jueves, 22 de agosto de 2024

Cómo viven los cubanos que no reciben dólares.

Por Iván García.

A las dos y media de la mañana, el apagón. Luciano abrió la última gaveta del armario, cogió un trozo de cartón y fue hasta el cuarto donde dormía su hijo de 8 años. Ya su esposa le estaba echando fresco con un abanico. Los mosquitos zumbaban como aviones en sus oídos. Una hora después, el niño rompió a llorar debido al calor. Ella le trajo agua y empezó a hacerle cuentos infantiles intentando calmarlo.

Luciano, su madre, su esposa y el hijo viven en un edificio ruinoso en el municipio Sandino, a unos 220 kilómetros al oeste de La Habana. Llevan una vida dura, como la mayoría de los cubanos. No tienen parientes en el extranjero que les envíen dólares. La familia de Luciano es oriunda de un poblado en la región montañosa del Escambray, en la antigua provincia Las Villas.

“Mis padres poseían una finquita donde además de sembrar café tenían puercos, carneros y gallinas. Las autoridades acusaron a mi padre de ayudar a los grupos guerrilleros que combatían contra el gobierno y lo sancionaron a doce años de prisión. Le confiscaron todo y de manera forzosa a mi madre, sola, la trasladaron a un pueblo cautivo en el municipio de Sandino. Mi papá salió de la cárcel tras cumplir la mitad de la condena, falleció hace veinte años”, cuenta Luciano, quien nació en Pinar del Río.

“Recuerdo a mi madre trabajando en la recogida y recolección de tabaco. Ya cumplió 86 años y padece de artrosis e incontinencia urinaria. Yo me gano la vida como jornalero en el cultivo de arroz y viandas. En los meses buenos mi salario es de 8 mil a 10 pesos, pero ese dinero no alcanza para comer cuatro personas. Por eso me voy a pescar a la laguna, donde abundan las truchas, algunas las llevo a la casa, las otras las vendo”, dice Luciano y explica que el problema no es solo la comida, también la escasez de agua potable, que entra cada cuarenta días.

“Cada dos días tengo que cargar decenas de cubos agua desde una turbina, que queda a dos kilómetros, hasta el tercer piso del edificio donde vivimos. Varios vecinos vamos en un carretón y damos dos o tres viajes. Una vida miserable. En el tiempo libre, la distracción de los hombres son las peleas de gallos o un grupo de amigos nos tomamos un par de botellas de ron y descargamos las frustraciones. En estos pueblos no hay futuro. Los más jóvenes se van a la ciudad o emigran. Quedamos los más viejos, unos pendejos que nunca intentamos cambiar nuestro destino”.

Su apartamento necesita con urgencia una mano de pintura. En algunas partes del techo se ven lamparones oscuros debido a la humedad provocada por las filtraciones de cañerías rotas. El comején ha destrozado las ventanas estilo Miami. El objeto más valioso es un viejo refrigerador Haier, comprado en China a precio de saldo por el dictador Fidel Castro cuando implementó la denominada ‘revolución energética’ en 2006, la cual, supuestamente, ahorraría electricidad al país. Dieciocho años después, a duras penas funciona el refrigerador. Las juntas del equipo se han despegado y la solución de Luciano fue atornillar una rudimentaria grapa metálica en la puerta que permite abrir y cerrar la nevera.

El mobiliario de la vivienda es anticuado. El televisor, con una pantalla de 21 pulgadas, es de tubos catódicos. En la cocina cuelgan dos espumaderas, dos cazuelas de hierro fundido y una arrocera que ya perdió el esmalte. Las tres camas de las dos habitaciones necesitan ser reemplazadas, igual que los colchones. “Cuando la vieja se orina, al no tener culeros desechables, tenemos que subir el colchón a la azotea del edificio para que el sol lo seque. Y cuando la crisis del agua arrecia, hacemos las necesidades en jabas de nailon que luego botamos en el monte”.

Luciano considera que todavía en 2014 comían bien, de acuerdo a los parámetros nutricionales cubanos. “Desayunábamos pan con tortilla y café con leche y almorzábamos lo que sobró de la cena. Comíamos carne de puerco con frecuencia, pescado, pollo y a veces carne de res, que compraba por la izquierda y la libra costaba 25 o 30 pesos. En estos momentos, una libra de carne de res no baja de 1,200 pesos. No podíamos ir a un hotel en Varadero, pero desayunábamos, almorzábamos y comíamos los siete días de la semana. Ahora solo podemos comer una vez al día”.

Según un estudio realizado el pasado mes de julio por el Observatorio Cubano de Derechos Humanos, la pobreza extrema en la Isla roza el 90 por ciento de la población. Sondeos de Food Monitor Program, en la actualidad, tengan pocos o muchos ingresos, reciban o no dólares, las familias cubanas destinan casi la totalidad de sus ingresos a comer. El déficit de nutrientes, la falta de inocuidad en los alimentos, así como el estrés asociado a la inseguridad alimentaria son “un hecho que está teniendo consecuencias adversas en la salud de los cubanos”, considera la organización.

Asimismo, el “fenómeno del hambre oculta”, usado por la FAO para describir la subalimentación prolongada, está “muy presente en la sociedad cubana” que consume más carbohidratos y azúcares mientras carece de frutas y vegetales frescos, así como de cárnicos y lácteos, lo que ha generado altos índices de diabetes, hipertensión arterial y gastritis, entre otros padecimientos, mencionó Food Monitor.

Pero no solo falta la comida en Cuba. Servicios básicos como electricidad, gas licuado y transporte público apenas funcionan. Los apagones fuera de La Habana suelen ser de ocho a diez horas diarias o más. El déficit de medicamentos supera el 65 por ciento. La basura se amontona durantes días en las calles, sobre todo en la capital, más sucia y abandonada que las ciudades de otras provincias. Debido a roturas en el acueducto, el 50 por ciento del agua potable que se distribuye no llega a los hogares o se pierde por los salideros. Los hospitales son un asco. Los pacientes deben llevar jeringuillas desechables y algodón, entre otros insumos. Y si quiere recibir una buena atención, darle dinero o regalos a médicos y enfermeras.

“Los ciclos de abasto de agua en barrios de Holguín pasan de los 55 días”, afirma el holguinero Yoss. Desde Santiago de Cuba, Rudy asegura que en varias zonas de esa ciudad han estado más de 60 días sin recibir agua potable. «Las casas están llenas de recipientes. Los que tienen dólares construyen enormes cisternas. Por falta de agua, a pesar del tremendo calor, hay gente que se baña cada dos días. Como si estuvieran en una guerra”.

Muchos cubanos no vislumbran una salida a la crisis estructural que vive el país. Para el pinareño Luciano existen tres opciones: “Emigrar, seguir aguantando o salir a la calle a protestar. O nos ponemos los pantalones, como los venezolanos, o este gobierno nos mata de hambre”.

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