Por Juan Orlando Pérez.
Dicen las malas lenguas que Silvio Rodríguez y Pablo Milanés no se hablan. Si es verdad, sería una pena, y un síntoma del estado de Cuba, que esos dos hombres se hayan alejado tanto el uno del otro. Silvio y Pablo llegaron a ser tan populares, tan claramente el símbolo más amable e inspirado de una época, que aparecían juntos en las imágenes introductorias del Noticiero Nacional de Televisión junto a otras sublimes cubanerías, el joven Fidel, la Sierra Maestra, los pioneros revolucionarios con sus brillantes pañoletas, Alicia Alonso en Giselle, Alberto Juantorena llegando a la meta de Montreal 76, con el corazón.
Quizás la causa de ese presunto alejamiento es estrictamente personal, y la política, esa entrometida, no ha tenido nada que ver. Silvio y Pablo ya son dos hombres viejos, Silvio va a cumplir 65 en noviembre y Pablo, asombrosamente, cumplió 68 el pasado 24 de febrero. Los recordamos como eran a inicios de los ochenta, cuando parecían tan jóvenes todavía, en tono y disposición, que muchachitos que tenían edad para ser sus hijos, y por esa sola causa podrían haberlos detestado, los aceptaban en cambio graciosamente como capitanes de su generación, líderes más legítimos y sinceros que los sucesivos secretarios de la Juventud Comunista elegidos a dedo por Fidel, y que Fidel mismo, tan lejano, tan alto en la Historia y en el poder. Ambos, Silvio y Pablo, fueron vorazmente amados por quienes tomamos aquellas canciones, «La vida no vale nada» y «Yolanda», «Gaviota» y «Unicornio», «Años» y «El breve espacio en que no estás», «Te doy una canción» y «Oh, Melancolía», «Para vivir» y la «Canción del elegido», como confirmación de una idea que tantas otras cosas en Cuba ya parecían refutar, que ser jóvenes nos daba el derecho de querer más, más felicidad, más libertad, más belleza, de las que nos habían tocado, y que la Revolución, si algo todavía era, era ese mismo impetuoso deseo. Ninguno de los dos parece tan viejo, ni Silvio ni Pablo, pero dentro de poco serán septuagenarios, y los que aprendimos sus canciones de memoria en los setenta y los ochenta seremos viejos también, y quizás se nos enconen, como a ellos, pequeños pero tenaces rencores, y nos alejemos irremediablemente de quienes ahora amamos en totalidad.
Ojalá sean cuentos de caminos esos rumores de irreparables rencillas, y sea la antigua amistad de Silvio y Pablo más resistente que aquellas ilusiones adolescentes. Sería uno de los tesoros que todavía podríamos rescatar de este naufragio, la comprobación de que hay algunas fundamentales alianzas, algunas asociaciones de amor, ciertas obstinadas amistades, que ni siquiera las más virulentas disputas políticas, si se mantienen en el orden civil, y no llegan al crimen, podrían disolver. Hay algo en las personas que quisimos cuando éramos jóvenes que nunca dejaremos de querer, aunque sea simplemente por nostalgia de lo que nosotros mismos fuimos, y aunque aquello que quisimos en los otros ya no sea visible, ya no exista, se haya corrompido o haya sido extirpado. Lo que esos dos piensan el uno del otro no lo podemos saber, cuánto se admiraron, o quizás, se envidiaron, solo ellos lo saben. Ellos saben también, mejor que cualquier crítico, más que cualquier obsesivo aficionado, cuánto se deben el uno al otro, cómo fueron mejores porque coexistían. Sería una lástima, un desperdicio, que no se hablaran. Picasso, que pasó medio siglo en feroz rivalidad con Matisse, famosamente le dijo a su colega: «Tenemos que hablarnos tanto como nos sea posible. Cuando uno de nosotros muera, habrá cosas que el otro no podrá decir a nadie más». Silvio y Pablo tuvieron la suerte, inconmensurable, de estar juntos, de llegar simultáneamente a nuestra historia, y aunque se marchen de ella por separado, y aborreciéndose, serán recordados en inexpugnable comunidad.
Su época, sin embargo, ya pasó, el ciclo histórico que sus canciones celebraron e iluminaron, ha concluido. Habiendo llegado casi a los setenta, y sin el formidable impulso moral y emocional de la Revolución, que fue su inspiración y su infinito escenario, Silvio y Pablo ya no son parte de un movimiento, de una radical reforma en nuestras artes y en nuestra política, de un cambio solar en nuestra sensibilidad y nuestro vocabulario, no son ya los heraldos de un luminoso futuro socialista y de la inminente liberación latinoamericana, sino, apenas, aunque parezca mucho, artistas eméritos, glorias de Cuba, los restos, magníficos y desoladores, de la desaforada imaginación, de la ambición olímpica (¡el hombre nuevo!, ¡la nueva canción!) de aquella época. Sus canciones seguirán escuchándose por muchos años más, y es incluso probable que los jóvenes del 2011 todavía tengan muchas de ellas como favoritas. Silvio y Pablo son excepcionalmente prolíficos, seguirán componiendo piezas excelentes hasta el final. Pero ya no habrá, casi con seguridad, otro «Ojalá» ni otro «Yo no te pido», ninguna nueva canción de comparable resonancia. Ellos están, como todos nosotros, atrapados en este prolongadísimo fin du régime, en esta lenta conclusión de la era revolucionaria, y tratan, de maneras fieramente distintas, de hallar su sitio, tanto en el pasado, en la procelosa historia cubana de las últimas seis décadas, como en el aún indescifrable futuro. Como todos los cubanos, Silvio y Pablo viajan a la vez en dos direcciones opuestas, se abren camino, casi a ciegas, a través de la presente incertidumbre, y también, como pueden, tropezando y cayendo continuamente, marchan hacia atrás, hacia las regiones capitulares de nuestra memoria, tratan de entender y explicar, hasta donde se puede ahora, todo lo que nos ha ocurrido.
Silvio, en particular, parece decidido a sostener la teleología revolucionaria que le da sentido y organización a su propia obra. «Cuando miro a mi vida», le dijo a El Nuevo Herald en 1997, «con sus altibajos, sus sombras y sus luminosidades, la distingo, casi en su totalidad, envuelta por la Revolución. Cuando miro a mis canciones, y percibo a este hombre imperfecto, asediado por demonios externos e internos —los peores— no puedo dejar de ver una correspondencia entre lo que soy, lo que canto y la Revolución”. En una insólita serie de cartas cruzadas con Carlos Alberto Montaner en la primavera del año pasado, Silvio intentó describirse: «En algunas entrevistas y canciones (…) he señalado lo que he considerado criticable del proceso revolucionario. En otras he apoyado este proceso, sin caer jamás en el servilismo o el panfleto. No hay dualidad en esto. En ambas facetas soy el mismo cubano pretendiendo servir a los suyos». «Mi suerte histórica está echada», dijo hace poco a los estudiantes de periodismo de la Universidad de La Habana. Hace 20 años declaró, atronadoramente, en la muy vilipendiada baladilla «El necio», su amplia indiferencia por el destino, por el Juicio Final de la Revolución. «Allá Dios, que será divino… yo me muero como viví», cantó en el fatídico 1991 en el Teatro Heredia de Santiago de Cuba, frente a los delegados del IV Congreso del Partido, aquel trágico descongreso que desoyó la vigorosa demanda popular en favor de una apertura política, y en cambio decretó un régimen de eterna excepcionalidad del que todavía el país no ha salido. Fue aquella actuación de Silvio un prematuro testamento, la sorprendente admisión de que el ciclo más fértil de su obra, como la Revolución, estaba en lo fundamental terminado, y era necesario, dada la suprema gravedad del momento, prepararse para salir del escenario, con suficiente dignidad, si las cosas llegaban a ese punto. Ya entonces, a inicios de los noventa, otros artistas, Santiago Feliú, Carlos Varela, Polito Ibáñez, más ambiguos, ideológicamente, con una afiliación política más imprecisa y polémica, más mordaces, menos altisonantes, parecían más aptos que Silvio o Pablo para registrar las notas melancólicas, desesperadas o hasta lúgubres de aquella catástrofe nacional, y eran claramente preferidos en algunas secciones del público. Si el gobierno cubano se hubiera derrumbado en el invierno de 1992, en el horrífico 93, o hasta en el verano de 1994, «El necio» hubiera sido la última, dolorosa, obstinada canción de la Revolución, su jovial marcha fúnebre. Pero pasaron el 93, el 94, y muchos más años, y nada, o todo cambió, y «El necio» se convirtió, por el contrario, en el himno de la parálisis, la patética marsellesa de una era de decadencia y dispersión, el hipócrita canto de guerra de la fatalidad.
En el 98, sin que nadie ya se sorprendiera, Silvio aceptó un título de diputado a la Asamblea Nacional, donde no pintaba nada, y donde nada hizo durante dos tediosas, inútiles legislaturas que tuviera mucha consecuencia, salvo, crucialmente, votar en la sesión del 26 de junio del 2002 a favor de la absurda enmienda constitucional que declaró «irrevocable» el sistema político del socialismo cubano, como si algo hubiera en el mundo, además de la sucesión de los días y las noches, y la muerte, que no se pudiera revocar. Aquel día, quién recuerda dónde estaba Pablo, mal mirado desde que la fundación que había creado con su nombre en 1993, y que en solo dos años creció hasta igualar en número, variedad y valor de proyectos a cualquier otra institución artística cubana, fuera clausurada, zhdanovistamente, por el Ministerio de Cultura. Varado en la Asamblea Nacional, rodeado de esos esperpénticos diputados cubanos cuyas únicas funciones son asentir y aplaudir, Silvio, ignominiosamente, calló durante la gran redada policial de la primavera del 2003, cuando 75 activistas de la oposición ilegal fueron detenidos y arrojados a las cárceles, condenados a penas tan severas que cualquier despistado hubiera creído que aquellos infelices habían intentado prenderle candela al Capitolio o volar Santa Ifigenia con todos sus muertos gloriosos adentro. Junto a otros excepcionales artistas cubanos, Silvio firmó una carta que reprochaba a varios intelectuales extranjeros sus críticas al gobierno de la isla por su cruzada represiva contra la escuálida oposición interna, y por el fusilamiento, sumarísimo, tan rápido que la sentencia no había sido terminada de leer cuando sonaron los disparos, de tres buscavidas que habían secuestrado una lancha para huir del país. La carta, redactada con mucha maña, no aprobaba explícitamente los arrestos y fusilamientos, pero con soberana descortesía achacaba las críticas de antiguos admiradores de la revolución a la distancia y la desinformación, como si José Saramago, el más notable de los destinatarios del mensaje, hubiera vivido en Marte, o estuviera ya senil. Aquella carta fue el acta de disolución de una generación de intelectuales revolucionarios cubanos, la confesión de su irreparable debilidad política y moral, la prueba pesadísima de su incapacidad ya no para demandar una apertura nacional, sino para, al menos, no dejarse utilizar en una rudimentaria y contraproducente maniobra de propaganda justificando la agresión contra la libertad y los derechos de un puñado de ciudadanos. Entre los nombres ilustres que aparecieron al pie de la carta, faltaba el de Pablo. A Montaner, el año pasado, Silvio le confesó que siempre había «reprobado» el hundimiento del remolcador «13 de Marzo» en la Bahía de La Habana en julio de 1994, provocado por la embestida de embarcaciones policiales que trataban de impedir la fuga del país de un grupo de desesperados, y que costó, al final, 41 vidas. También le dijo que no estaba de acuerdo con los «actos de repudio» contra los grupos y activistas opositores, las cargas de la muchedumbre fanática y brutal contra quienes llaman «mercenarios», «gusanos», «traidores», y, ridículamente, «terroristas». Cualesquiera que sean sus opiniones sobre esos incidentes, Silvio se había abstenido de hacerlas públicas hasta que fue provocado por Montaner, y su silencio, como el de otros intelectuales cubanos, equivale a una vergonzante aprobación, a un ponciopilatesco lavado de manos. A Pablo, por el contrario, no hay quien lo calle.
Durante los últimos años, han llegado con cierta recurrencia noticias de lo que Pablo anda diciendo abiertamente por el mundo, aunque en Cuba solo lo diga, si acaso, en privado. Hace unos pocos días, en Uruguay, le dijo a la prensa que Cuba era «un caos» y que Fidel y Raúl Castro sabían que tenían que dejar todo «en su buen término» antes de retirarse o morir. «Estamos en una situación donde tenemos que hacer algo», dijo Pablo, pero notó que no se sabe a dónde las reformas actuales llevarán al país, y si tendrán efectos positivos. Sin morderse la lengua: «El gobierno debe tener una actitud abierta ante quienes piensan distinto, las cosas se discuten». Y más: «Todo ser humano tiene derecho a la libertad, sin tener miedo de quienes están en el poder. Cuando cayó el régimen socialista en la URSS hemos tenido una oportunidad que no supimos aprovechar». En La Habana, cada vez que llegan reportes de una nueva tirada de Pablo, el ministro de Cultura, Abel Prieto, se mesa los cabellos, se pregunta qué hacer con el díscolo artista. El año pasado, cuando Pablo le dijo en una entrevista a El Mundo que los revolucionarios cubanos se habían convertido en «reaccionarios de sus propias ideas» y que «las ideas se discuten y se combaten, no se encarcelan», el diligente Cubadebate le dedicó un dolido reproche. El columnista Carlos Almaguer Rodríguez incluso se negó a admitir la existencia de este Pablo indócil y lenguaraz, y reclamó de vuelta al de los ochenta, como si Pablo tuviera la obligación cívica de ser todavía en el siglo XXI el mismo que era 20 años atrás. «Para mí y para muchos jóvenes cubanos», afirmó Almaguer, «Pablo Milanés no será nunca este que El Mundo dice y que en grande alharaca rebotan los medios masivos de desinformación de las hipócritas democracias occidentales, sino aquel cantor humilde que con su voz prístina e inolvidable nos enseñó Cuánto costó este cielo,/ cuánto la tierra amada,/ cuánto alzar la bandera que inmolarse los vio». Fue Silvio, para su crédito, el que salió a defender a Pablo en el propio Cubadebate: «Si respetan tanto al creador, como dicen, ¿por qué no le respetan que dude y diga lo que piensa? ¿Qué se gana con este cuestionamiento público (…)? No sigamos enredando más la pita, que ya está bastante difícil». El desolado columnista Almaguer probablemente recuerda a un Pablo distinto del que el mismo artista cree haber sido. En el 2003, Pablo le dijo a El País que nunca había estado «en la cabecera del régimen» y que no le gustaban ni los generales ni los ministros. «A mi casa acuden casi siempre marginales, que me gustan más». Algo más recientemente, en una entrevista con Público en 2008, Pablo hizo toda una disertación: «Hay que pasar el testigo a las nuevas generaciones para que hagan otro socialismo, porque este socialismo ya se estancó. Ya dio todo lo que podía dar, momentos de gloria, cosas imperecederas que aún perviven en la memoria y en los hechos cotidianos del cubano, pero tenemos que hacer reformas en muchísimos frentes de la Revolución, porque nuestros dirigentes ya no son capaces. Sus ideas revolucionarias de antaño se han vuelto reaccionarias, y esa reacción no deja continuar, no deja avanzar a la nueva generación que viene implantando un nuevo socialismo, una nueva revolución que hay que hacer en Cuba». Y, sorprendentemente: «Yo no confío ya en ningún dirigente cubano que tenga más de 75 años (…) ya están listos para ser retirados». En su polémica con Montaner, Silvio, por el contrario, declaró rotundamente que no le molestaba «un gobierno de ancianos». «En muchas culturas antiguas, tener edad, por la sensatez inmanente, era un requisito para gobernar». Es una diferencia central, mientras Pablo reclama un urgente cambio político, y señala, con amargura, que «en libertades vamos hacia atrás», Silvio, con exasperante timidez, oscuramente, pide apenas, en «Sea señora», una de sus peores canciones:
A desencanto opóngase deseo,
Superen la erre de revolución,
Restauren lo decrépito que veo.
Pero déjenme el brazo de Maceo
Y para conducirlo, su razón.
Estos dos hombres extraordinarios, de los más notables que Cuba haya tenido, han terminado por representar el shakesperiano dilema de la izquierda cubana posrevolucionaria, aún en fase de constitución, e indecisa entre sus dos feroces alternativas, seguir esperando, en abnegado, militante mutismo, que Fidel y Raúl Castro y su claque de generales y torvos burócratas activen, por propia voluntad, una real reconstrucción democrática de Cuba, una reforma capital de la política y la economía de la isla que devuelva al país todas sus libertades y su extraviada esperanza, o bien comenzar a reclamarlas, a pedirlas a gritos, y denunciar los crímenes y abusos cometidos en nombre de la Revolución, rescatar los frágiles ideales, el sueño, el canto vital de la Revolución de la cárcel, el exilio y la decepción. El desastroso VI Congreso del Partido, cerrado hace unas horas con la reelección rotunda de la misma provecta junta que ha llevado al país al borde del abismo, en la frase aterradora del propio Raúl, lo que ha hecho es volver este dilema aún más evidente, más bruscamente inmediato. Si la izquierda cubana esquiva esa decisión, la evita, o se equivoca al escoger, corre el riesgo de perder cualquier legítima aspiración de poder en el futuro, y de entregar lo más valioso, lo más inmaculadamente puro del legado revolucionario a una implacable, arrasadora revisión de derechas. Raúl Castro terminaría cediendo el poder no a una democracia popular, inclusiva, plural, libre, sino a la reacción, tan autoritaria, o más, que el gobierno al que sucedería. Sería bueno que Silvio y Pablo, si es verdad que no se hablan, borraran todas sus inquinas, se perdonaran sus mutuos agravios y se sentaran en Madrid, en Londres o en La Habana, a conversar, a discutir, o a cantar, si es que lo prefieren. Algo hay que salvar de esta calamidad. No podemos darnos el lujo de perderlo todo.