miércoles, 21 de marzo de 2018

La jeta de padura: un argumento "ad hominem".

Leonardo Padura no es una creación del castrismo a la manera en que lo son los cantautores y las ciberclarias; pero si no existiera un Padura, alguna dependencia del CIGB (Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología) tendría que inventarlo. Así Padura contribuye a la nueva economía castrista ahorrándole al Partido unos cuantos experimentos genéticos. Justamente, lo más inexplicable del autor de Herejes es haber aparecido por generación espontánea.

Padura es la mutación final del hombre sesentista, producto evolucionario del pelú de la época de las recogidas. Debería existir uno de esos pulóvers de mutantes que ilustre la transición, desde el hippie del hotel Capri a este personajillo de barbija canosa y chaquetica deportiva.

Aún otra secuencia podría representar a un barbudo de la Sierra que recorra las diversas etapas revolucionarias hasta llegar al enanito barbado que conversa en Madrid con Pablo Iglesias. Sin dudas, allí Padura se parece al enano Bonachón, aunque igualmente podría ser Gruñón, Mocoso o Tímido. En realidad, Leonardo Padura encarna a los siete enanos del cuento en superposición simultánea, y el castrismo, que es su Blancanieves, lo saca a pasear en cualquiera de los múltiples avatares, según venga al caso.

Detengámonos un momento en la bonachona barbija paduriana, una barba cubana que ha perdido ya todo heroísmo, todo lirismo, cualquier idealismo. Veremos, de entrada, que la barba padúrica carece incluso de virilidad. Compáresela con la de Huber Matos a bordo del tanque de guerra que trajo la noche, o con la de Gutiérrez Menoyo, en la foto tipo carnet que lo inmortaliza en el episodio del gallego comevacas, o incluso con la de Ernesto Guevara, tan romántica y gauchesca, y tan pletórica de posibilidades.

La barba de Padura no esconde una barbilla femenina, como es el caso de la de Fidel Castro, no retiene la función dramática de ocultamiento, sino que responde, únicamente, a un vacío maxilar: esa barba es un hisopo para limpiar inodoros de los que venden los chinos en sus Tiendas del Dólar. Es decir, un objeto vulgar, comercial, pero no el original, sino una impostura, un fake. La barba de Padura es una barba mikimaus.

Añádanse las manchas de nicotina de un millón de Populares, el sarro de mil medias mentiras que caen y resbalan como caldo de gallina por el mentón hundido. Si antes teníamos la perilla lacia de Pablo Armando Fernández, o el barbín tipo candado de Fernández Retamar, o la pilosa cascada de un Eliseo Diego, cabe preguntarse entonces, ¿de dónde ha salido el nuevo tipo de intelectual barbudo? O mejor aún, ¿cuáles son los orígenes éticos y estéticos del nuevo modelo de barba intelectual?

Y tendríamos que respondernos que de las barracas de las Escuelas al Campo, de los sórdidos retretes del Servicio Militar Obligatorio, de algún abismal atajo de la promiscuidad social, de la sostenida depravación de la hygeia cubana, del colapso de las más elementales normas de aseo, de la tendencia recesiva que sufrió, en las últimas seis décadas, el prodigioso amulatamiento prerrevolucionario.

La literatura de Leonardo Padura es una rata peluda que anida en las cloacas políticas, el fondaje de estrecheces morales donde se acumulan pelos y jabonaduras. Y esa caraza extraña, irresuelta, incómoda, baconiana, es la facha cubana del último hombre. Después de esta jeta tenía que venir la cara de tolete de Eliancito o la del pinguero policía que dispara su pistolita en plena vía pública. Pero la cara de Padura todavía retiene una semblanza de cultura, de nuestra cultura.

Dejémonos de hipocresía: la jeta de Padura produce desagrado, produce rechazo. Ni aún apuntada por las cámaras de la televisión española o por las Hasselblad de fotógrafos estrella, su catadura resulta fotogénica, y esto, porque la cara de Padura es el reflejo del alma de la dictadura. Si las agencias de prensa pretenden pasarlo por el último modelo de intelectual revolucionario, enseguida la cámara lo revela como el revolucionario sin cualidades, uno que ni cree ni deja descreer.

He ahí un problema metafísico digno de nuestra máxima atención. Porque la fascinación que provoca Padura se debe, a fin de cuentas, a esa ausencia de cualidades: lo que seduce al público lector, y al espectador entretenido, es el vacío. Lo que resulta fascinante en su conversación con Pablo Iglesias, es que el vacío argumental pueda ser transmutado en espectáculo.

La Revolución, esa creadora, empaquetadora y difundidora de maravillas, es capaz de poner a bailar a una escoba, a cargar agua a un balde, y hacer que un hisopo limpie, motu proprio, sus excusados. Que la Revolución pueda hacer de Padura una estrella mediática lo dice todo acerca de sus extraordinarios poderes mágicos.

Padura como paradigma, he ahí un milagro. Mientras que la oposición requiere una cierta coherencia política y estética, la Revolución puede coger un mojón y convertirlo en su homúnculo, como ocurrió antes con Kcho, Barnet y los Cinco.

Shigetaka Kurita creó un emoyi con una pila de excremento y lo hizo estrella de los medios sociales. Padura es hoy el emoyi del mojón castrista: produce asco, pero no deja de encantarnos. Lo consumimos y lo colocamos como un signo más, como una ironía más, en nuestros ensayos y tesis de grado.

Cuando Pablo Iglesias dice “¡Eso sí que es ser disidente!”, en relación al cambio de lealtades deportivas del entrevistado, está haciendo uso del mismo procedimiento metonímico. Irónicamente, la “disidencia”, con sus palizas y sus actos de repudio, pasa a ser parte de la lengua franca de la política sucia europea, pero convertida en emoyi. Donde diga “disidente”, ahora podrá leerse “Industriales”, o “Barça”, o cualquier otra bobería. El doublespeak y el diversionismo ideológico se citan en el retrete: el homúnculo que nazca de esta relación incestuosa tendrá peste a mierda, cola de caballo y barba de hisopo.

La entrevista entre el político bolivariano y el escritor procastrista nos permite mirar de cerca los intrincados mecanismos de la posverdad, analizarlos en vivo, en directo y a todo color, cortesía de los fidelísimos medios de comunicación españoles. Parecería que cuatro décadas de franquismo no fueran suficientes y que el espectador ibérico exigiera renovadas dosis de emoción autoritaria, más chistes jugosos de gallegos aferrados al juego de tronos.

Y esa efervescencia, ese peligro, es por lo que los editores españoles viajan a La Habana. Antes de pasar por el estudio de Pablo Iglesias, las patrañas de Padura son comercializadas por Tusquets y un batallón de manejadores catalanes. Explicar el éxito comercial del arte de Leonardo Padura resultaría menos complicado si se tomara en cuenta el tipo de cazatalentos que viene a Cuba en busca de aventuras detectivescas.

Porque ningún traficante de letras que pretenda actuar con relativa impunidad en la tierra de Mario Conde podrá soslayar unos atavismos - patria, policía y revolución-  que ya son parte del sistema y que datan de la época en que Farah María jugaba en los Industriales y Julio Iglesias era portero del Real Madrid.
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