Si un obrero quisiera comprar un televisor de pantalla plana, necesita el salario de año y medio. Amueblar su casa, el salario de cinco años. Y si sueña con ser propietario de un auto moderno, al precio actual de venta de las agencias estatales, el salario de ciento ochenta años.
Si eso no es inflación, que alguien me demuestre lo contrario.
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