viernes, 9 de agosto de 2024

Mis recuerdos del Maleconazo.

Por Iván García.

En la mañana del jueves 4 de agosto de 1994, un vecino me confiesa sus planes de emigrar. “Ya la balsa está lista. Quedan dos puestos libres. ¿Te embullas?”. Estábamos sentados a la entrada de un pasillo con apartamentos interiores en la barriada de La Víbora, al sur de La Habana.

Entonces, lanzarse al mar en una precaria embarcación era el tema de moda entre muchos cubanos. Los neumáticos de camiones o tractores, motores de viejos automóviles estadounidenses, brújulas, sextantes y salvavidas se pagaban a precio de oro en el mercado informal.

1994 fue un año tremendo. La caída del Muro de Berlín en 1989 y la desaparición de la URSS en 1991 fue el inicio de una crisis económica perpetua en Cuba que se extiende por 35 años. Retrocedimos a una economía de subsistencia. Las fábricas cerraban por falta de combustible e insumos. Los bueyes sustituían a los tractores. Y los apagones eran de doce horas diarias.

La Isla entró de pleno en una etapa de inflación, carestía y hambre. Comer una vez al día era un lujo. La carne, el pollo y el pescado desaparecieron del menú de las familias. La desnutrición provocó enfermedades extrañas como el beri-beri y la neuritis óptica.

La autocracia verde olivo activó planes de contingencia. Los institutos de investigación patentaron bodrios alimenticios como el picadillo extendido (de soya), la masa cárnica y la pasta de oca, entre otros, en un intento por paliar el hambre de los ciudadanos.

El gobierno había contemplado un proyecto extremo, denominado Opción Cero, que se pondría en marcha cuando la gente cayera abatida como moscas en las calles a causa de la hambruna. Llegado el momento, camiones militares repartirían raciones de comida en los barrios. Por suerte, no se llegó a ejecutar.

En la calle, un dólar llegó a costar 150 pesos cubanos y una libra de arroz 140 pesos. En ese contexto de miseria vivíamos los cubanos en 1994, un año caliente. El desespero y las penurias llevaron a muchos a lanzarse al mar en chalupas de goma, secuestrar una embarcación o un avión.

El descontento social era creciente. La población estaba cansada de la precariedad de sus vidas. No se hablaba de otra cosa. Solo de huir. En la mañana del 5 de agosto ser balsero era un delito. Si te pillaban, podías cumplir una sanción de hasta 4 años de cárcel.

Por esos días, La Habana era una lija de fosforo. Cualquier roce podía provocar un fuego. Apenas mes antes, el 13 de julio, había ocurrido el hundimiento del Remolcador 13 de marzo. Para dar un escarmiento ante numerosos intentos de fugas ilegales, a 7 millas de la bahía habanera, las autoridades embistieron, intencionalmente, a un viejo remolcador. A bordo iban 72 personas. Murieron 37 personas, entre ellas 10 niños. Según el testimonio de los sobrevivientes, dos remolcadores estatales les negaron ayuda. Fue un crimen de Estado.

Viernes 5 de agosto. Sobre las once de la mañana, a varios jóvenes que estábamos sentados en una esquina, un amigo nos comenta: “Dicen que lanchas grandes salieron de Miami rumbo a La Habana, a recoger a quienes quieran irse. En el malecón hay un montón de gente esperándolas”. Nos dirigimos al paradero de ómnibus, que quedaba al lado. Un chofer de la ruta 15 nos invita a subir a la guagua, Para llegar más rápido, se desvió del itinerario. Por el trayecto iba recogiendo a personas que le sacaban la mano. “Voy pa’l malecón”, aclaraba. Cada pasajero que subía contaba una versión nueva de lo que estaba pasando.

“Han roto vidrieras de ‘shoppings’ y robando alimentos. Han volcado carros de patrullas. Parece que ‘esto’ (la revolución) se jodió”, decían. Había una gran algarabía . El ambiente era festivo. Cerca del antiguo Palacio de Presidencial, fuerzas combinadas de la policía, militares y agentes de Seguridad del Estado detuvieron la ruta 15.

Nos bajamos del ómnibus y caminamos rumbo a la Avenida del Puerto por calles interiores de la Habana Vieja. Cerca del Hotel Deauville, en Malecón y San Lázaro, a un patrullero lo habían destrozado a pedradas. Paramilitares llegaban en camiones armados con cabillas y tubos de acero. Eran obreros del Contingente de la Construcción Blas Roca Calderío, creado por Fidel Castro en 1987, y que fueron movilizados con urgencia para reprimir al pueblo.

Por primera vez en mi vida escuché gritar Abajo Fidel y Abajo la dictadura. También gritos pidiendo libertad. Lo que comenzó con un intento de fuga masiva a la Florida, se estaba transformando en un motín popular. El epicentro del Maleconazo fueron las zonas pobres y mayoritariamente negras y mestizas de Jesús María, Belén, San Leopoldo, Colón y Cayo Hueso, barrios que son cunas del jineterismo, juegos prohibidos y tráfico de drogas. Allí los hermanos Castro no son bienvenidos.

Pasada las cinco de la tarde del viernes 5 de agosto, fuerzas del régimen parecían tener controlada la amplia demarcación donde la gente se tiraba a las calles a robar, gritar o sentarse en el muro del malecón a esperar que algo sucediese. Es raro que un habanero mayor de 40 años no recuerde que estaba haciendo ese día.

Daniel, 65 años, vecino de Colón, entrecierra los ojos y rememora: “Había tremenda hambre. Y aunque tuvieras dinero, no había nada que comprar. Por la noche ponían carteles contra el gobierno. Los planes para secuestrar la lanchita de Regla o una patana del puerto se fraguaron en estos barrios. Los más jóvenes andaban construyendo balsas, robando bicicletas, asaltando a los yumas (turistas extranjeros) para quitarles el dinero. Estaba poniendo unos azulejos en casa de un amigo, cuando escucho el barullo. Su esposa nos dice, ‘oye, la gente asaltó tiendas en divisas y rompieron los cristales del Deauville’. Me asomé al balcón y vi que unas mil personas se habían tirado a la calle. Alrededor de las once de la mañana aquello era un mar de gente. Comenzaron a gritar Abajo Fidel y pedir libertad”.

Susana, 59 años, vive en una cuartería de la calle Amargura, Habana Vieja, y cuenta que el 5 de agosto de 1994 estaba vendiendo aguacates en la entrada del solar. “Los vendía a dólar o su equivalente, 120 pesos. La moneda nacional perdió su valor. Una libra de arroz valía 100 pesos, 120 la de frijoles negros y 150 la libra de carne de puerco. Muchos gatos callejeros terminaron en las cazuelas. El pueblo estaba a punto de reventar. Cuando comenzaron las protestas, guardé el saco de los aguacates y me fui pa’ la Avenida del Puerto. Aquello era impresionante. Asaltaron los comercios y la gente gritaba consignas contra el gobierno. Se decía que iban a llegar lanchas desde la Florida, a recoger a todo el que quisiera marcharse. Yo preparé un bultico de ropa y una galletas, por si acaso”.

Carlos, sociólogo, considera que las protestas en el malecón habanero dejaron diversas enseñanzas. “El gobierno comprendió que el pueblo estaba agotado de tantos apagones, tanta miseria y escasez de comida. Si pudieron neutralizar las protestas, como hicieron con las del 11 de julio de 2021, fue porque eran espontáneas, sin un líder ni una estrategia organizada. Si en esas protestas hubiera habido un liderazgo, probablemente la historia hubiera sido otra”.

Victor Manuel Domínguez, periodista y escritor independiente, el 5 de agosto estaba en Santiago de Las Vegas. “Había ido a visitar a un sobrino que estaba en una unidad militar. Al regresar a mi casa, me llamó la atención soldados de tropas especiales con armas largas. Vivo muy cerca del barrio chino, una zona de la capital que se las trae. Habían roto los cristales de varias tiendas y locales. El tráfico de personas hacia el malecón era tremendo. La génesis de esa protesta, contraria a la del 11-J, no fue reclamar derechos políticos ni democracia. La gente se tiró a la calle simplemente por qué deseaba emigrar”.

Al atardecer del 5 de agosto, los muchachos que en un ómnibus de la ruta 15 fuimos hasta la Avenida del Puerto, regresamos caminando a nuestras casas en La Víbora. Las calles estaban desiertas. Jeeps artillados merodeaban por la ciudad. Esa noche, ante el temor de otras revueltas, no hubo apagón en La Habana. Las protestas del 5 de agosto de 1994 y el 11 de julio de 2021 marcaron un antes y un después en la dictadura castrista. El nuevo enemigo era el pueblo.

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